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España en la Habana

Eran las siete y media de la tarde del domingo 14 de noviembre de 1999. El avión presidencial, que había partido de Tegucigalpa un par de horas antes, iniciaba ya las maniobras de aproximación para el aterrizaje en el aeropuerto de La Habana. Era la primera visita de José María Aznar a Cuba, para participar en una nueva edición de la Cumbre Iberoamericana. En el aparato, además del presidente del Gobierno, viajaba su esposa, Ana Botella y la comitiva que acompañaba a Aznar. Entre otros, allí estaban, el secretario general de Presidencia, Javier Zarzalejos, el secretario de Estado de Cooperación, Fernando Villalonga y el secretario de Estado para la Comunicación, Pedro Antonio Martín.

Un colaborador muy próximo a José María Aznar reconocía: "A partir de ahora vale todo. Con Fidel Castro no se pueden hacer previsiones". Comenzaba, después de una visita oficial a Honduras, el viaje más complicado del presidente del gobierno. No iba a ser un viaje de mensajes y declaraciones, sino de gestos y de símbolos. Una guerra sorda de afirmaciones cifradas y jeroglíficos para profesionales de la diplomacia. La tensión acumulada durante muchos meses, durante varios años, iba a explotar con sordina. Una explosión controlada, pero no oculta, con efectos visibles para todo el que los quisiera advertir. La llegada de Aznar a Cuba venía precedida de un largo trayecto de acusaciones, estrategias diferentes, rectificaciones y ataques. Aznar, en los últimos meses, había llevado una estrategia sofisticada, combinando la defensa de la celebración de la Cumbre en Cuba con duros ataques al régimen castrista. Castro, por su parte, se disponía a echar un pulso. Más que utilizar la Cumbre, pretendía aprovechar la presencia del Rey de España y del presidente del Gobierno.

La Habana recibió a la comitiva española con noche cerrada, humedad en el ambiente y calor, amortiguado por las recientes lluvias. La presencia de Fidel Castro a pie de pista, en el aeropuerto José Martí, no estaba prevista, ni mucho menos confirmada, aunque no se descartaba la posibilidad. Cuando se abrió la puerta del avión, allí estaba Castro con su uniforme verde y en actitud de aparente bienvenida. Cuando José María Aznar bajó la escalerilla y se disponía a saludar a Castro, éste hizo un amago y entre bromas y veras saludó primero a Ana Botella.

Después llegaron los himnos y los honores. Rompiendo el protocolo, Castro quiso que la esposa del presidente del Gobierno estuviera allí y los presenciara también. Quince minutos más tarde tenían prevista su llegada los Reyes de España. Mientras esperaban, Aznar y Castro celebraron un breve encuentro en uno de los salones del aeropuerto. No hubo frialdad, tampoco calor. Solo educación. Cuando el aparato de las Fuerzas Aéreas Españolas que traía a los Reyes empezó a maniobrar en suelo cubano, apareció un segundo imprevisto. Sobre el fuselaje, junto a la puerta delantera, se había estampado el escudo real sobre fondo azul. Era la primera vez que un avión de estas características recibía el marchamo oficial de avión "real", distinción clara con respecto al que utiliza el presidente del Gobierno. Un signo que se podía visualizar precisamente en este viaje a Cuba, tan cargado de simbolismo y también de divergencias.

Se repitió la operación del recibimiento. Fidel Castro, esta vez franqueado por José María Aznar y Ana Botella, rompió de nuevo el protocolo. Saludó a la Reina, antes que al Rey, y luego organizó una curiosa ceremonia. En la alfombra roja y situado él en el centro, colocó al Rey a su izquierda y a la Reina junto a Don Juan Carlos; a su derecha, José María Aznar, y junto al presidente del Gobierno, Ana Botella.

Terminados los honores, parecía que todo había acabado, pero Fidel Castro preparaba otra sorpresa. Su coche esperaba para llevar al Rey a la residencia del embajador de España, donde se iba a hospedar durante su estancia en La Habana. Los dos hicieron juntos el trayecto. Mientras tanto, Aznar tuvo que esperar varios minutos mientras llegaba la caravana asignada para el presidente del Gobierno. Momentos de espera y confusión, prevista y promovida por la organización cubana.

Ya había empezado el cruce de mensajes. De hecho, se había abierto pocas horas antes cuando José María Aznar, en un encuentro con periodistas españoles en Tegucigalpa, había puesto las bases políticas del viaje. Afirmó que el bloqueo es un error que sirve de coartada para Castro. Con Fidel Castro no es posible la democracia en Cuba, y no lo será mientras Castro se mantenga en el poder. Las declaraciones fueron difundidas de inmediato por agencias, radios y televisiones y el aviso para navegantes sirvió para fijar posiciones desde el primer momento. Pero eso fue antes de llegar a Cuba, una vez en La Habana se entraba en otra dinámica. Los gestos eran la clave. Todos estaban en su puesto y sabían que no podrían cambiar la forma de pensar de los demás. El único terreno para luchar era el de esos gestos. Desde el principio, no hubo tregua.

