Menú

La España gris de los 70 y otras leyendas

El 19 de enero de 2006 el diario El Mundo publicaba un artículo del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, junto a otros que glosaban la figura de Enrique Tierno Galván, alias el Viejo Profesor, factótum de un pequeño grupo de oposición al franquismo, migrado luego al PSOE y alcalde de Madrid bajo esas siglas en los primeros años 80. Se cumplían aquel día veinte años de la muerte del hombre que, siguiendo las convenciones mediáticas, nadie nombra ya sin vincularlo, en grado de genio creador o impulsor, a aquello que dio en llamarse la Movida, elevado a su vez a categoría de fenómeno sociocultural y considerado como el súmmum de una explosión de creatividad y libertad que se habría desencadenado tras el entierro de la dictadura.

Zapatero no vulneraba la regla, y su artículo no aportaba ninguna observación original sobre Tierno Galván ni sobre aquella época. Pero precisamente por eso el comentario, titulado "Un socialista poliédrico", era un breve compendio de los clichés que circulan acerca del personaje y de su momento. Zapatero calificaba la movida de "nacimiento de una vanguardia estética de amplísimo eco social" y de "manifestación externa de la voluntad y la alegría de vivir que trajo consigo la democracia". Y decía que con la llegada del VP a la alcaldía los madrileños habían encontrado "el motivo más firme para reconciliarse e identificarse con su ciudad, tantos años grisácea".

El choque de aquella visión "grisácea" que daba Zapatero del Madrid anterior a Tierno con mis propios recuerdos de la ciudad en los 70, y en especial de la segunda mitad de la década, me hicieron reflexionar acerca de un fenómeno cuyos síntomas venía percibiendo en muchos artículos y reportajes aparecidos en la prensa y la televisión. Tanto los que aludían de pasada a aquella época como los que pretendían ofrecer un retrato en profundidad de la misma se nutrían del mismo cliché que empleaba el presidente: el viejo y conocido tópico de la España gris del franquismo. Pues bien, ahora volvía a hacer fortuna; más aún: cubría también los años previos al final de la dictadura. Si tomamos en su literalidad a Zapatero, casi hasta la misma llegada de los socialistas del poder. Tierno habría coloreado Madrid, y González y los suyos, toda España. Hasta entonces, blanco y negro en su mezcla más cenicienta y aburrida.

Según se desprende de un abundante material periodístico, la España inmediatamente anterior a la Transición seguía siendo un universo cerrado, atrasado, pacato, retrógrado y adocenado; un páramo cultural e intelectual completamente aislado de las corrientes del momento, tal como, según el discutido cliché, lo fue durante todo el franquismo. Sin embargo, en los 60 y 70 hubo una eclosión de actividades e iniciativas, siempre al margen y casi siempre en contra del régimen y del Poder, de la que ya no volveríamos a ser testigos nunca. Además de una producción artística y literaria de primer orden. Así lo guardábamos algunos en la memoria, que no llamamos "histórica" sino "personal". Y el caso es que ahora toda aquella efervescencia creativa que precedió a la Transición está siendo borrada de los archivos para ser sustituida por el gris uniforme que Zapatero, gran repetidor de lugares comunes, mencionaba en su artículo.

Es más, a la vista de lo que se cuenta, uno tiene a veces la impresión –y si se deja llevar puede acabar creyéndoselo– de que antes de la democracia los españoles éramos como una de esas tribus que permanecen encapsuladas y ajenas a los avances de la civilización en sus costumbres de la Edad de Piedra. Con una diferencia importante: mientras que la presentación de una tribu de ese tipo hoy se haría, siguiendo el canon de la corrección política en su vertiente multiculturalista, entre exclamaciones admirativas y con un respecto reverencial, la mirada que se dirige hacia la sociedad española predemocrática está cargada de menosprecio.

