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Frankenstein en Brasilia. Razón, ciencia y complejidad social

El doctor Zamenhof, médico de Bialystok, publicó en Varsovia a los veintiocho años su Lingvo internacia. Antauparolo kaj plena lernolibro (1887), donde proponía al mundo un lenguaje por él concebido –al que un día vertería el Hamlet– que había de acercar a los hombres y a las naciones. El Doctor Esperanto murió en el año de la revolución de octubre. Setenta y cuatro años después, en 1991, el estadounidense Philip Zimmermann, militante de los derechos civiles, culminó en Boulder, Colorado, el diseño de su programa informático Pretty Good Privacy, que codificaba los mensajes transmitidos por correo electrónico de modo tan endiablado que la NSA, (National Security Agency) y el FBI se vieron incapaces de desentrañarlo después de que su autor lo difundiera a través de Internet. En el fragor del golpe neocomunista contra el Parlamento Ruso, Zimmermann recibió el siguiente mensaje desde Letonia: «Phil, quiero que sepa que, si la dictadura accede al poder en Rusia, su PGP (Pretty Good Privacy) está en estos momentos ya por todas partes, desde el Báltico al Extremo Oriente, y ayudará a los que quieren luchar por la democracia.»

Los asombrosos Zamenhof y Zimmermann, desde la soledad de su labor paciente, son casos memorables de asunción del espíritu de su tiempo. Los une el acometer proyectos desmesurados ligados a los signos. Los separa el encarnar valores opuestos. Sus signos, como veremos, en un caso aspiran a ser significantes y en el otro se conforman con su condición de mero disfraz de los significados. El primero impone significados mientras que el segundo los preserva de cualquier receptor distinto al elegido por el emisor. La radicalidad de ambas empresas, paralelas y contrarias, proyecta a sus autores hacia la metáfora, y los códigos que uno y otro han producido acompañan e ilustran dos paradigmas vertiginosamente distantes.

En el mundo de Zamenhof, sin que él lo prevea, se agolpan los modelos universales y unitarios, las masas, la superstición cientifista, las utopías, el marxismo y el anarquismo, la fe en el progreso, la gran marcha que avanza y que constituye el kitsch de la izquierda según Kundera; cree estar llamado por un destino ineluctable a reconstruir la torre –otra torre, erigida sin planos– con los cascotes que cubren el suelo de Babel. Pero todo es un sueño. En realidad habita un reino unidimensional, el escenario crepuscular de la Razón ilustrada, envejecida, irremediablemente trastornada por un devenir histórico teñido de sangre y a punto de inaugurar la devastación final. El legado de Zamenhof se empeña en reducirse a la imagen de un puñado de combatientes aprovechando las horas de tregua para repasar su tortuoso vocabulario. El esperanto acabó despertando la sonrisa indulgente, la compasión, la nostalgia (las afiladas críticas de Ernesto Sábato convierten al autor de El Túnel en una excepción de mención obligada). Aún hoy, cuando se les rescata del olvido, los esperantistas son recordados como los paladines de una quimera ingenua. Pero conviene no llamarse a engaño: su plan fue monstruoso.

Su plan fue tan monstruoso como el de los buscadores del homúnculo de las novelas góticas: sueños –pesadillas– de la razón; anhelaban perpetrar un acto contra natura, suplantar la creación. Crear un lenguaje (¡un lenguaje universal!) no es sólo un proyecto tan descabellado como crear un ser humano artificial: es un proyecto similar. La vida y el lenguaje son igualmente misteriosos, y el diccionario del esforzado esperantista no es menos escalofriante que los improbables artilugios del Doctor Frankenstein o los pabellones del califa Vathek, el personaje de William Beckford que aspiró a la omnisciencia. A raíz de unos versos de Wystan Hugh Auden que contienen la afirmación «El tiempo adora al lenguaje», Joseph Brodsky ha escrito: «...el lenguaje es superior o más antiguo que el tiempo, el cual es, a su vez, más antiguo y mayor que el espacio.» (Complacer a una sombra). Descubrimos en el prometeico Zamenhof a Frankenstein, una excrecencia de la misma Razón ilustrada que la escuela de Frankfurt ve desembocar en Auschwitz. («La Ilustración siempre aspiró a liberar a los hombres del temor y a establecer su soberanía. Sin embargo, la tierra enteramente ilustrada irradia el desastre triunfante.» Adorno y Horkheimer, La dialéctica de la Ilustración).

