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Lecciones de guerra

La primera Guerra del Golfo fue la constatación empírica de que la Guerra Fría había terminado. Derrotado el "Imperio del Mal", tal y como denominó Ronald Reagan a la Unión Soviética y sus satélites, y aparentemente desacreditados sus partidarios y apologistas, parecía que nada iba a oponerse a una era de paz, prosperidad y cooperación internacional en la que, gradualmente, los beneficios de la democracia liberal, del libre comercio y de la economía de mercado acabarían extendiéndose a todos los rincones del planeta. El optimismo reinante por la caída del muro de Berlín y por el grado de acuerdo entonces existente entre las principales potencias del mundo acerca de la necesidad de garantizar un orden mundial donde no tuvieran cabida aventureros criminales como Sadam Husein hicieron a algunos vaticinar el "fin de la Historia", entendida ésta como la confrontación entre culturas, religiones, civilizaciones y modelos políticos. Se dio casi por resuelto el conflicto árabe-israelí y parecía que la ONU, por fin, iba a poder desempeñar las funciones de garante de la paz y el orden internacional para las que fue concebida. Y el rotundo triunfo de las fuerzas aliadas en la I Guerra del Golfo, serviría, según entonces se creía, como seria advertencia a todos aquellos aventureros que, despreciando la legalidad internacional y la vía del diálogo y la negociación para resolver conflictos, quisieran imponer su propia ley por medio de la violencia.

Sin embargo, en la década larga transcurrida entre la I y la II Guerra del Golfo, todas esas esperanzas se han ido desvaneciendo una por una. Aun a pesar de que la década de los 90 ha sido uno de los periodos de mayor prosperidad de la Historia reciente, y de que un buen número de países ha accedido a los beneficios de la democracia liberal en esos años, la extrema izquierda resurgió con fuerza de sus cenizas, especialmente en Iberoamérica y Europa; el conflicto árabe-israelí continuaba sin esperanza de una solución a corto plazo y la ONU no estuvo a la altura de las circunstancias, sobre todo si se tienen en cuenta la guerra de Yugoslavia y el genocidio de Kosovo.

La II Guerra del Golfo, en el marco de la guerra contra el terrorismo anunciada por George W. Bush después del 11-S y secundada por sus aliados, ha vuelto a poner de manifiesto una verdad olvidada por la marea optimista que recorrió el mundo a principios de los 90: el diálogo y la resolución pacífica de conflictos sólo es posible entre quienes se guardan mutuo respeto, no se profesan intenciones destructivas y se esfuerzan por llegar a soluciones aceptables para todas las partes. Dialogar y ceder bajo la violencia y el chantaje es la mejor forma de fortalecer a quienes, en última instancia, no desean dialogar, sino imponer.


La decepción de Oriente Medio

En ese ambiente eufórico, se creyó posible dar fin por medio del diálogo a casi cinco décadas de conflicto árabe-israelí en la Conferencia de Madrid, convocada poco después de la primera Guerra del Golfo con el objeto de que Israel, los palestinos y los países árabes llegaran a un acuerdo de paz definitivo basado en el mutuo respeto y reconocimiento. El optimismo alcanzó su punto culminante en los Acuerdos de Oslo, donde palestinos e israelíes parecieron llegar a un compromiso definitivo tras el que no habría marcha atrás. Fruto de esos acuerdos nació la Autoridad Nacional Palestina (ANP), embrión de un futuro estado árabe independiente que comprendiera los territorios de Cisjordania y Gaza; es decir, en las fronteras previas a la guerra de 1967. Las presiones del gobierno de Clinton -ansioso por pasar a la Historia como el pacificador de Oriente Medio- y el ferviente deseo de paz de la mayoría de los israelíes hicieron posible la puesta en práctica del principio "paz por territorios"; algo a lo que, por cierto, siempre han estado dispuestos la mayoría de los israelíes a condición de que ello garantizara su futura seguridad y el reconocimiento por parte árabe del derecho de Israel a la existencia.

