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Los muertos

El éxodo de los albanos de Kosovo les habrá recordado a muchos otra huida, la de los españoles hace ahora exactamente sesenta años, al final de la guerra civil. Dentro de algún tiempo los kosovares y los serbios tendrán que empezar el recuento de muertos y desaparecidos en estos días. El recuento de los que sufrieron la misma suerte en la guerra española empezó inmediatamente después de los hechos. Al principio la propaganda fue abrumadora y llegó casi a anular el valor testimonial e histórico de muchos documentos (como ocurre en la Causa General, 1943, una obra que sigue siendo indispensable). Luego la veracidad fue imponiéndose, y trabajos como los de Ramón Salas Larrazábal (Pérdidas de la guerra, 1977) marcaron una línea que continúa hasta hoy, por ejemplo, en el libro reciente de Ángel David Martín Rubio (Paz, piedad, perdón... y verdad, 1997). La exigencia de precisión y la voluntad de neutralidad ideológica, con independencia de las ideas de cada autor, han inspirado también los numerosísimos estudios parciales, por regiones, provincias e incluso ciudades. Gracias a este ingente trabajos (El terror: Madrid 1936, de Rafael Casas de la Vega, 1994, o El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón, de Julián Casanova, 1992, por citar sólo dos) se ha ido situando el asunto en sus términos justos.

La tendencia es doble. Por un lado, el numero de víctimas va descendiendo. Cada vez estamos más lejos del millón de muertos. Pero es ya inconcebible cualquier justificación ideológica de la violencia, con lo que el horror de la guerra civil española es cada vez más descarnado. Azaña dijo que era una guerra inútil, que no serviría para nada, de la que las generaciones venideras no podrían sacar ninguna lección. Así ha sido. Es un episodio central en la historia de España, porque sin él no se entiende nada de lo ocurrido después, incluso en nuestros días. Pero también es un hecho excéntrico por la brutalidad, la ofuscación siniestra de cualquier valor moral que entonces sobrecogió a tantos españoles.

Entre la montaña de libros y obras de todo género que la guerra civil ha suscitado, no hay ninguno capaz de contar la verdad y ofrecer una síntesis que alumbre nuestro presente. Todos los intentos, incluso los más sofisticados como La velada en Benicarló, embarrancan en la explicación política. Acaban mostrando siempre un lado inaceptable, obsceno, como de justificación personal ante el mal. Tal es el poder corrosivo de unos hechos que, aunque inteligibles en lo histórico, abren un abismo de dolor y sordidez ante el que sólo cabe una forma de silencio: el recuerdo fiel, la compasión y la pregunta inevitable de cuál sería la posición propia ante un nuevo desencadenamiento de la barbarie, nunca descartable como demuestra lo ocurrido en la antigua Yugoslavia.

Esa ha sido la actitud del conjunto de la sociedad española. Con ella se han movido muchos de los historiadores que se han ocupado del asunto. No faltan las excepciones, claro está. Algunos historiadores universitarios, criados a los pechos de personajes turbios, mentirosos compulsivos como Tuñón de Lara, han seguido manteniendo posiciones ideológicas ante la violencia (ver Ideología e historia: sobre la represión franquista y la guerra civil, de Alberto Reig Tapia, 1984). La monstruosidad parecía más o menos terminada, pero la renueva, en parte, un libro aparecido este mismo año: Víctimas de la guerra civil, de varios autores (Julián Casanova, Josep María Solé i Sabaté, Joan Villarroya y Francisco Moreno), coordinados por Santos Juliá.

Lo más notable, en el sentido que aquí' se comenta, es el prólogo del coordinador. Según Santos Juliá, hubo dos tipos de violencia o de represión. La primera, la del bando "sublevado" (las palabras no son inocentes: si uno es "sublevado", el otro es "leal"; cabe preguntarse a qué). En este bando, el de los "rebeldes", la violencia obedeció a "decisiones fríamente tomadas por unos mandos militares o por sus aliados civiles que consideraron la muerte de sus enemigos como un fin en sí mismo, como un expediente necesario para construir el tipo de Estado que tenían en mente y que se fue definiendo en sus primeros momentos como una dictadura militar sostenida por la Iglesia católica como gran agencia legitimadora y Falange Española como partido único".