¿Pero hubo una razón que no condujera necesariamente a Auschwitz? ¿Cabía esperar un tren en la estación de Occidente que circulara en dirección contraria? Sí; para su localización, Antonio Marzal propone lúcidamente –en otro contexto– el concepto de razón razonable, alternativa a las diversas variantes de la razón unitaria, ramificadas históricamente en las soluciones marxista, anarquista y fascista. Frente a estas razones de sujeto unitario (sujeto que, sin importar el maquillaje retórico, siempre termina siendo el Estado), la razonable es una razón de sujeto plural, y en ella está presente la razón de cada cual, en un conflicto con las demás que no impide la participación, obteniéndose la única resultante admisible a la luz de los presupuestos básicos de las sociedades democráticas. Contrariamente a lo que ocurre en los esquemas marxista y fascista, la razón razonable no opera, estrictamente, en términos de racionalidad; tiene la racionalidad como horizonte. Tiende a ella sin alcanzarla o, mejor, desde la premisa de que es inalcanzable. Pretender otra cosa ha llevado siempre en la práctica a la conculcación de la libertad –de las libertades–, al desconocimiento del individuo como ser provisto de independencia y dignidad. La idea que subyace a esa construcción teórica apela, en definitiva, al mismo tipo de razón que se ha ido abriendo camino, a través y en contra de los diversas proyectos totalitarios, desde los gérmenes políticos del liberalismo para alcanzar hoy su expresión más elaborada. Pero también su expresión más acuciante.

Al terminar el segundo milenio vimos asomar imperativos que nos eran desconocidos. Tan desconocidos como las novísimas realidades que los sustentaban. Con fatalidad milenarista, los años siguientes trajeron consigo un cambio de paradigma –si se me permite el abuso de Kuhn– llamado a desbordar a cuanto observador se empecinara en aferrarse a los viejos esquemas de izquierda y derecha. Y, por lo tanto, como están demostrando los hechos, especialmente a esa engreída izquierda europea que ha renunciado a la inteligencia y que sigue esgrimiendo, de forma cada vez más penosa, lo que fue un poderoso modelo teórico y ya no es más que una colección de prejuicios. Fue a las puertas del nuevo paradigma y del nuevo milenio cuando comenzaron a surgir iniciativas espontáneas, muchas veces individuales, que, desde diversos ámbitos, apuntaban hacia un mismo objetivo genérico: evitar la homogeneización de lo heterogéneo (en contra de lo que sostienen los antiglobalizadores en su más flagrante mentira), arrancar de una vez por todas las vías férreas del trayecto con destino a la estación final de Auschwitz y las de sus variantes a Siberia; desenmascarar en adelante cualquier falacia de redención colectiva.

Vaclav Havel denunció en un artículo, con la sencillez de los inocentes, que: «La relación con el mundo que la ciencia moderna promueve parece haber agotado su potencialidad. Resulta cada vez más claro que a esa relación le está faltando algo, pues no acierta a conectarse con la más intrínseca naturaleza de la realidad ni con la experiencia natural del hombre y, de hecho, es más una fuente de desintegración y dudas que de integración y de sentido.» (El doloroso parto de una nueva era). Pero quizá Havel se refiriera a la ciencia mecanicista, y acaso su opinión respecto al agotamiento de la potencialidad de la ciencia moderna en su relación con el mundo variaría si se hubiera fijado en la obra del Premio Nobel de Química de 1977. Ilya Prigogine, fallecido el año pasado, está llamado a alterar y enriquecer la visión del mundo de científicos y filósofos, sociólogos y psicólogos, filólogos y economistas, al proponer la aplicación de los conceptos propios de la complejidad, y en especial su fenomenal hallazgo de las estructuras disipativas (o los mecanismos de aparición de orden en situaciones alejadas del equilibrio) a todos los órdenes del conocimiento, llamando a una alianza entre las ciencias duras y las ciencias humanas (La nueva alianza. I. Prigogine e I. Stengers, 1994).

