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¿Fue el 11-S un error estratégico de Al Qaeda?

El terrorismo es considerado hoy una lacra, una inmoralidad, algo execrable. Sin embargo, en Occidente, cuando se ha tratado de establecer una política común de lucha contra toda organización terrorista, no ha sido posible; porque, según los casos, lo que para unos era terrorismo, para otros era lucha por la libertad. En España sabemos bien de las simpatías de las que la ETA ha disfrutado entre nuestros vecinos, muy especialmente durante la dictadura de Franco, cuando la existencia misma de ésta parecía justificar los atentados. Es muy conocida la indulgencia de los norteamericanos, en especial los de origen irlandés, hacia el IRA. La izquierda siempre miró con buenos ojos a la OLP, y no le hacía demasiados ascos a las Brigadas Rojas o a la Fracción del Ejército Rojo, más conocida como banda Baader-Meinhof. Se podrían poner muchos más ejemplos. ¿Por qué ocurre esto? Para entenderlo hay que repasar los fundamentos estratégicos del terrorismo.

El terrorismo es emplear la violencia (o amenazar con hacerlo) con el fin de lograr objetivos políticos. La guerra, en general, es exactamente eso, el empleo de la violencia con fines políticos. Por lo tanto, el terrorismo es una forma de hacer la guerra, como puede serlo el bombardeo estratégico, la guerra de guerrillas, la guerra relámpago o el avance en formación de falange. Así pues, el terrorismo es básicamente un recurso táctico al servicio de una estrategia.

Ahora, de la misma manera que un ejército sólo hace la guerra si combate en favor de una comunidad que se beneficiaría del logro de unos determinados objetivos políticos, las organizaciones terroristas también combaten en nombre de una comunidad, en cuyo beneficio o para cuya protección luchan: los creyentes de una religión, los miembros de una clase social, los integrantes de una minoría nacional. Y, del mismo modo que un ejército que no tenga el respaldo de la comunidad en cuyo nombre mata y muere se convertirá en una banda de criminales dedicada al pillaje, la organización terrorista que carece de respaldo social no es más que un hatajo de delincuentes. De hecho, cuando una organización terrorista no tiene respaldo social, no constituye desafío estratégico alguno, por muy crueles que sean sus atentados, ya que los objetivos políticos que pretende alcanzar no puede lograrlos si la comunidad en cuyo nombre actúa no lo desea. Así, cuando Bervik mata en Noruega a un centenar de personas asistimos a un crimen brutal, pero los efectos políticos son casi inexistentes, porque no hay en esa sociedad suficientes individuos que compartan sus objetivos y, mucho menos, sus métodos. Arzalluz lo explicaría de este modo: el terrorismo carece de sentido estratégico cuando, por mucha fuerza que emplee en agitar el árbol la organización que lo emplea, no hay nadie dispuesto a recoger las nueces. Por eso en España el Grapo no consiguió nada mientras que la ETA ha conseguido que el País Vasco goce de una autonomía muy próxima a la independencia de facto.

El terrorismo es una forma de hacer la guerra prohibida por los tratados internacionales. Las convenciones de Ginebra sólo reconocen derechos a los combatientes que, aunque no vistan uniforme (como es el caso de los partisanos o guerrilleros), porten las armas a la vista. Las tácticas terroristas impiden hacer esto. El terrorista combate camuflado entre la población civil. Su enemigo, consciente de este hecho, pasa a contemplar a esa población civil como un núcleo de terroristas potenciales, lo cual implica considerables amenazas para la misma. Por eso las convenciones de Ginebra no establecen protección alguna para los terroristas y dejan que cualquier ejército que se enfrente a ellos los trate como sus propias leyes determinen, sin establecer ningún límite de orden internacional. Tal falta de cobertura legal tiene por objetivo desincentivar esa forma de combatir, que perjudica gravemente a la población civil, cuya protección es la máxima preocupación de los tratados.