Sin embargo, el deseo de paz de los israelíes no era compartido por los líderes palestinos. Los Acuerdos de Oslo, en los que Arafat -a quien Israel permitió regresar de su exilio tunecino, aun a pesar de haber apoyado a Sadam Husein en la I Guerra del Golfo- se comprometió a reconocer a Israel y a jugar un papel activo en la lucha contra el terrorismo, no resultaron ser más que una concesión estratégica. El viejo objetivo de la OLP, explícito en su acta fundacional de 1965, cuando Gaza y Cisjordania todavía estaban en manos árabes, siempre ha sido la destrucción de Israel. Y el acuerdo de paz siempre podía revocarse cuando las circunstancias fueran favorables a ese fin. Arafat, poco después de la firma de Oslo, puso repetidas veces como ejemplo a Mahoma, quien firmó el Tratado de Hudaybiya con sus enemigos de La Meca, con la intención de fortalecerse y romperlo en el momento oportuno, cosa que hizo en cuanto reunió los suficientes partidarios como para conquistar la ciudad. Y en este espíritu, la ANP, en lugar de emplear los poderes y territorios transferidos por el gobierno israelí para fomentar la paz y la prosperidad de los palestinos, permitió que los terroristas islámicos -entre los que también se encuentran las milicias de Al Fatah, la organización de Arafat- utilizaran Gaza y Cisjordania como base de operaciones y de reclutamiento de terroristas -previamente inflamados por la propaganda antijudía presente en las escuelas y en los medios de comunicación palestinos- para atentar contra los judíos. Aun a pesar de ello, los israelíes -bajo la lupa de una opinión pública, unos medios de comunicación y una comunidad internacional mayoritariamente favorables a los palestinos- siguieron cumpliendo con su parte del pacto, retirando sus tropas y cediendo territorios al corrupto, dictatorial y violento gobierno de Arafat.

Los gobiernos israelíes -el de Yitzak Rabin, quien fue asesinado por un extremista judío por firmar la paz con Arafat; el de Benjamin Netanyahu, quien advirtió que los acuerdos de Oslo traerían una nueva guerra; y el Ehud Barak, uno de los principales defensores de los Acuerdos de Oslo- hicieron todo lo posible por complacer a Washington -Clinton se acercaba al final de su presidencia sin que el conflicto árabe-israelí diera muestras de apaciguamiento- y mantener la esperanza de la paz. Pero no consiguieron convencer a Arafat de la necesidad de cumplir aquello a lo que se comprometió, especialmente lo relativo a la lucha contra los terroristas de Al Fatah, Hamas y Yihad. Cuando Arafat -a quien le fue concedido el Premio Nobel de la Paz por la firma de los Acuerdos de Oslo- se creyó lo suficientemente fuerte como para doblegar a Israel, provocó la ruptura del proceso planteando exigencias que ningún gobierno israelí podía satisfacer y que los acuerdos de Oslo no contemplaban: la total entrega de Jerusalén y el "derecho de retorno" a Israel de todos los palestinos que se exiliaron en 1948 y de sus descendientes (5 millones de personas, cuando la población judía israelí apenas llega a los 6 millones).

Era evidente que Arafat no tenía ninguna intención de respetar los acuerdos que firmó y que nunca había variado de intenciones respecto a la destrucción de Israel. Tan sólo necesitaba un casus belli que justificara, de cara a la opinión pública internacional, una nueva intifada. La versión oficial palestina, aceptada sin pestañear por casi toda la prensa internacional, es que fue el famoso paseo de Ariel Sharon por la explanada de las mezquitas lo provocó la intifada de Al Aqsa -algo que, posteriormente, una vez iniciada de nuevo la guerra, las autoridades palestinas desmintieron. Pero, aunque ya sería de por sí muestra suficiente de la intolerancia y la falta de voluntad pacífica palestina -y también del sesgo pro-palestino de la gran mayoría de la prensa- el que la sola presencia de uno de los líderes de la derecha israelí en la explanada de las mezquitas -donde, por cierto, estuvo ubicado el templo de Jerusalén- pueda justificar un estallido de violencia, lo cierto es que Arafat ya había estado preparando la intifada mucho antes de octubre de 2000, antes incluso de conversar con Clinton en Camp David. Y esta vez, además de las piedras, iba a contar con el apoyo de 40.000 policías armados de la ANP.