Sirva esta referencia para acallar las previsibles voces de rechazo que suelen alzarse cada vez que alguien echa mano de categorías propias de las ciencias duras para abordar realidades sociales. Diré también que un liberal no puede desconocer a Popper, y que este no es sólo el autor de La sociedad abierta y sus enemigos o La miseria del historicismo, sino también el de La lógica de la investigación científica. Su pensamiento, su obra, es inconsútil, como comprenderá quien lea su autobiografía intelectual Búsqueda sin término. El propio Prigogine era un virtuoso pianista y un erudito en historia del arte, y no dejaba de serlo cuando revolucionaba la física (aunque su Nobel fuera de Química). Al contrario, la interdisciplina va en él mucho más allá del uso de metáforas. Ni Karl Popper alteraba su concepto de libertad cuando confinaba para siempre la ley científica a la categoría de hipótesis falsable. Es más, gracias a esa unidad de conocimiento fue capaz de vaticinar el fracaso del comunismo, en pleno apogeo de Stalin, mediante puros argumentos metodológicos relacionados con la falta de libertad de expresión, que impedía la crítica y el ensayo y error.

Llegados a este punto, y con el fin de disolver cualquier duda respecto al alcance y sentido que aquí se da al término «científico», son necesarias algunas puntualizaciones. Es alarmante que algunas de las doctrinas más lesivas para la dignidad humana hayan enmascarado sus propuestas bajo el calificativo de científicas. Los distintos racismos lo han hecho casi sin exclusión. También Marx, que utilizó el mismo expediente para marcar distancias respecto a Owen, Saint Simon, Fourier y Proudhon, etiquetados por contraste para siempre como socialistas utópicos. Mucho se ha escrito a estas alturas para desmentir las pretensiones científicas del marxismo. Quizá demasiado; cualquier lector atento debería tener suficiente con la implacable refutación que ya en el siglo XIX hizo Böhm Bawerk de la teoría marxiana de la explotación, o con la citada La miseria del historicismo de Karl Popper, para acabar con la broma.

En el ámbito específico de la teoría de las organizaciones, el ejemplo más clamoroso de abuso del adjetivo «científico», desde el mismo título de su obra fundamental, es el de Taylor y sus Principios del management científico, al cabo una expresión sectorial de la ingeniería social. El hombre no dejaba de ser un ingeniero y la materialización de su modelo acabaría inspirando el film Tiempos Modernos. Como Charles Chaplin no era un teórico sino un cómico genial, en vez de acabar con la broma empezó con ella. A la vista de los incombustibles residuos marxistas en el panorama ideológico y político actual, está claro que Böhm Bawerk y Popper no tuvieron tanto éxito como Charlot.

En la organización taylorista, el trabajador es un puro engranaje, y es cometido del gestor regir unos procesos de trabajo tales que cada individuo realice una y sólo una tarea simple, repetida hasta la saciedad. Como observa Antonio Escohotado en su muy recomendable obra Caos y Orden, no era infrecuente en la industria taylorista que «un error cometido en las divisiones superiores se propagase en cascada sobre las inferiores, produciendo miles o docenas de miles de aparatos o piezas con algún defecto capital». Ese fue sin embargo el modelo industrial por excelencia, con ciertas correcciones en su aplicación, pero no en su concepto, durante gran parte del siglo XX. El concepto sólo cambió realmente a partir de la extensión de los principios organizativos de la llamada producción flexible de Taiichi Ono, de Toyota, que datan de la década de los cincuenta. A partir de las ideas de este otro ingeniero, el diseño de los procesos se basaría en la interactividad y en la retroalimentación fluida de información. El cambio sería ciertamente radical. Sus ventajas, inmensas. De entrada, permitió a las empresas adaptar mejor su producción a las fluctuaciones en la demanda. Al mismo tiempo, los trabajadores dejarían de ser una masa inerte para convertirse en sujetos responsables de los resultados finales de su trabajo. Por citar la diferencia más clamorosa con el modelo anterior, a partir de la aplicación de la producción flexible en Toyota, cualquier trabajador podría detener la factoría entera al detectar un fallo. Ono hizo posible la conversión de cada planta industrial en un verdadero sistema cibernético, dado que la información se transmitía y regresaba constantemente y sin impedimentos para adecuar al máximo la actividad a contingencias y avatares.