Con todo, la verdad es que las organizaciones terroristas muchas veces despiertan simpatías no ya en las comunidades por las que combaten y luchan, sino incluso entre terceros, como vimos antes. Para que tales apoyos se desenvuelvan en el exterior al conflicto que los terroristas quieren desencadenar es necesario que los objetivos políticos perseguidos por éstos despierten simpatías y que la fuerza del enemigo sea tan abrumadoramente superior, que no tenga sentido el empleo de forma alguna de combate asimétrico distinta del terrorismo. Las minorías nacionales, estén o no justificadas históricamente sus reivindicaciones independentistas, suelen concitar enormes respaldos porque desde fuera siempre parece razonable que cada pueblo, en la medida en que tenga elementos para diferenciarse de los otros, disponga de su propio Estado. También es natural que las organizaciones terroristas –de izquierda o de derecha– encuentren apoyos entre sus correligionarios políticos exteriores. Puede entenderse asimismo que quienes son enemigos de aquellos a quienes combaten los terroristas simpaticen con éstos, sean cuales sean sus objetivos políticos.

Para entenderlo, pensemos en un acto terrorista que podría recibir nuestra aprobación. No es posible hallarlo entre los más recientes. Pero recordemos el asesinato de Reinhard Heydrich, conocido como el Carnicero de Praga y padre de la llamada "solución final" al problema judío. El 27 de mayo de 1942 sufrió un atentado, a consecuencia del cual murió unos días más tarde, perpetrado por patriotas checoslovacos entrenados por el Servicio de Operaciones Especiales británico. Se trató sin duda de un ataque terrorista, ejecutado por orden de dos hombres de inigualable prestigio, Winston Churchill y Edvard Benes. Nadie hoy diría de ellos que tienen nada en común con Osama ben Laden o De Juana Chaos. Y sin embargo aquel asesinato fue sin duda alguna un ataque terrorista, con todas sus consecuencias. ¿Quiere eso decir que el terrorismo está justificado en casos extremos? Y, si fuera así, ¿a quién corresponde el privilegio de decir cuándo lo está y cuándo no lo está?

La cuestión es que, desde el punto de vista estratégico, para cualquier organización terrorista es esencial conservar y, si es posible, incrementar los apoyos en la comunidad por la que combate y en el exterior. Si no se poseen, hay que tratar de obtenerlos. Y si se tienen hay que hacer lo posible por conservarlos e incrementarlos. A este fin, es fundamental para toda organización terrorista no excederse en el empleo de la violencia y acertar en la elección de los objetivos. No es correcta, por tanto, la estrategia de emplear la máxima violencia posible ni matar a cuanta más gente, mejor, o desplegar la máxima crueldad de la que se sea capaz. Es sabido que los atentados de extrema violencia indiscriminada provocan bajas en esos apoyos que toda organización terrorista necesita. Los excesos, cuando causan deserciones, han de considerarse errores estratégicos.

Busquemos un ejemplo en el caso de ETA, que es el que conocemos bien. El secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un crimen execrable, sin duda. Pero, además, por su extrema crueldad, constituyó un error estratégico. Es verdad que la organización estaba enrabietada por la liberación de Ortega Lara y necesitaba demostrar tan rápido como fuera posible que aún había que contar con ella. Pero el modo en que lo hizo, la crueldad con la que se empleó provocaron una reacción que a la larga le produjo muchos más perjuicios que beneficios.

Del 11-S, ahora que lo podemos analizar con la perspectiva de estos diez años transcurridos, podemos decir lo mismo.