Antes y después

Zapatero hablaba en su artículo de la "alegría de vivir" que trajo consigo la democracia, lo que sugiere que no existía previamente y, lo que es más significativo, que reapareció en cuanto cambió el régimen. Es ésta una visión ampliamente aceptada. Se ha asumido, como si fuera lo más natural del mundo, que la España tenebrosa del franquismo sufrió una transformación radical al caer el telón de la dictadura. Al igual que en los reportajes en que se ponen dos fotos de una persona: una de antes de que se sometiera a un cambio de look y la otra después de que el tratamiento obrase el milagro, se contrapone una imagen penosa de la España-antes con otra esplendorosa de la España-después. La democracia habría sido la estilista responsable de la agradable mutación. Sin ella, el país hubiera seguido en la fealdad más repulsiva.

Los montajes tipo antes-y-después difícilmente son creíbles, y éste aún menos que otros. Una metamorfosis tan rápida puede hacerse, y sólo hasta cierto punto, en la peluquería o en el quirófano, pero un cambio de régimen político no es capaz de trastocar en poco tiempo los modos de pensar y vivir de millones de individuos. Si antes de la Transición no había en España nada que valiera la pena, si el país dormitaba en el anacronismo y estaba empantanado en el atraso, es impensable que saliera de la nebulosa gris en un abrir y cerrar de ojos. Y no ocurrió esa anomalía. Lo sustancial del cambio que algunos atribuyen al advenimiento de la democracia ya se había producido antes. Si la Transición tuvo lugar fue porque esa transformación la hizo posible... e inevitable.

Que la sociedad española evolucionó bajo el franquismo era un dato que no solía discutirse. Estudios sociológicos como los realizados por Amando de Miguel pusieron de manifiesto que habían surgido entre los españoles unas ansias de libertad que el corsé de la dictadura se mostraba incapaz de sujetar. Ese cambio tuvo lugar al calor de la mayor prosperidad económica, de la aparición de una amplia clase media, del acceso masivo a la enseñanza y en particular a la universidad, que se constituiría en uno de los centros de contestación más activos.

Se trata de una evolución que, por otra parte, suele registrarse en aquellos regímenes autoritarios cuyas sociedades experimentan un importante desarrollo económico. Una mayor riqueza conduce a una mayor demanda de libertad. Los índices de crecimiento económico de España en los años 60 fueron espectaculares. Pero aceptar que bajo la dictadura se crearon las condiciones para la transición a la democracia resulta problemático para el sostenimiento de la visión simplista del pasado que ahora circula. Si el punto de partida es que el franquismo fue en todos sus aspectos y en todas sus fases un período aciago y negrísimo, un tiempo irremediablemente perdido, no cabe en el relato una evolución como la que tuvo lugar. Y menos todavía el dato de que el régimen había contado con una amplia base social.

De manera que la tesis es que España cambió de la noche a la mañana. Y suele ir acompañada de una coletilla: que existía, antes del cambio, una fuerte oposición a la dictadura. Es curioso que los actuales dirigentes del PSOE se hayan abonado a esta idea, cuando su partido estuvo prácticamente ausente –con conocidas y localizadas excepciones– de la actividad política contra el franquismo: los "cuarenta años de vacaciones", que se decía con recochineo. En cualquier caso, no es consistente con la imagen anodina de la España predemocrática. Si existía en ella una oposición importante, y hasta de suficiente entidad e influencia como para haber forzado el tránsito a la democracia, ¿cómo puede haber sido tan grisáceo y yermo el panorama de aquellos años?

Lo cierto es que no lo era. España no se acostó un día anticuada, ignorante y hecha un erial y se levantó al siguiente moderna y puestísima. Ni la democracia, ni Felipe González ni Tierno Galván hicieron milagros. Es más, contra lo que dice la leyenda en boga, y se deduce del artículo de Zapatero, el desembarco del PSOE en el poder no supuso un renacimiento vital, cultural e intelectual. Nos acercaremos más a la realidad desde otra hipótesis: que en los 80, que vieron el triunfo socialista, se agotaron las energías creativas de los años anteriores. No fue el principio, sino el final.

La gran fiesta

Y fue el final no sólo porque la actividad cultural e intelectual dejó de tener sentido como canal alternativo para la circulación de la contestación política, también porque los socialistas inauguraron una era de esterilizador intervencionismo. El Poder, que bajo el franquismo había estado enfrente y en contra de la cultura no oficial, ahora iba a adoptarla, a oficializarla. De modo que la fagocitaría y subvencionaría, y con ello, como es natural, acabaría con su vitalidad.