El inevitable fracaso del proceso de paz firmado en Oslo, debido a la falta de voluntad o a la incapacidad de Arafat para trabajar por la paz, provocó la caída de Ehud Barak, quien cedió todo lo que un gobierno israelí podía ceder sin comprometer gravemente su supervivencia. Las elecciones convocadas en febrero de 2001 dieron la victoria a Ariel Sharon quien, como Netanyahu, ya había advertido previamente de que, con Arafat, una paz estable y duradera era pura fantasía. Sin embargo, no fue hasta el 11 de septiembre de 2001 -un año después de que Arafat declarara la intifada- cuando acabaron de desvanecerse las esperanzas de paz en Oriente Medio concebidas tras la primera Guerra del Golfo. Fue entonces cuando EEUU tomó plena conciencia de que las presiones sobre su aliado israelí para firmar una paz precaria tan sólo lograrían fortalecer a aquellos cuyo objetivo irrenunciable es la aniquilación de judíos y "cruzados".

El mundo libre se enfrenta hoy a una nueva amenaza para su seguridad. Quizá no tan formidable como la que suponía el Telón de Acero, aunque, en algunos aspectos, es mucho más peligrosa que los misiles soviéticos, ya que éstos, al menos, se hallaban bajo el control de gentes plenamente conscientes de que de las ojivas nucleares eran verdaderamente la última carta que debían jugar, y de que su lanzamiento implicaría también la destrucción de sus gobiernos y sus estados. La amenaza terrorista a la que se enfrenta Occidente no teme la destrucción de ningún estado, como no sea aquel que -como Afganistán, Libia, Irán, Siria o Irak- arme o dé cobijo a los terroristas. Tampoco temen éstos perder la vida, porque, a diferencia del poder soviético, los terroristas son nihilistas: su objetivo no es tanto imponer sus doctrinas a sangre y fuego -que también- como destruir -sacrificando sus propias vidas con la esperanza de alcanzar las setenta huríes prometidas a los "mártires"- el modelo occidental, basado en la libertad individual, el capitalismo y la democracia liberal. Y esto último es, precisamente, lo que quiso poner de manifiesto Ben Laden con el atentado contra las Torres Gemelas, quizá el símbolo más sobresaliente de ese mundo que el nihilismo terrorista quiere destruir sirviéndose del "problema palestino" como pretexto. Por ello, la única forma eficaz de combatir esta amenaza es neutralizar o desmantelar los gobiernos que ofrecen apoyo, cobijo, entrenamiento y financiación a los terroristas; tal y como afirmó Bush tras la masacre del World Trade Center.


El resurgir de la extrema izquierda

La otra gran decepción de la posguerra fría ha sido que la caída del socialismo real y el descubrimiento de su legado de crímenes, miseria y represión no ha servido para convencer o desacreditar definitivamente a quienes se obstinan -desde un profundo desconocimiento de las leyes de la Economía, desde un marcado desprecio por la libertad individual y desde la falsificación y ocultación de la Historia- en seguir exigiendo que se intente una y otra vez el experimento colectivista. Aunque, todo hay que decirlo, ya sin las pretensiones "científicas" de generaciones anteriores, que la cruda realidad empírica les ha forzado a abandonar. Más bien todo lo contrario: desprovista de toda base y fundamento teórico racional, a la extrema izquierda sólo le queda la agitación y la propaganda sus armas clásicas-, con las que intenta lavar su imagen disfrazándose con los ropajes del ecologismo o de las ONG- y apropiarse del monopolio de los buenos sentimientos para oponerlo contra el supuesto artífice y responsable de todos los males del mundo: EEUU, principal representante y defensor del modelo occidental.

El Foro Social Mundial -una especie de nueva Komintern organizada a mediados de los noventa por Ignacio Ramonet (Le Monde Diplomatique), Bernard Cassen (ATTAC) y Lula da Silva, e inspirada por Fidel Castro (cuyo historial de apoyo, entrenamiento y financiación de terroristas deja pequeño a Sadam Husein), Noam Chomsky (uno de los más tenaces enemigos de todo lo que representa EEUU, que ha defendido a quienes niegan el Holocausto y que negó el genocidio de Camboya) y Ralph Nader (el líder del ecologismo radical en EEUU y responsable indirecto del desabastecimiento eléctrico en California)- ya había estado detrás de las algaradas antiglobalización que tuvieron lugar en Seattle, Washington y Génova. Esta nueva macroorganización antisistema, organizada, a diferencia de las rígidas estructuras jerárquicas propias del poder soviético, como una especie de confederación informal, ha conseguido aglutinar a la inmensa mayoría de los grupos y partidos antisistema de la extrema izquierda mundial que, tras la caída del muro de Berlín, habían quedado huérfanos de líderes, modelos y referentes. Y su puesta de largo ha tenido lugar, precisamente, con motivo de la II Guerra del Golfo.