Las primeras horas en La Habana eran muy importantes y nada se había dejado a la improvisación. La lista de detalles era larga. Mientras el Rey y el presidente del Gobierno cenaban esa primera noche en la residencia del embajador de España con el presidente de Brasil, Fernando H. Cardoso, la Reina y Ana Botella hacían lo mismo en un paladar habanero, concretamente en el mismo en que se rodó la película Fresa y chocolate, que cuenta una historia de seducción homosexual en un país en el que la homosexualidad está castigada con la cárcel y el campo de concentración. Terminada la primera jornada, los Reyes se hospedaron en la residencia del embajador de España, José María Aznar y su mujer lo hicieron en el hotel Meliá Habana.

El lunes 15 amanecía en la isla con un agradable sol caribeño. La primera cita especial de la jornada era temprana. Pasadas las nueve y media, el presidente del Gobierno, acompañado por su esposa, visitaba la casa donde residió su abuelo en los años veinte, dirigiendo sucesivamente dos periódicos de la isla. Es un edificio colonial de tres plantas, con balconadas, recién estucado en color salmón, y situado en la calle de San Lázaro. Hoy viven allí hacinadas varias familias. Aznar que visitó todas las viviendas, dejó varios regalos, todos de primera necesidad: toallas, jabón, sábanas. Desde la puerta de la casa familiar, el presidente del Gobierno envió el primer mensaje público: el futuro de Cuba hay que construirlo entre todos los cubanos, los que viven en la isla y también los que viven fuera, y en ese futuro España habrá de tener un papel relevante. Mientras tanto en la calle se fue corriendo la voz, y en unos pocos minutos se fueron congregando numerosos ciudadanos de La Habana que aplaudían a Aznar y vitoreaban a España. Una escena espontánea, que contrastaba con la frialdad controlada de pocas horas después en La Habana vieja.

José María Aznar también tenía una doble entrevista aquella mañana de lunes, un doble encuentro cargado de simbología. El presidente del Gobierno se reunía, esta vez en la Embajada de España, con un grupo de familiares de encarcelados por el régimen castrista y también con un significado grupo de disidentes. Entrevistas rápidas, pero repletas de simbolismo, por ser quienes eran y por ser donde era. Estos encuentros, junto con el ya citado desayuno en Tegucigalpa, sin duda, marcaron políticamente estos días en Cuba.

El mismo lunes, de la agenda del Rey hay que recordar su encuentro con el Cardenal Ortega, también en la residencia del embajador de España. Don Juan Carlos quiso que sus primeras horas transcurrieran con una representación de la Iglesia para conocer así una versión diferente de la situación actual del régimen castrista.

A nadie se le ocultaba que el paseo por la zona con más sabor de la ciudad se había convertido, ya antes de realizarlo, en el punto clave del viaje. Que un Rey de España, acompañado por el presidente del Gobierno, paseara por unas calles llenas de historia y de recuerdos, podría ser un termómetro del sentir y del pensar del pueblo cubano. Precisamente eso fue manipulado.

En la delegación española, se daba por segura la presencia de Fidel Castro. Su presencia habría abierto de forma oficial las puertas al entusiasmo. Castro no apareció y no hubo la menor muestra de calor. La frialdad contrastaba con el entusiasmo imprevisto y no organizado en la casa de los abuelos de José María Aznar.

El recorrido empezó en la plaza de la Catedral. Los Reyes, el presidente del Gobierno y su esposa fueron recibidos por el historiador oficial de la ciudad de La Habana, Eusebio Leal Spengler, quien los acompañó por la calle de los Mercaderes, la plaza de Simón Bolívar, la Iglesia de San Francisco, la Lonja, el Palacio de los Capitanes Generales.

Con el férreo sistema de seguridad establecido, la primera parte del trayecto fue fría y distante. Al salir de la Lonja, un estruendoso grupo de música cubana interpretaba algunas melodías en plena calle. La comitiva real se paró y aquello fue como una señal. En esta última parte del paseo, la seguridad empezó a debilitarse. Los cubanos comenzaron a acercarse y ya en la plaza de Armas, frente al Palacio de los Capitanes Generales, la multitud era considerable, los vítores y los gritos de apoyo también.