La visión de la movida como edad de oro creada por el soplo vivificador de la democracia sobre la vulgar –y gris– arcilla preexistente está ampliamente instalada en los medios, y en la literatura escrita por los protagonistas de aquel momento de fulgor. Y supongo que será anatema decir que precisamente contribuyó a terminar con ella, o con sus posibles secuelas, su presunto inspirador, el llorado Tierno Galván. Pero es así. Haber asociado la movida a sí mismo y a una tendencia política, convertirla en símbolo de la gran fiesta por el "cambio", fue un golpe de efecto propagandístico del que aún se saca provecho, como indica el artículo de Zapatero, pero la apropiación, la promoción o la utilización por el poder político de un fenómeno de ese tipo equivale a sentenciarlo a muerte.

No sé si después de la Transición los españoles querían celebrar la llegada de la democracia, ni si tenían más ganas de fiesta que antes, pero lo que sí puede documentarse es que, según iban sentándose en el poder, los socialistas se ocupaban de satisfacer enormemente esa real o potencial hipersensibilidad lúdica. Ya una parte de la intelectualidad y la militancia antifranquista había redescubierto durante los últimos años transitorios la veta juguetona del ser humano, como para compensar el tiempo que hubo que dedicar seriamente a plantar cara a la dictadura.

El PSOE, desde el puesto de mando, se apresuró a cumplir lo de pan y circo por el lado no sólo más fácil y vistoso, también más relevante para un cambio de valores en una sociedad que hasta ese momento se había hecho en la moral del trabajo y el esfuerzo. Con los socialistas de González llegaba y se promovía la tendencia contraria. El hedonismo sentaba plaza, y coincidiendo con su entrada triunfal –hay quien dice que no por casualidad– desembarcaba masivamente la droga, sobre todo la heroína, que descoyuntaría brutalmente el ambiente familiar que permite la promoción social allí donde es más necesaria.

Los socialistas salpimentaron sus primeros años de gobierno con un carrusel de fiestas, verbenas, conciertos y otras actividades de ese corte, todas ellas pagadas por el Erario. Cuando el Gobierno organiza los festejos y subvenciona la cultura, mal asunto. Malo por muchas razones, y finalmente porque usurpa y anula la capacidad de iniciativa de la sociedad civil. La movida madrileña y otras del mismo estilo en varias ciudades se organizaron, por así decir, en torno a las actuaciones de los grupos de pop y rock. Pues bien, la celebración de conciertos subvencionados, con entradas gratuitas o casi, que entonces se instalaría para siempre como renglón indispensable de la actuación de los gobiernos autonómicos y locales, tendría un efecto demoledor sobre los locales privados que ofrecían música en directo, los mismos en los que se divertía y desarrollaba lo que ZP llama la "vanguardia estética".

Recordemos también, dado que presentan todo ese fenómeno como manifestación de la alegría insuflada por la democracia, que su parte más valiosa, la musical, no surgió de la nada, sino de lo preexistente, y que recibió parte de su inspiración del exterior, preferentemente de la escena musical de Londres. ¡Y eso que estábamos aislados!

Las referencias a la movida oscilan entre el éxtasis del recuerdo de un tiempo glorioso y el lamento por su pérdida, que en no pocos casos es también la nostalgia por la juventud que no ha de volver. Ha sido alojada en el reino del mito, y allí es inaccesible al análisis. Son muchos los reportajes que hablan de su génesis y pocos los que tratan de saber por qué se extinguió aquel estallido de joie de vivre. Es como si se diera por descontado que, puesto que Madrid y España entera eran una fiesta, hubo un momento en el que se acabó, como todas las fiestas. Si acaso, se achaca su ocaso a que no se invirtiera más dinero público para mantener aquel ritmo lúdico. Es la salida habitual para justificar la falta de fuelle de la cultura en España y el peor remedio para la enfermedad. Lo que se reclama como medicina para recuperarla es justamente el veneno que la remata.