El éxito que el Foro Social Mundial ha conseguido en sus convocatorias contra la guerra no podría explicarse adecuadamente si no se tuviera en cuenta que la práctica totalidad de sus líderes proviene del activismo prosoviético en la Guerra Fría, donde aprendieron todas las tácticas de infiltración, desinformación, agitación y propaganda que han empleado a fondo en esta crisis. Especialmente en España, donde la cabeza visible de esa nueva Komintern es Izquierda Unida, que patrocina o apoya organizaciones-pantalla como Cultura Contra la Guerra o la web noalaguerra.org -desde donde se coordinaron los actos de protesta y las manifestaciones contra la guerra y se incitó a la violencia verbal y física contra los cargos, candidatos y sedes del PP. Estas organizaciones-pantalla y otras muchas similares no han cesado de propalar sofismas, infundios y calumnias en contra de la guerra, de Bush, de Blair y, especialmente, de Aznar, consiguiendo lanzar a la kale borroka a decenas de miles de jóvenes estudiantes.

No obstante es preciso señalar que los principales apoyos de los que ha gozado la izquierda en la oposición a la guerra provinieron, además del mundo del espectáculo -la captación de artistas populares siempre ha sido prioritaria para los comunistas, por su capacidad de influir en sus admiradores-, del mundo de educación y de los medios de comunicación. La extrema izquierda se ha encontrado el terreno abonado: desde los largos años de la Guerra Fría, el objetivo prioritario de la izquierda, tanto en la versión prosoviética como en la socialdemócrata, ha sido infiltrar y monopolizar los centros e instituciones donde se forma la opinión pública. Y hay que admitir que su éxito en este campo ha sido rotundo y ha sobrevivido al hundimiento del imperio soviético.

El adoctrinamiento antiamericano y antiliberal presente en nuestras escuelas y universidades, al modo de un virus o una bacteria en estado latente, ha estallado violentamente en cuanto ha encontrado las condiciones favorables para su desarrollo en la guerra de Irak. Y otro tanto puede decirse de la inmensa mayoría de los medios de comunicación, que no han dudado en poner sus cámaras y sus páginas al servicio de la propaganda de Sadam, elevando la manipulación de los hechos y de las imágenes y la politización de la información a extremos vergonzosos. Como el del plante al presidente del Gobierno con motivo de la muerte del camarógrafo de Tele 5 José Couso, causada por el disparo de un blindado estadounidense, que no tuvo su equivalente contra el ministro de propaganda de Sadam en el caso de la muerte de Julio A. Parrado, corresponsal del diario El Mundo abatido por un misil iraquí. Tanto es así que, una vez acabada la guerra, el senador socialista Joaquín Leguina, ex presidente de la Comunidad de Madrid y nada sospechoso de ser proamericano, se quejó contundentemente de la falta de objetividad y profesionalidad de los medios de comunicación en su cobertura del conflicto, acusándoles con todo fundamento de haber servido de altavoces privilegiados a Sadam.

Con todo, este resurgimiento en España de la extrema izquierda -que siempre ha mostrado una olímpica indiferencia por las guerras del mundo -excepto aquellas en las que participa EEUU, incluidas la I Guerra del Golfo, la intervención de la OTAN en Yugoslavia o la guerra contra los talibanes afganos socios de Ben Laden- no hubiera tenido una repercusión tan extraordinaria en la vida política española si las tradicionales carencias del Gobierno en materia de comunicación no hubieran coincidido con un PSOE deseoso de aprovechar cualquier oportunidad de desgastar al Ejecutivo de Aznar. El aval, el apoyo y la legitimación prestada por el PSOE -que no ha tenido la decencia política de mantener la misma postura en la oposición que la que sostuvo en el Gobierno durante la I Guerra del Golfo- a las manipulaciones e intoxicaciones de IU, ha sido probablemente el principal factor del fuerte deterioro de la vida política española durante las tres semanas de guerra en Irak, que en algunos momentos llegó a recordar peligrosamente la atmósfera que se respiraba en 1934 o en la primavera de 1936.