Sin perder de vista que lo anterior se refiere a la organización de factorías, es un hecho que tanto en la división del trabajo taylorista como en la producción flexible se traslucen concepciones de fondo más ambiciosas que extienden su influencia a la entera organización del trabajo en las empresas, cualesquiera que sean sus actividades. El reto en nuestros días es seguir avanzando hacia la coincidencia de las necesidades organizativas con los intereses de las personas que constituyen la organización. El salto es monumental; ya no se trata sólo de que introduciendo mayor libertad en el sistema se incremente la productividad. Es decir, no se trata de profundizar en el incrementalismo. El verdadero desafío consiste en aprovechar la valiosa espontaneidad de los individuos que trabajan bajo una misma marca, no necesariamente bajo un mismo techo, -incluso bajo marcas aliadas- en toda su plenitud. Aprovechar su creatividad a la hora de idear nuevas soluciones, aprovechar su sensibilidad para presentir las tendencias de los mercados o para fidelizar clientes.

El modelo de Taylor no era cibernético porque le faltaba el requisito indispensable del flujo y reflujo de información. El de Ono, sí. El modelo que ahora está naciendo dejará de serlo a pesar de llevar al extremo la fluidez de información en todos los sentidos. Lo que está a punto de perderse para siempre es la otra característica de los modelos cibernéticos: la existencia de una inteligencia rectora que centraliza y dirige el sistema.

Como es natural, este paso más allá, hacia la verdadera organización reticular, se da y se seguirá dando antes en las empresas de servicios, aunque esto sólo es cierto si focalizamos nuestro análisis en la empresa concreta como sistema social. Si ampliamos el campo de observación, nos daremos cuenta de que la industria tradicional ha estallado en una pluralidad de sistemas empresa interrelacionados, y que cada vez cobran mayor importancia la externalización y las alianzas estratégicas entre competidores. Y sospecharemos que el objetivo final, declarado o no, consciente o no, de las firmas industriales consagradas es devenir empresas virtuales, una especie de agujeros negros que sin ocupar espacio físico concentran una extraordinaria densidad de conocimiento. Algo coherente, por otra parte, con las consecuencias últimas de la era digital.

La empresa del nuevo modelo es una organización de emprendedores completamente abierta al entorno, con el que intercambia sin cesar información y energía, es un subsistema eficiente incardinado en un sistema industrial ubicado a su vez en un suprasistema económico-social. La empresa del nuevo modelo es tanto más valiosa en la medida en que lo que produce se adapta mejor y más deprisa a una demanda crecientemente exigente e informada. Además es expansiva, desborda los esquemas que conocemos y se propone avanzar hasta límites ayer inimaginables en su relación con el mercado y con la sociedad en general.

Ya hemos apuntado que uno de los malentendidos habituales en el actual debate ideológico pasa por confundir, más o menos intencionadamente, globalización con uniformización u homogeneización. Nada más lejos de la realidad; lo cierto es que nunca antes en la historia el individuo había tenido tantos medios como ahora para dar a conocer sus peculiaridades y desarrollarlas hasta conferirles la solidez que sólo proporciona el intercambio. El escenario del nuevo paradigma podría simbolizarse perfectamente mediante la imagen de una galaxia en crecimiento formada por infinidad de estrellas, las genuinas aportaciones de innumerables individuos.

Muchos pretendían hacernos creer, no hace tanto, que el uso de Internet y de los teléfonos móviles nos uniformizaría. La cosa no habría pasado de una broma si no fuera por la intención retrógrada que el tópico encerraba. Los difusores de esa idea eran los mismos que vienen advirtiendo contra un supuesto pensamiento único. Los nuevos tiempos vienen preñados de paradojas, y una de las más sangrantes es que estos agoreros se valen hoy mejor que nadie de Internet y de los teléfonos móviles para montar sus revoluciones de fin de semana. Pero la mayor paradoja es que se pretenden progresistas.

Una confusión similar se vivió en los meses posteriores a las primeras reformas de Gorbachov en la extinta URSS, a mediados de los ochenta del siglo pasado. En aquellos momentos, los medios occidentales no sabían si debían llamar reaccionarios a los comunistas recalcitrantes que se oponían a las reformas y progresistas a quienes acabaron con el sistema comunista, o viceversa. No dejaba de ser divertida esa prueba palmaria de que los esquemas y categorías con que nos explicábamos el mundo ya no servían. Su mantenimiento en pleno siglo XXI es un disparate y refleja la pereza mental de una intelectualidad abotargada.