En fin, la movida puede interpretarse de diversas maneras, o de ninguna en especial: un descreído la reducirá a la ancestral costumbre española de ir de bares, sometida, eso sí, a renovaciones formales periódicas. Pero la que peor se compadece con la realidad es la que presenta Zapatero, o sea la convencional. No fue una explosión traída por la democracia, sino más bien la traca final de un período de ebullición vital, cultural y política que precedió y luego acompañó al entierro del franquismo.

El Informe

El cliché de la España gris y paleta puede encontrarse prácticamente cualquier día en cualquier medio de comunicación que se refiera a la época ominosa, pero a mí me llamó especialmente la atención un artículo que también aparecía en El Mundo, en esta ocasión el 29 de marzo de 2006. Se trata de un reportaje firmado por Quico Alsedo con motivo de la reposición del Informe para una academia de Kafka a cargo de José Luis Gómez, quien había estrenado la obra en España 35 años antes, es decir en 1971. Según rezaba el subtítulo, el Informe era la obra "con la que [Gómez] convulsionó el teatro" en aquel entonces. Y el texto comenzaba así:

En la poco ventilada España de 1971, un chimpancé interpretando a Kafka y encima hablando alemán, y además nacido en Huelva, debió de ser la repanocha. Pero así ocurrió: de la nada apareció un simio que de pronto se sacó de la manga un espejo, y así, sin más, colocó a la España de Franco ante su bestial animalidad, frente a su atavismo prehistórico.

Ante esas palabras se imponía hacer una incursión en el ambiente teatral de entonces. Y para refrescarme la memoria he acudido al archivo familiar de ejemplares de Primer Acto. Esta publicación mensual, fundada en 1957, fue durante los 60 y principios de los 70 –suspendió su publicación en 1975, para volver en 1980– la revista por antonomasia de los aficionados al teatro. Entre ellos me encontraba yo, como no pocos estudiantes de bachillerato y universitarios, que participaron en una miríada de grupos de lo que se llamaba "teatro independiente" y hoy se denominaría "alternativo". Y hubo suerte: dispongo del número 139, de diciembre de 1971, dedicado al estreno de la obra de Kafka, y con Gómez caracterizado como simio en la portada.

El montaje de ese gran actor y director causó, ciertamente, sensación, pero no porque los espectadores españoles fueran unos catetos a los que cualquier novedad podía dejar boquiabiertos: su originalidad y su calidad justifican el éxito que tuvo sin necesidad de apelar ni a ignorancias ni a aislamientos. De hecho, como se lee en Primer Acto, el estreno del Informe coincidiría con otros dos que igualmente se consideraron rompedores: la Yerma que hizo Nuria Espert y Luces de Bohemia, que se representaba por primera vez con el texto íntegro, tras el tira y afloja con la censura, en el Bellas Artes. La revista nos informa de que el montaje vanguardista de la obra de Lorca había agotado sus entradas, al menos, durante los diez primeros días. El estreno se retrasó porque Espert tuvo que declarar por una aparición suya en una película de Fernando Arrabal –autor que sí estaba vetado–, pero hecho ese trámite hubo vía libre. Fue, según decía el cronista, un "triunfo delirante" y un "acontecimiento sin precedentes".

Otro dato interesante es que el Informe se estrenara en el marco del II Festival Internacional de Teatro de Madrid, cuya programación refleja las tendencias del momento, que eran también los que imperaban en España. Allí estuvieron, junto a compañías más convencionales de Francia, Alemania y otros países, el experimental Roy Hart Theatre de Estados Unidos y grupos españoles como el Lebrijano, que representó su Oratorio en una nave –el festival se celebraba en el Teatro de la Zarzuela–, o el Grup d'Estudis Teatrals de Horta, con La fira de la Mort, representada en catalán. En la edición anterior había participado la compañía Adriá Gual con Mort de dama, también en catalán. Y para quienes, tras leer el reportaje de Alsedo, pensaran que Kafka era un desconocido para los aislados españolitos, hay que decir que el autor checo, cuyas obras podía leer quien quisiera, tuvo en aquel festival dos obras: la de Gómez y la que montó sobre El Proceso el grupo Acçao Teatral de Lisboa.