La inoperancia de la ONU

La tercera gran decepción de la posguerra fría, que ha aflorado violentamente con motivo de la II Guerra del Golfo, ha sido sin duda la constatación de que la ONU no sólo es un instrumento ineficaz para preservar la paz y el orden internacional -habida cuenta de las más de dos docenas de guerras que actualmente existen en todo el mundo- sino que, con su estructura actual, constituye en realidad el obstáculo más serio para el logro de esos fines y el medio del que quiere servirse la extrema izquierda congregada en torno al Foro Social Mundial para imponer al mundo libre su programa y poner a cubierto a sus dictadores favoritos.

Nacida en las postrimerías de la II Guerra Mundial, la ONU fue concebida, a imagen y semejanza de la fracasada Sociedad de Naciones, como un foro mundial donde los conflictos internacionales se resolvieran de forma pacífica y democrática mediante el recurso a la persuasión, el diálogo y la negociación. Pero tan loable propósito requiere que las potencias directoras, con derecho de veto, compartan en líneas generales una concepción similar acerca de lo que debe ser un orden internacional justo y pacífico y estén dispuestas a hacer sacrificios -muchas veces a costa de sus propios intereses- para mantenerlo.

Las potencias vencedoras en 1945 (EEUU, Gran Bretaña, la URSS, Francia y China) compartían únicamente la necesidad de evitar el resurgimiento del nazismo o del militarismo japonés. Pero estaban muy lejos de coincidir en cómo había de organizarse el mundo de la posguerra, como los acontecimientos acabaron demostrando al poco tiempo con el inicio de la guerra fría en 1947, cuando la URSS impuso su yugo a Europa oriental y China, dos años después, cayó en la órbita comunista. La guerra de Corea, la crisis de Suez, la guerra de Vietnam y la infinidad de conflictos regionales que tuvieron lugar desde la fundación de Naciones Unidas hasta la caída del muro de Berlín son un indicio de la falta de unidad de criterios en torno a la cuestión fundamental.

El hundimiento del bloque comunista hizo concebir algunas esperanzas de revitalización de la ONU, precisamente porque el principal obstáculo a la unidad de criterios sobre lo que debe ser un orden internacional justo, pacífico y estable había dejado de existir; como pareció poner de manifiesto el consenso alcanzado en la guerra del Golfo. Sin embargo, la guerra de Yugoslavia y la intervención en Kosovo -sin la autorización del Consejo de Seguridad por el veto de Rusia- para detener el genocidio de Milosevic, así como la multitud de guerras locales y regionales que subsisten a día de hoy por todo el mundo, probaron una vez más -como ocurrió con la Sociedad de Naciones- que, si bien la ONU puede ser un interesante -y muy oneroso- foro de debate sobre los problemas mundiales, está muy lejos de ser un instrumento eficaz para garantizar la paz en el mundo. Mucho menos para ser fuente de la legalidad internacional.

En la crisis de Irak, tres de sus cinco potencias directoras han antepuesto sus intereses económicos y estratégicos a la salvaguarda de la seguridad y de la paz futuras. Rusia, Francia -que, junto con Alemania, no ha dudado en sacrificar la esperanza de una política exterior común en Europa basada en el vínculo atlántico con tal de dar pábulo a su marchita grandeur- y China han hecho grandes negocios con el régimen de Sadam. Irak acumula una abultada deuda externa con estos tres países, que han sido sus principales suministradores de armamento en el periodo 1973-2002 (57%, 13% y 12%, respectivamente, del total importado por Irak) y las principales beneficiarias del plan "Petróleo por Alimentos" de la ONU. Asimismo, también firmaron con Sadam contratos de exploración y extracción de petróleo que habrían entrado en vigor cuando la ONU hubiera levantara el embargo... siempre y cuando Sadam hubiera continuado en el poder.