Hoy, decíamos, se da una confusión parecida a la que provocó la perestroika. A los proteccionistas más reaccionarios les da por presentarse como progresistas solidarios con el tercer mundo, y los medios de comunicación europeos no sólo parecen creerles sino que adoptan su discurso y sus prejuicios. Así, la mayor parte de la prensa del continente, alentada por círculos intelectuales básicamente universitarios e indefectiblemente afrancesados (algunos sin saberlo siquiera), justifican desde sus tribunas de papel una inútil cruzada contra el hombre libre (¡quién se lo iba a decir!), contra la explosión de las individualidades y contra la entrada en el escenario económico mundial de los países más desfavorecidos. Países cuyos intereses ellos dicen defender.

En el fondo del discurso de la antiglobalización se combina la superstición nominal con la mentira argumental. Si su superstición preferida es la que se refiere al malvado «neoliberalismo salvaje», su único argumento, por lo demás falso, es esa supuesta uniformización a la que estaría conduciéndonos la globalización. Como falso y fraudulento es el modo en que manejan las estadísticas para acompañar su segunda cantinela favorita: con la globalización, los pobres del mundo son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos. El catedrático de la universidad de Columbia Xavier Sala i Martín ha necesitado menos de diez páginas de su obra Economía Liberal para no economistas y no liberales para desenmascarar tal falacia: cuando los antiglobalización hablan de los pobres y los ricos no se refieren a personas, como todo el mundo entiende, sino a países. Pues bien, lo que las estadísticas demuestran a las claras es que las desigualdades entre personas se vienen reduciendo en el mundo en una tendencia constante desde 1978. Las desigualdades entre países aumentan desde entonces por dos razones básicas: primera, el enriquecimiento de la mayoría de estados, muy especialmente China e India, que acogen a una tercera parte de la humanidad y que se benefician precisamente de su apertura a los intercambios mundiales; segunda, el empobrecimiento de un grupo de estados, los que aún sufren economías planificadas socialistas o son sistemáticamente desangrados por sus dictaduras para financiar guerras. Esta es la realidad, digan lo que digan los torticeros informes de Desarrollo Humano que perpetra ese cadáver andante, aunque bien corrupto, llamado ONU.

En 1999, Seattle nos dejó una curiosa fotografía del egoísmo protagonizada por el hombre que se ha ganado con todo derecho el título de padre de la antiglobalización. Monsieur Bové, famoso por querer acabar con un restaurante McDonalds a pedradas, y uno de los hombres más respetados de Francia, se paseó por los aledaños del recinto donde se celebraba la reunión de la Organización Mundial del Comercio con un gran queso de roquefort en la cabeza. La OMC debía proceder, en teoría, al derrumbe de las últimas barreras a los intercambios económicos mundiales. No pudo ser, y esa batalla la ganaron los reaccionarios con camisetas del Ché. Bové es un conspicuo defensor del proteccionismo, de la violencia justa (¿cuál no lo es para el violento?), de las subvenciones y de los privilegios de los países ricos frente a la irrupción de los productos y de la mano de obra cualificada (pero ¡ay!, más barata) de los países pobres en la escena mundial. Por increíble que parezca, el quesero de Roquefort es un personaje público que levanta oleadas de admiración, que fue apoyado por el mismísimo presidente de la República a raíz del alboroto creado por su visita a McDonalds y que goza de la simpatía del ochenta por ciento de sus compatriotas según las encuestas.

Conviene no olvidarlo aquí, porque quienes mantienen caliente el caldo antiglobalizador, aquellos círculos y medios retrógrados a los que nos referíamos, lobos disfrazados de caperucitas solidarias, tienen un fuerte ascendiente sobre la mayoría de diarios, emisoras de radio y canales de televisión de nuestro país.