La acción teatral

La acción teatral no sólo tenía lugar en los escenarios de Madrid. La misma revista da cuenta de la celebración del V Ciclo de Teatro Actual organizado en Alcoy por el grupo La Cazuela, y es significativo el dictamen con que lo sentencia: la calidad había sido baja, y, se lamentaba, "la agonía del teatro independiente español es innegable". La famosa y perenne crisis del teatro. Y también la prueba de que antes de 1971 se habían vivido momentos, si no mejores, por lo menos similares. No sé si fue así, pero grupos como Los Goliardos, Castañuela 70 y otros menos conocidos ya habían saltado a la fama o, en todo caso, a la escena.

Un vistazo por ese solo ejemplar de Primer Acto nos permite detectar al TEI, con sede en el Pequeño Teatro de la calle Magallanes de Madrid, donde se organizaban cursillos con invitados extranjeros; al Teatro Estudio Universitario de la Escuela de Ingenieros Industriales, que había participado en el Festival de Nancy con una obra de Bertolt Brecht; o al Teatro Universitario de Filosofía y Letras, que había llevado allí una de Lorca. En territorio francés, Los Goliardos habían representado en 1966 una obra de Arrabal, Ceremonia por un negro asesinado, que conozco bien, porque intentamos ponerla en Vigo en 1971, pero ganó la censura. Tuvimos más suerte con Camus y con Lorca.

En suma, y por no cansar más al lector, que la escena teatral española estaba bien surtida, tanto en su flanco convencional como en el experimental, y en ella no faltaban los grupos extranjeros audaces, como el citado Roy Hart o el Living Theatre. No diré que los espectadores estaban al cabo de la calle, pero sí perfectamente al corriente de lo que se cocía en el teatro contemporáneo, y además respondían con entusiasmo a las iniciativas, casi todas ellas privadas, que se alumbraban en muchas ciudades. Así que, en contra del cliché aludido, España, en cuanto a teatro se refiere, estaba bien ventilada, y ello a pesar o quizá debido a la presión de una censura de criterio y rigor variables.

No estaba, pues, tan encerrada en sí misma ni tan reacia a recibir influencias externas como para que un actor interpretando a Kafka y formado en el extranjero la dejara, por esas razones, muda de sorpresa. Ni el teatro moderno, ni el alemán –muchos españoles, sobre todo gallegos, estaban entonces trabajando en Alemania– ni Kafka aterrizaron como objetos extraterrestres en la España de principios de los 70.

En el artículo de Alsedo se decía que "de la nada apareció un simio que de pronto se sacó de la manga un espejo, y así, sin más, colocó a la España de Franco ante su bestial animalidad, frente a su atavismo prehistórico". Ya hemos visto que de la nada, nada, y en cuanto a calificar a la España de entonces de esa manera, y por extensión a sus ciudadanos, será mejor atribuirlo a un exceso retórico. En todo caso, la obra se estrenó, pese a haber recibido "muchos toques de la autoridad". Luego la censura no debió de concluir que fuera un espejo tan amenazador para el régimen, o simplemente se declaraba incapaz de contener una creciente marea.

Un último dato curioso avizorado en la revista: se informa de que un procurador (representante en las Cortes franquistas) había preguntado al Ministerio de Información y Turismo por qué se habían suspendido las representaciones de El círculo de tiza caucasiano,de Brecht. Respuesta: la obra no estaba prohibida y la suspensión se debía a razones técnicas. Que un procurador de aquellos se interesara por una obra como ésa es revelador de los cambios de coloración que en fecha como aquélla se percibían en la España gris.

Y es que, como confirman otros hechos, las defensas de la dictadura ya estaban bajas. No en el terreno estrictamente político, donde cualquier transgresión estaba prohibida y era penalizada de inmediato, pero sí en el de la cultura y aledaños. Una cierta permisividad de un lado y un esfuerzo arriesgado de unas minorías inquietas y activas por otro hicieron florecer grupos de teatro, cineclubs, asociaciones culturales y publicaciones diversas que expresaron y a la vez fomentaron aquella época de efervescencia social y cultural que, ahora, los Winston Smith de turno han borrado de la memoria, y pronto de la historia.