De ahí la oposición de Francia, Rusia y China a una guerra que, esta vez sí, iba a liquidar el régimen de Sadam. Y de ahí la insistencia de franceses, rusos y chinos (y de alemanes, a quienes Sadam también ofreció prebendas petrolíferas) en que mientras Blix -quien, por cierto, fue elegido indirectamente por Sadam, con el beneplácito de rusos y franceses, por su ineptitud y falta de sagacidad- no presentara pruebas concluyentes de la ocultación de armas de destrucción masiva, había que seguir dando tiempo a las inspecciones. Un tiempo que, naturalmente, corría a favor de Sadam y de los intereses económicos de Francia, Rusia y China. No es extraño, pues, que estos tres países intentaran hacer bascular la carga de la prueba sobre los hombros de EEUU y Gran Bretaña cuando, en realidad, correspondía a Sadam -como sostuvieron estos dos países, con el apoyo de España y de la práctica totalidad de los miembros UE, con la excepción de Francia, Alemania y Bélgica- haber demostrado a los inspectores que se había deshecho de las armas de destrucción masiva descubiertas en 1991, así como de las que hubiera podido acumular adicionalmente desde que en 1998 el ya ex dictador impidiera a los inspectores realizar su labor.

Sin embargo, el mejor indicio de que Francia, Rusia y China se sirven de la ONU únicamente para defender sus intereses particulares y sus delirios de grandeza, incluso a despecho de consideraciones humanitarias, es la oposición que han mostrado a un inmediato levantamiento del embargo aun a pesar de que, con el desmantelamiento del régimen de Sadam, éste ya ha perdido su razón de ser. Para ello, se han escudado en la triquiñuela legal de que ha de ser el Consejo de Seguridad quien tome esa decisión, previo informe favorable de Blix, quien, de nuevo, tampoco podrá afirmar o negar que Irak se halla libre de armas de destrucción masiva. Ni qué decir tiene que estas tácticas obstruccionistas, cuyo efecto inmediato es prolongar la penuria de los iraquíes y retrasar la reconstrucción del país, son una herramienta de la que Francia y Rusia se valen para presionar a la Coalición, con el objeto de que se respeten las concesiones petrolíferas fraudulentas que les otorgó Sadam y de que sea la ONU -cuyo secretario general, Kofi Annan, ha llegado a calificar de "fuerzas de ocupación" a norteamericanos y británicos-, y no los EEUU, la que organice la reconstrucción de Irak y se encargue de la gestión de los pozos petrolíferos de donde saldrán los fondos necesarios para financiarla.

Si la ONU ha de ser en el futuro un instrumento al servicio de la paz y la seguridad mundial, no cabe duda de que habrá de ser reformada en profundidad. Vistas sus consecuencias, es imperativa la supresión del derecho de veto, que habría de ir acompañada por una reforma que impida el voto a las naciones no democráticas, así como su presencia en instituciones como el Consejo de Seguridad o la Comisión de Derechos Humanos, presidida esta última actualmente por Libia, todo un "ejemplo" en la materia.


Enseñanzas de una guerra

La lección más clara que puede obtenerse de la II Guerra del Golfo es que con los terroristas y con quienes les apoyan no se negocia: o se les vence y se les desarma, o se aceptan sus condiciones. Quizá la prueba más clara de esto sea que, tras la humillante derrota sufrida por Sadam y vista la firme voluntad de los israelíes de no padecer otro Holocausto, parece que los palestinos han decidido prescindir del liderazgo de Arafat y emprender el lento y fatigoso camino a la paz y a la soberanía, esta vez sí, por la vía del diálogo y la negociación, abandonando el "atajo" terrorista.