La nueva economía no ha necesitado de un corpus teórico legitimador para avanzar e instalarse, y sus reglas de juego ya han sido asumidas de facto por la totalidad de agentes económicos corporativos, así como por los segmentos más dinámicos de la población. La nueva economía define una revolución y se presenta como una de las caras más vistosas de un auténtico cambio de paradigma. Aunque hay que aclarar que la acepción que aquí se da a la expresión «nueva economía» es más amplia de lo habitual –tan amplia como sus dos términos exigen– e incluye las nuevas tendencias del management estratégico, las nuevas formas de relación entre empresas y clientes, las nuevas modalidades de competencia, el protagonismo del conocimiento, la imparable externalización, etc. Hay que advertirlo porque la expresión «nueva economía» se utiliza generalmente con más corto alcance, refiriéndola únicamente a las empresas tecnológicas y, más concretamente, a su impacto en el mercado bursátil. Desde principios de 2000 hasta principios de 2003 las bolsas españolas perdieron 100.000 millones de euros. En el origen de la caída se encontraba el conocido «pinchazo de la burbuja tecnológica». Entiendo que después de esa catástrofe, de la que han sido víctimas millones de inversores, la expresión «nueva economía» no resulte muy simpática. Pero el gran cambio en las reglas de juego planetarias justifica el uso de la expresión. Hay una nueva economía como hay una nueva sociedad y como pronto tendrá que haber una nueva política.

Un amplio debate teórico habrá de acompañar necesariamente esta revolución que no sólo ha conmocionado las empresas y los intercambios, sino, lo que es más importante, también los valores y el modo en que los individuos conciben y planifican su vida, sus relaciones y creaciones, su huella en el mundo. Porque el cambio tecnológico, aunque motor de la revolución, no es su verdadero protagonista. Los historiadores vienen debatiendo largamente acerca del rol de la tecnología como causa o como efecto de los cambios históricos. No hay acuerdo. El tema es apasionante, pero desborda mi intención. Limitémonos a constatar que en este contexto, conmocionado y turbulento, la tecnología de la información no es el tema central. Inesperadamente, el protagonismo lo ostentan los valores y las emociones.

Al permitir la presencia en el escenario mundial de todo tipo de actores –en el terreno de los negocios, las ideas, el entretenimiento–, y al favorecer la irrupción de pequeños agentes en áreas de actividad económica y social antes reservadas a organizaciones estructuradas en burocracias, la globalización ha trocado las reglas del juego. El juego siempre tiene que ver con intereses, y los intereses de una organización convencional podían modelizarse en el pasado en términos básicamente cuantitativos. Así nacieron las distintas herramientas que nos permitían aprender las reglas. Entre las más útiles (y menos cuantitativas, aunque no renunciaba a serlo) estaba el márketing clásico, que ciertamente arrancaba de apreciaciones psicológicas. Pero se ocupaba de la psicología de los consumidores, de la estructura de sus decisiones, de sus conductas observadas o esperables. La radical diferencia es que hoy debemos contar también con la vertiente psicológica de la empresa.

¿Una psicología de la oferta? ¿Cómo es posible? Lo es porque cada vez más las empresas son, en su concepción y trayectoria, inseparables de los individuos emprendedores que las crean. Valiéndose de las nuevas posibilidades tecnológicas, aprovechando los cambios liberalizadores en el entorno, buceando en un océano de información (esto es, de oportunidades) y beneficiándose de una revalorización sin precedentes del conocimiento como factor competitivo esencial, los individuos pueden avanzar hasta convertirse en agentes relevantes sin desvirtuar la estructura emocional que un día les llevó a emprender sus proyectos y a sentarse a la mesa de juego global.

Los sistemas sociales son perfectamente comparables a los sistemas vivos, como saben los teóricos de las organizaciones que utilizan las ideas de los biólogos Maturana y Varela. Es importante comprender algunas cosas para alcanzar una mínima intuición acerca de la imposibilidad sistémica de regular y gestionar con éxito cualquier sistema social (un país, una ciudad, una gran empresa) sin tener en cuenta su complejidad y la no linealidad de sus reacciones, sin respetar la espontaneidad y la capacidad de autorregulación, a las que tan resistente sigue siendo la izquierda en la práctica. Conviene pues conocer algunos principios esenciales para establecer el símil biológico: hasta Prigogine, solía considerarse la vida como una anomalía, como una excepción en el universo. La obligada referencia inicial para aproximarse a los sistemas vivos es ¿Qué es la vida? (1945), del Premio Nobel de Física Erwin Schrödinger. La obra, que elude en lo posible el lenguaje científico, afirma que lo vivo se alimenta de entropía negativa. Es decir, contrarresta mientras puede el inapelable segundo principio de la termodinámica, que condena a todo lo que existe a acabar en situación de equilibrio. (Para los seres vivos, el equilibrio termodinámico es sinónimo de muerte.) Aunque en su origen el segundo principio describía sistemas aislados, la influencia capital de la termodinámica se da hoy en la biología.