En el otro, en el de los "leales" a la República (tal vez la Tercera, como dijo el entonces presidente), "los asesinatos y ejecuciones fueron, por el contrario, resultado de la desaparición del Estado, del hundimiento de las normas, de una revolución profunda en lo social, muy frágil en lo político, protagonizada por dos grandes sindicatos incapaces de constituirse como segundo poder". As' que frente a la construcción de "un poder totalitario, único y altamente concentrado", la "dispersión y atomización de poderes, que quedaron en manos de comités locales con muy limitada capacidad para entenderse y organizar acciones en planos superiores al municipio o al barrio". En resumen, frente al "cálculo frío" de una "facción militar", la "espontaneidad caliente" de una revolución a medias.

La hipótesis es insostenible. La contradice incluso el propio cuerpo del libro, en particular el capítulo dedicado a "Rebelión y revolución", de Julián Casanova, que pone en tela de juicio conceptos como el de "represión de clase" y no duda en hablar de la "supuesta 'espontaneidad revolucionaria' del estallido inicial". Así es. Basta con conocer muy sucintamente los hechos para saber en qué consistió la "espontaneidad". No se sabe que Queipo de Llano, por ejemplo, fuera menos, ni más, "espontáneo" que la FAI, siendo como son ambos excrecencias monstruosas (alguno dirá quintaesencia) del caciquismo. Y en lo que se refiere al designio frío y totalitario, es absurdo asignárselo en monopolio al bando franquista. ¿Qué tuvieron de espontáneas las checas, las matanzas de Paracuellos, la actuación del SIM bajo Negrín o la de los asesores soviéticos del Partido Comunista?

Claro que cuando se llega a escribir, como escribe Santos Juliá con su maciza prosa neoazañista, bastante agria e involuntariamente kitsch, que Andrés Nin fue "asesinado en manos [sic] de los servicios secretos comunistas" (p. 29), todo es posible. No lo parecía así hace algunos años. El propio Juliá coordinó un número de la revista Ayer en el que colaboró Enric Ucelay-Da Cal, que empezaba su trabajo con las siguientes palabras: "Hay que señalar la importancia que la tradición política española ha atribuido a la espontaneidad como eximente moral de la violencia. Ha sido la norma tachar la rebeldía de los contrarios de conspirativa, de ser una traidora maquinación o una engañosa conjura. Por el contrario, la rebeldía afín es presentada como un impulso natural e incontenible, un levantamiento. Según este esquema legitimador, los propios, defensores naturales de la justicia, aguantaron hasta no poder más y entonces estallaron con una explosión de furia reparadora, dispuesta tanto a vengar menoscabos individuales como a rectificar una situación colectiva de oprobio" ("Buscando el levantamiento plebiscitario: insurreccionalismo y elecciones", en Política en la Segunda República, Ayer, núm. 20, 1995).

¿Qué ha pasado desde entonces para que se hayan olvidado palabras tan claras? Probablemente que después de 1996, la política ha anegado de nuevo la intención de algunos historiadores de izquierda. Así es como se resucitan los muertos de la guerra civil, para cometer con ellos, o en su nombre, una penúltima tropelía. Pero la manipulación puede ser peligrosa para la propia causa que se quiere sostener. Al final del libro aparecen unas columnas que detallan las víctimas por provincias. El sentido común, el respeto a lo ocurrido deberían haber llevado a desglosar, en el cuadro dedicado a la represión franquista, las víctimas de la guerra y las de la postguerra. No se ha hecho as', con lo que todo el cuadro está falseado.

Del lado franquista se cuentan en total, incluida la postguerra, 84.505 muertos y del lado republicano, sólo durante el conflicto, 37.843. Si ese es el balance de la violencia "espontánea", ¿qué no habrá pasado de haber ganado la guerra el bando "leal"...? En fin, que todo esto es muy triste y lamentable.

Santos Juliá (coord.), Víctimas de la guerra civil. Madrid. Temas de hoy, 1990, 431 pp.

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