Las redes de la memoria

Y la pregunta, naturalmente, es por qué. ¿Se trata de un fenómeno espontáneo que se manifiesta a través de la extensión del tópico de la España gris, sin distinciones ni grados, a toda la época vivida bajo el franquismo? Es difícil no establecer una relación con otro que se ha ido gestado también en los últimos años, y que afecta igualmente a la imagen del pasado: la campaña por la recuperación de la memoria histórica. Como se ha analizado ya, esa campaña encubre el intento de instrumentalizar políticamente la historia a fin de legitimar unas opciones políticas –las de izquierda– y deslegitimar otras –las de derechas–. Para hacerlo se ha practicado la distorsión, la selección, la simplificación y la falsificación. Y se ha hecho con un éxito parcial. Es decir, logrando que una parte de la población tome por verdadero ese guión de buenos y malos. Y en esa parte figuran, sea por inclinaciones políticas, por ignorancia o por la comodidad de repetir el lugar común, tendencia a la que es proclive el periodismo, muchos de los que escriben y trabajan en ese medio.

Las recetas o clichés sobre la Guerra Civil, el franquismo o la República se han tragado con la facilidad con que se engulle una papilla sin grumos, y metabolizado de tal forma que ya de forma natural se constituyen en anteojeras a través de las cuales se ve todo el pasado. Por eso este fenómeno que comento puede considerarse un efecto colateral de la reescritura acometida con intenciones políticas. Las redes de la memoria histórica lanzadas para atrapar la memoria colectiva, y por ende la identidad colectiva, no están operando únicamente en las aguas de los sucesos traumáticos ni de los acontecimientos políticos, sino que se han extendido para atrapar en ellas toda la España anterior a la democracia, y si apuramos hasta más allá.

Esta mirada hacia atrás, cargada de menosprecio, tiene consecuencias graves, no sólo para la valoración del pasado, también, obviamente, para el futuro. Nos encontramos así con que al mismo tiempo que se revaloriza, desde las tribunas políticas y los medios, la época de la II República, haciéndola pasar por compendio de todas las virtudes, epítome del progreso y la modernidad y criadero de las vanguardias literarias y artísticas, se difunde una visión denigratoria de los años que, en cualquier perspectiva razonable, han de considerarse los fundacionales de la democracia española.

Es éste un síntoma que forma parte de un cuadro clínico conocido: la autonegación o autoodio, que se proyecta en forma de desprecio y rechazo sobre una parte del pasado y que ha aparecido en otras épocas de la historia española, con efectos destructivos. Constituye un elemento clave de un sector de la tradición progresista autóctona, e inspiró a buena parte de los prohombres de la República, que quisieron hacer tabla rasa de la España que les precedió, con los resultados sabidos. Ahora reaparece de un modo intelectualmente menos elaborado, como ingrediente del saber convencional que sirven los medios de masas, pero ello no le quita eficacia, sino que la multiplica.

La imagen negativa o ridícula de la sociedad española de la predemocracia que hoy salta desde las páginas de los periódicos y las televisiones no sólo es señal de que la campaña de reescritura del pasado ha conseguido que calen los tópicos en que se basa; indica, sobre todo, que éstos empiezan a desplazar a otros que estaban sólidamente instalados, como el de la valoración positiva de la Transición. Un cambio de valores que se produce en un contexto político de cuestionamiento, por no decir liquidación, del proyecto de convivencia alumbrado entonces.

Si los españoles de los 70 eran, como ahora se hace ver, unos paletos y unos cenutrios; si eran ignorantes, estaban aislados del resto del mundo y vivían en la cámara mortecina del régimen franquista en prolongado ayuno de modernidad, entonces su legado tampoco merecerá otra cosa que el desprecio. Incluido el legado político, es decir, el pacto constitucional que selló la Transición.

0
comentarios
Acceda a los 1 comentarios guardados