Para comprender el segundo principio, lo mejor es que nos lo cuente un especialista; el profesor Jorge Wagensberg lo explica así en Ideas sobre la complejidad del mundo: «Existe una magnitud S, llamada entropía, que sólo puede crecer durante el desarrollo de cualquier transformación de energía, de forma que, transcurrido un tiempo suficientemente largo, alcanza un valor máximo que caracteriza el estado final llamado de equilibrio termodinámico, estado en el que ningún proceso que altere el valor de S es ya posible.» A partir de Boltzman, la entropía se entenderá como el desorden del sistema. Es perfectamente posible por lo tanto interpretar la incorporación de entropía negativa que Schrödinger atribuye a los seres vivos como la necesidad de robar orden al entorno. Y aquí ya intuimos lo bien que puede funcionar la analogía sistema social-organismo.

Wagensberg nos dice que «los sistemas vivos son, ante todo, sistemas termodinámicamente abiertos, es decir, intercambian materia y energía con su ambiente. (...) Los sistemas abiertos deben evitar las situaciones de equilibrio.» Una situación estable de no equilibrio es lo que se conoce como estado estacionario, en la cual el sistema, al ser abierto, puede disipar su entropía al exterior. Siguiendo al profesor Wagensberg, «De este modo la variación total de entropía es nula, y el sistema mantiene su estructura constante. Si se aísla un ser vivo, privándole del intercambio de masa y energía, el segundo principio no perdona: el sistema se dirige a su estado de equilibrio que es el sinónimo de la muerte biológica.»

Schrödinger, citado por Karl Popper en Búsqueda sin término, explica: «El mecanismo mediante el cual un organismo se mantiene estacionario en un nivel sensiblemente alto de orden (=nivel de entropía sensiblemente bajo) consiste realmente en succionar continuamente orden de su ambiente». Y Popper apostilla entonces algo del máximo interés: «Yo negaba, y niego todavía, la tesis de Schrödinger de que esto sea lo característico de la vida, o de los organismos; porque todo ello es válido para toda máquina de vapor. De hecho, de toda caldera hirviente y de todo reloj automático puede decirse que están succionando continuamente orden de su ambiente. Por tanto, la respuesta de Schrödinger a su propia cuestión no puede ser correcta: alimentarse de entropía negativa no es el aspecto característico de la vida.»

Creo que era necesario citar estos precedentes para llegar a comprender la importancia de la teoría autopoiética de Maturana y Varela. Me atrevo a sugerir que lo que Schrödinger rozó ha sido alcanzado por ellos: la respuesta acerca de lo característico de la vida. ¿Y qué es? La regeneración de sus componentes por parte de un sistema autónomo. Aquí el preclaro Popper no podría decir que una máquina de vapor o un reloj hacen lo propio. Pero un sistema social sí que puede. Una familia o una empresa, por ejemplo, se comporta todo el tiempo como un sistema vivo. Lo imita. Lo imita necesariamente porque sus decisores son seres vivos que sólo pueden comportarse como tales, que saben que de lo que se trata es de sobrevivir (lo saben estructuralmente, lo sabe un bebé), que pilotan, monitorizan y vehiculan culturalmente como pueden las interacciones con los sistemas del entorno, succionando entropía negativa, robando orden, para mantenerse lejos del letal equilibrio. Y regenerando sus componentes. Sometidos, eso sí, a la determinación estructural.

Maturana y Varela conciben la relación entre sistemas como «una historia de interacciones recurrentes que conducen a la congruencia estructural» de dichos sistemas. Todo esto ocurre debido a otro principio que ellos han denominado emparejamiento estructural. En dicho proceso, cada uno de los sistemas concernidos sufre cambios estructurales que son el resultado de su necesidad de coadaptación.