Antes, en el inicio de la calle de los Mercaderes, se pudo ver una escena que quedaría como una de las fotografías del viaje: José María Aznar se quitó la americana azul marino que llevaba aquella mañana. Al presidente del Gobierno no le gustó el control policial del paseo, no le gustó el intento de manipulación y quiso lanzar un mensaje para los de dentro y también para los de fuera. Aznar escenificó el desacuerdo: por un lado con el régimen cubano por el intento de utilización de la Cumbre Iberoamericana, por otro con los que en España habían apostado por la necesidad de una visita oficial de los Reyes a Cuba. Un gesto medido, en un ambiente en el que el protocolo no se deja al capricho. Apostando por la informalidad se cifraba el citado mensaje en las dos direcciones.

En todo caso, hubo expectación hasta el final del paseo. En el Palacio de los Capitanes Generales esperaba el llamado salón del trono. Unas dependencias construidas hace más de doscientos años, que esperaban ver de cerca a un Rey de España. El trono nunca había sido utilizado, y Fidel Castro había echado una especie de maldición: quería ver allí sentado al Rey. Don Juan Carlos conocía el envite, y llevaba pensada su respuesta: "No me puedo sentar, porque tendría que hacerlo con todos los españoles, y en este sillón no cabemos todos". Por segunda vez Fidel Castro salía mal parado. Sabía lo peligroso que era el paseo y había intentado desbaratarlo con su ausencia y con el control policial. No se quedó sin respuesta, aunque eso sí, Castro tenía más trampas preparadas.

Castro ya había enseñado sus armas. Se esperaba ahora que sus intervenciones en la Cumbre Iberoamericana, mitineras y destinadas a la justificación personal, fueran el plato fuerte. Pero la estrategia era otra, y de nuevo los mensajes ya conocidos dejaron paso a los signos y a los gestos.

Castro sólo tuvo una concesión. Fue la inauguración de la Escuela Latinoamericana de Medicina, un acto que quiso incluir en el programa oficial de la Cumbre, fuera de las costumbres habituales. Convertido en una celebración de adhesión al régimen, causó el bochorno y la hilaridad en muchos de los jefes de Estado y de Gobierno allí presentes. La retransmisión por la Televisión Nacional de Cuba fue un ejemplo de manipulación de esta cita internacional.

Cubierto el cupo de propaganda interna, Castro buscaba una imagen. La encontró aquella misma noche del lunes 15 de noviembre. En los discursos previos a la cena oficial, tenía preparado un regalo para el Rey de España: dos retratos de los padres de Don Juan Carlos cuando visitaron la isla hace más de cincuenta años. Un golpe de efecto y de emoción que el Rey le agradeció públicamente, una instantánea buscada por Castro. Luego, cuando se estaban sirviendo los vinos, Castro se puso otra vez en pie y declaró que el vino tinto era un Ribera del Duero, concretamente un Pesquera, elegido, subrayó, en honor de José María Aznar...

Ante la ofensiva de Fidel Castro la respuesta estaba preparada. El Rey, en esta misma cena oficial ya mencionada, realizó una petición clara en favor de los derechos humanos y la democracia. Las palabras, habituales en todas las Cumbres de estas características, tenía esta vez un destinatario y un escenario muy particular: Fidel Castro y La Habana.

El martes por la mañana, ya en la recta final de la Cumbre, el Gobierno apuntó con precisión. El propio José María Aznar, en una durísima rueda de prensa llena de periodistas cubanos que más que preguntas hacían reproches, declaró que no se daban las condiciones para que los Reyes de España visitaran Cuba de forma oficial. Los dos motivos en los que justificó la negativa fueron la utilización política de esa posible estancia y la inexistencia de la libertad de expresión, como había quedado de manifiesto en el relatado paseo por La Habana vieja.

Durante todo el acto, Aznar mantuvo de forma permanente un rostro impenetrable, frío, distante, muy expresivo de su distancia y su reticencia ante lo que había visto y escuchado en Cuba. Aznar, sobre todo, quiso dejar en La Habana un gesto de disgusto por el régimen castrista, sin resquicios para ninguna otra interpretación.

La escena final, la más conmovedora, tuvo lugar en los salones del hotel "Tryp Habana Libre". Llegados con cinco horas de antelación, unos tres mil españoles y sus familias esperaban a los Reyes de España y al presidente del Gobierno. En un ambiente cálido, centenares de inmigrantes llegados hacía décadas a la isla, se agolpaban para saludar a los anfitriones reales. Mucha gente, aunque, a decir verdad, menos de los previstos. La llegada, pasadas las ocho de la tarde, provoca una gran explosión de júbilo. En el escenario preparado para la ocasión, el Rey y la Reina responden durante varios minutos a los aplausos y a los vítores. Tres pasos más atrás se sitúa José María Aznar, acompañado por algunos miembros de su Gobierno. Ante la expectación general, Don Juan Carlos confiesa que los Reyes llevaban mucho tiempo esperando ese momento, pidió que Cuba se abriera a Cuba, y resonó su promesa: "Volveré".

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