Al Qaeda intentaba por aquella época imponer en el muy dividido mundo del fundamentalismo islámico un giro estratégico radical. Los fundamentalistas distinguen entre el enemigo cercano, los Gobiernos apóstatas que mandan en la mayoría de los países musulmanes, y el enemigo lejano, Occidente. La estrategia tradicional venía afirmando que era necesario derrotar primero al enemigo cercano, derrocando sus regímenes e imponiendo otros de corte fundamentalista o teocrático para, después, desde una base territorial sólida, combatir al enemigo lejano, a Occidente, hasta dar lugar al gran califato. Ben Laden creía que esta estrategia estaba equivocada. Pensaba que era imposible derrotar al enemigo cercano sin haber primero doblegado al enemigo lejano. Y lo veía así porque Occidente apoyaba con tal fuerza a los regímenes apóstatas, que era imposible derrotar a éstos sin antes conseguir que aquél dejara de inmiscuirse en los asuntos de los países islámicos. Por lo tanto, según él, la estrategia correcta debía consistir en obligar a los occidentales a alejarse de los países islámicos. Logrado esto, sería fácil derrocar a los regímenes apóstatas e imponer sistemas de Gobierno teocráticos. En términos prácticos esto significaba cambiar los objetivos de los atentados terroristas. No tenía sentido dirigirse contra unos regímenes que, gracias al apoyo de Occidente, eran capaces de sostenerse con independencia del alcance de los ataques que recibieran. Era necesario atentar contra Occidente directamente. Y eso es lo que empezó a hacer Al Qaeda.

El atentado del 11-S fue la cúspide de esta nueva estrategia, pero significó también su fin. A menos que los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y del 7 de julio de 2005 en Londres se consideren obra de Ben Laden, que es algo más que dudoso, Al Qaeda ya no fue capaz de perpetrar directamente atentado alguno contra Occidente. Ocurrió que la extrema violencia del 11-S provocó desafecciones entre los mismos musulmanes y la izquierda occidental, siempre dispuesta a apoyar cualquier causa que quiera manifestarse con violencia si ésta se dirige contra cualquier poder establecido. Pero peor que esto fue no calcular la reacción de los norteamericanos, el pueblo agredido.

A raíz del 11-S, Al Qaeda perdió la fantástica base territorial desde la que operaba, Afganistán. Nunca pudo llegar a organizarse de manera estable en Pakistán, pues, a pesar de contar allí con buenos amigos en los servicios de seguridad, los americanos llevaron a cabo una hábil política diplomática que puso de su parte a la mayoría del establishment local. Tras la reacción de Bush, prácticamente lo único que tenía Ben Laden para seguir desafiando a los norteamericanos era su propia vida, y hasta en eso ha fracasado. Es más, la organización ha sido incapaz de mostrarse viva tras su muerte.

Por otro lado, no sólo gran parte del fundamentalismo islámico se ha desvinculado de Al Qaeda, sino que, a la vista de los resultados obtenidos, ésta ha vuelto a la vieja estrategia de ocuparse primero del enemigo cercano –véase lo que están haciendo sus organizaciones franquiciadas en el Magreb y en la península arábiga–, olvidándose del enemigo lejano si no es para secuestrar algún occidental y obtener así dinero con el que seguir combatiendo a sus odiados Gobiernos apóstatas. Para colmo de males de los terroristas, esta lucha contra el enemigo cercano es hoy más difícil que nunca, porque Occidente está dispuesto a gastarse lo que antes no lo quería en ayudar a esos regímenes a combatir el terrorismo islámico, hoy más que nunca percibido como un enemigo común.

Pero es que, además, los musulmanes establecidos en Occidente, salvo unos pocos extremistas, creen que Al Qaeda no ha hecho otra cosa que perjudicarlos: son vigilados por la Policía, mirados con recelo por sus vecinos, estorbados en sus prácticas religiosas en algunas ocasiones...

En conclusión, el 11-S fue un error estratégico de primer orden porque sólo ha servido para que Al Qaeda se aleje de sus cada vez más improbables objetivos políticos, tanto los inmediatos, alejar a Occidente de los países musulmanes, como los últimos, crear el gran califato. Encima, Ben Laden está muerto y sus sucesores bastante tienen con evitar correr la misma suerte. Si al Qaeda tuviera un jefe de estado mayor, concluiría que el 11-S fue un desastre.

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