Esta visión, aplicada al estudio de los sistemas sociales como sistemas abiertos que interactúan sin cesar con otros sistemas, es ciertamente poderosa. La determinación estructural y el emparejamiento estructural nos permiten acercarnos a las razones intrínsecas del cambio sin ninguna necesidad de recurrir a tantas explicaciones psicologicistas como inundan, por ejemplo, la literatura del management. Las gafas sistémicas, en su variedad autopoiética, son especialmente apropiadas cuando tratamos de comprender por qué y cómo cambian las ciudades o las organizaciones.

Volviendo al ámbito de la literatura de empresa, que hoy desborda los anaqueles de las librerías con sus robos de quesos y sus violaciones de Platón, Maquiavelo y Leonardo, una vez contemplamos la realidad organizacional a través de los cristales teóricos de Maturana y Varela, nos será muy difícil seguir hasta sus últimas conclusiones a la mayoría de autores, apegados a la lógica y al lenguaje del voluntarismo y encastillados en supersticiones motivacionales.

La dimensión sistémica del cambio, ineludible si pretendemos entender o manejar las transformaciones de los sistemas sociales, puede alejar a quienes necesitan poner siempre un rostro, un autor o autores, a los cambios. Sin embargo, la recompensa vale la pena, pues la luz que arroja la teoría de sistemas, y en especial los sistemas autopoiéticos, aun al coste de mantener todo el tiempo una analogía con los organismos vivos, permitirá observar la interacción de cada sistema social con los sistemas de su entorno de forma dinámica y otorgará al factor estructural la importancia que casi nunca se le ha reconocido.

La imagen –o debería decir el ensueño– que dio origen a este escrito fue la súbita mezcla de dos proyectos personales y opuestos separados por un siglo: el de Zamenhof y el de Zimmermann. Podría no tratarse de un absurdo capricho del subconsciente. La monstruosa empresa del primero, la creación artificial de un idioma universal, refleja en realidad, como en la novela de Mary Shelley, la incapacidad para aceptar la lógica de lo complejo. Es, disfrazada de gran consecución humana, la misma negación de la vida y de la libertad que subyace en todos los modelos de la razón unitaria. Un monstruo similar, en forma de ciudad, ilustrará para siempre la soberbia de la ingeniería social y de la planificación. Cito a Ilya Prigogine: «El mundo físico, tal como lo conocemos actualmente, es menos manipulable de lo que preveía su lectura clásica. Sucede igual, a fortiori, con las sociedades humanas. (...) En mi visita a Brasilia, he visto un modelo urbano estereotipado: diseñar una ciudad, a modo de un pájaro que aterriza, es inmovilizarla y despreciar la creatividad de las generaciones futuras.»

Digamos de una vez que el futuro no está implícito en el presente, que no hay modo de vaticinar lo que nos depara el paradigma recién estrenado, y que sería tan huero como incoherente con los cimientos teóricos de este escrito improvisar un puñado de tendencias por venir. Además, aunque fuera sobre premisas nuevas –exentas de los enojosos lugares comunes que aún repiten como hipnotizados los últimos desechos intelectuales de la divina izquierda occidental– no creo que la elaboración más o menos detallada de un escenario supusiera más que un estorbo argumental a lo verdaderamente relevante: el mundo se acabó al sobrepasarse el mojón que indicaba el cambio de milenio. Francis Fukuyama advirtió en su día, despertando hostilidades sin cuento, del fin de la historia. Se quedaba corto. Se trata del fin del mundo. Alguien querrá inmediatamente denunciar la metonimia: ¡Ah, en realidad nos habla del fin de un mundo!: el de los que tratan de transitar por el tercer milenio con el viejo equipaje teórico del siglo XIX; lo apocalíptico, lo milenarista del escrito es pues mero recurso de estilo. ¿Seguro?

El primer principio del Kybalion, atribuido al legendario Hermes Trismegisto y profesado por todos los solipsistas, nos dice que todo es mente, el universo es mental. Desde siempre lo han sabido los magos y los artistas, los esotéricos de toda especie, los empiristas ingleses y sus exegetas. Si ese primer y fundamental presupuesto es cierto, es un genuino fin del mundo lo que ha sucedido en las cabezas de todos los que, con desespero creciente, siguen mirando atrás balbuceando explicaciones de emergencia para un entorno que ya no los conoce.

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