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Qué debemos al cristianismo

En la España de 2007, la Ideología cabalga desbocada y la Historia es escrita al margen de la Historia. El cristianismo es la oscuridad, la tiniebla, el fundamentalismo, la violencia, la irracionalidad, la opresión y el temor. En la competición por escribir la Historia a golpe de Ideología, lo mismo vale un concursante de Gran Hermano que un insigne escritor armado de un aristocrático bastón: la nación española, el capitalismo, América, el cristianismo han de ser erradicados.

En los albores del siglo XXI, dos supuestos extremos se dan la mano: el progresismo cristófobo europeo y el totalitarismo islámico. Ambos anuncian a los cuatro vientos la liberación final y la construcción de un hombre nuevo, a golpes de Educación para la Ciudadanía o de mochilas bomba. El primero, entre gritos pacifistas, empuja al continente europeo por el tobogán de la Historia, deleitándose especialmente en la cristofobia, el desprecio, el escarnio hacia los creyentes. Desconoce sin duda el futuro que le espera en manos de los enviados de Alá, y corre y arroja Europa a los brazos del islamismo teocrático.

Para escándalo del progresismo creyente, para irritación de los islamistas de cabecera, la Historia desde la Historia parece mostrar un panorama diferente. La principal virtud de Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental,de Thomas E. Woods, es la virtud de los declarados por la izquierda historiadores malditos: narrar hechos, citar nombres, proporcionar fechas. Si estos datos hablan solos, ¿para qué cubrirlos de ideología? En el rearme histórico liberal-conservador, la llamada a los hechos constituye el contrapunto respecto a la historia abstracta de la izquierda. Es el caso de este libro que Ciudadela brinda ahora al público español.

Con el asombro y la energía que llamaron la atención de Tocqueville cuando estuvo por tierras americanas, Thomas E. Woods recuerda los pilares cristianos de la civilización occidental. Lo había hecho parcialmente en The Church and the Market (2004), donde recuerda cómo el cristianismo se adelantó en mucho tiempo a Smith o a Hayek en la defensa de las virtudes del libre mercado, con un fundamento humanista. En la presente obra, Woods amplía este estudio a la ciencia, la educación, el derecho internacional, y a la base y culminación de todo ello, la democracia y los derechos humanos.

Con amargura, Woods se lamenta de los mitos cristófobos norteamericanos, especialmente de la visión enferma y enfermiza que se tiene del Medievo. Lo cierto es que, cuando los Estados europeos se dedicaban a la barbarie, la Iglesia atrincheró en sus universidades la filosofía, la ciencia, la literatura. Mientras la política guerreaba, la Iglesia preservaba el legado de Aristóteles, Maimónides o Cicerón. Representaba, en fin, la luz frente a la oscuridad; justo lo contrario de lo que se enseña en las escuelas a los jóvenes norteamericanos y europeos.

La conclusión última del libro de Woods no está escrita, ni siquiera en el prólogo de monseñor Cañizares: en la clasificación de peligrosos criminales de la Historia, los políticos y los miembros de las intelligentzias ocupan los primeros puestos. Durante siglos, sólo la Iglesia clamó contra las injusticias cometidas por la política; sólo el poder espiritual clamó contra el poder temporal cuando éste hacía y deshacía a su antojo. En el marcador macabro de la Historia, en el tanteo de víctimas inocentes, los políticos ganan a los curas por goleada; a menudo, éstos ni siquiera sobrevivían para seguir jugando el partido.

Durante el siglo XX, en nombre de la libertad internacional, la izquierda observó impávida cómo el Ejercito Rojo arrasaba todo rastro de vida allí por donde pasaban sus vehículos blindados y sus fuerzas populares. Hoy, los mismos afirman solemnes la necesidad de hacer justicia contra el cristianismo. Pero, como recuerda Woods, la legalidad internacional o los derechos de los nativos preocuparon a Francisco de Vitoria y a Francisco Suárez muchos siglos antes de que, en nombre del derecho internacional o de las Naciones Unidas, se pervirtiesen tales conceptos y se amparara el crimen en Sudán, Corea o Irak. Hoy, mientras organizaciones no gubernamentales y funcionarios onusinos hacen de la solidaridad un negocio, la Iglesia ejerce la caridad en los lugares más remotos del globo; no en vano fue ella, recuerda Woods, quien se adelantó a todos los demás en estas misiones.

Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental hace justicia a una Historia real sepultada bajo una Historia ideal. Ocultos por el affaire Galileo, los nombres de Copérnico, Buridán, Pasteur o Riccioli son tan inseparables de la historia del cristianismo como de la ciencia occidental. Ni la ciencia, ni la sanidad pública ni el concepto esencialmente cristiano de dignidad humana serían posibles sin la presencia de Dios en el horizonte, para escándalo de islamistas y progresistas. Como afirmó sin descanso Juan Pablo II, Europa será cristiana en el siglo XXI o, simplemente, no será. Porque lo provocativo del libro de Woods no es recordar que Occidente es cristiano, sino que es esencialmente cristiano.

Max Weber, que no dudaba del papel de la religión en la sociedad, se preguntaba con fines metodológicos qué hubiese sido posible si los griegos hubieran perdido la batalla de Maratón, si el helenismo humanista hubiera sucumbido ante el martillo teocrático de Darío el persa. Hoy, dos mil quinientos años después, engañarse carece de sentido. Si el cristianismo no hubiese echado raíces y cobrado fuerza en Europa, ni la ciencia, ni la filosofía ni la literatura serían lo que hoy son. Y, sobre todo, la democracia sería un recuerdo de los pensadores atenienses.

Hoy, de nuevo, los tambores de guerra asiáticos, la brutalidad llegada del Oriente, amenazan las fronteras de la ilustración y el humanismo. Queda por ver si el mundo que Woods retrata en el libro aguantará como aguantó la tropa de Milcíades en el año 490 a. C.

Thomas E. Woods Jr., Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela, Madrid, 2007, 276 páginas.
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