Otra enseñanza, no menos importante, es que la inversión en tecnología militar en contra de lo que suelen afirmar tanto los pacifistas de buena fe como los que sólo se manifiestan contra las guerras en que intervienen los EEUU no sólo no destruye vidas, sino que las salva. Siempre y cuando, naturalmente, la investigación y el desarrollo de nuevas armas y artefactos esté orientada por criterios morales superiores, como el de destruir objetivos militares reduciendo al mínimo el número de bajas en cualquiera de los bandos, ya sean civiles o militares. Algo que, por cierto, sólo es plenamente posible en el seno de países civilizados con gobiernos democráticos cuya máxima prioridad, tanto en política interior como exterior, sea el escrupuloso respeto de los derechos humanos. Las bombas inteligentes guiadas por satélite, el perfeccionamiento de los carros de combate, la abrumadora superioridad táctica de las fuerzas de la Coalición y la eficacia en la interceptación de las comunicaciones enemigas han hecho posible que un ejército de 60.000 hombres derrotara en apenas tres semanas a otro de 500.000 con un número asombrosamente bajo de víctimas civiles (poco más de un millar) en una población de más de 23 millones de personas. La izquierda vaticinaba el horror de una larga guerra clásica como la de Vietnam, con centenares de miles de muertos y heridos y millones de refugiados. Afortunadamente, y para desgracia de demagogos que esperaban medrar a costa de la indecente exhibición de muertos y niños mutilados, la guerra ha sido más corta incluso de lo que los cálculos más optimistas podían aventurar, y hay grandes posibilidades de que, en el futuro, los iraquíes puedan disfrutar en paz, y en el seno de un estado democrático y de derecho, de las riquezas petrolíferas que alberga el subsuelo de su país.

Finalmente, hay que llamar la atención sobre un hecho inquietante. A pesar de los aparentes abismos ideológicos que separan al terrorismo islámico de la extrema izquierda -que también sustenta sus propios terrorismos de factura clásica en Iberoamérica, donde, por ejemplo, Hugo Chávez, alumno de Castro, cobija en territorio venezolano bases de las FARC-, no hay que perder de vista el hecho de que comparten los mismos fines. Tanto la extrema izquierda como Ben Laden y los terroristas islámicos coinciden en su antisemitismo -que ha rebrotado con inusitada fuerza en los últimos años y del que Izquierda Unida ha dado recientemente una buena muestra negándose a acudir al homenaje a las víctimas del Holocausto organizado por la Asamblea de Madrid- y en el odio hacia EEUU y Occidente. Aunque también es preciso señalar y esto muestra hasta qué punto las diferencias básicas entre los totalitarismos son más bien de detalle, pero no de esencia que la extrema derecha, muchísimo menos numerosa e influyente que su polo político opuesto, comparte estas fobias y aversiones. Como, de hecho, ha podido comprobarse en Francia, donde la izquierda en bloque y la extrema derecha de Le Pen han felicitado a Chirac por su oposición a la guerra.

Si en el pasado el terrorismo de extrema izquierda y el islámico mantuvieron lazos y relaciones -por poner algún ejemplo, más de un etarra ha recibido formación terrorista en los campos de entrenamiento que Arafat mantuvo en El Líbano-, aunque más bien esporádicas, no sería extraño que en el futuro, de la mano de una extrema izquierda reorganizada, pudiera producirse una intensa colaboración estratégica o, como mínimo, una simbiosis espontánea, dirigida a socavar los cimientos del mundo libre: los terroristas aportarían las bombas, y la extrema izquierda la justificación moral de los crímenes, y quizá también alguna colaboración directa.

Ya hubo una muestra de todo esto el 11-S, cuando los intelectuales y medios de comunicación de la izquierda, entre condenas más o menos retóricas, culpaban de la masacre a las propias víctimas. Y también se ha podido ver en la II Guerra del Golfo: entre las pancartas, los eslogan y las soflamas contra la guerra no ha habido ni una sola alusión a los crímenes de Sadam, quien encarcelaba, torturaba y asesinaba a sus opositores y empleaba los beneficios del petróleo para pagar 25.000 dólares a la familia de cada terrorista suicida que hiciera explotar su cuerpo en una discoteca israelí, en un restaurante o en un autobús repleto de mujeres y niños. Puede que sea preciso en el futuro inmediato que los defensores de la democracia liberal en el mundo tengan que prepararse para luchar contra algo muy parecido a lo que padecen los defensores de la libertad y el Estado de Derecho en el País Vasco. Por desgracia, como dijo José María Aznar a George W. Bush tras el atentado contra las Torres Gemelas, España tiene una larga experiencia en la lucha contra el terrorismo. Y nadie mejor que los españoles sabe que con los terroristas no cabe negociación o componenda alguna. Aunque sólo fuera por esa razón, por imperativo de la coherencia y de la solidaridad, el apoyo prestado por el gobierno de España a la guerra contra el terrorismo emprendida por EEUU ya estaría plenamente justificado. Mucho más, desde luego, cuando se trata de colaborar en la defensa del mundo libre contra sus enemigos interiores y exteriores.

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