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La sociedad de la capucha

Los tipos que queman coches y escuelas en Francia, Bélgica, Australia y, muy pronto, en todo Occidente van encapuchados, como los etarras, como los decapitadores islámicos, como el subcomediante Marcos, como los antiguos verdugos. Digamos que se entiende que los intifascistas de base prefieran no ser reconocidos en fotografías o videos inoportunos, y que para asegurarse de que ello no ocurra no basta con romper unas cuantas cámaras, nunca todas. Hasta se entiende que los terroristas, irlandeses o vascos, prefieran ocultar sus rostros, aunque figuren en los archivos de inteligencia y de seguridad y ellos sepan que se conoce su identidad en cualquier caso, ya que no son tantos los que poseen la autoridad suficiente para hablar en nombre de todos. Y si uno se esfuerza llega a comprender que los decapitadores, que incluso ejercen de animadores del personal con gritos y danzas, elijan no decirle a sus padres lo que han estado haciendo últimamente. Más difícil es comprender que existan líderes de masas que van por la vida sin cara. Y comprender que tengan seguidores, gente capaz de admirar y sentirse representada por individuos que esconden su identidad tras un nombre falso y una capucha, aunque ésta sea fashion y de ella asome una pipa.

No sé dónde se compran esas máscaras, pero, considerando el número de líderes y de militantes de base en plaza, fabricarlas debe de ser buen negocio. Tal vez no se fabriquen en serie, y cada líder y cada pirómano y cada decapitador tenga una abuela que se las teja. Quizás haya ancianas o damas heroicas que tejen pasamontañas como en épocas más románticas bordaban banderas.

No hace mucho que los revolucionarios tenían rostro, y sospecho que más de uno de esos encapuchados que vemos en la televisión haciendo kale borroka debe de llevar bajo la chupa, justo encima de los Levi’s y detrás de la molotov, una camiseta con la imagen del Che Guevara. Ni Castro ni Chávez han legado aún sus rasgos a las camisetas de Eurabia, y espero no estar dando ideas a nadie. La cuestión es que, hasta hace poco, casi todo el mundo tenía rostro, y habitualmente un nombre: las empleadas de empresas que atendían en mostradores a los clientes quejosos –cuando los contratos se firmaban sobre papel–, los grandes burgueses –Giovanni Agnelli, Luciano Benetton, capitanes de industrias–, los dirigentes –cuando se trataba de dirigentes y no de presentadores de aparatos políticos, más o menos hábiles, más o menos simpáticos, pero con ninguna entidad real–. En una ocasión no muy lejana propuse una teoría sobre la oscuridad de los políticos y la desaparición casi total de los líderes auténticos, los Churchill, los Roosevelt: ésta extinción me parecía –y me parece– ligada a la extinción de los grandes burgueses, sustituidos por consejos de administración integrados en su mayor parte por asalariados de alto nivel, personajes sólo relevantes en su propio medio y no en el conjunto de la sociedad, capaces de representar hoy unos intereses y mañana los opuestos, y de hacer mientras tanto sus propias opacas trapacerías marginales.

Si los propietarios de las mayores empresas del planeta son accionistas anónimos que, al igual que sus ejecutivos, pueden retirar su dinero e invertirlo en otra parte en cuestión de segundos, sin siquiera saber qué es lo que se produce al otro lado de la pantalla, no habría por qué reclamar de las clases políticas una mayor visibilidad. Y a las clases políticas, aunque instalados en ellas a título marginal, pertenecen los terroristas, los borrokeros, los decapitadores, los cocaleros, los rebeldes oficiales de toda laya. Ellos, como Mussolini, Hitler o Stalin, dirán que no, que no son políticos sino revolucionarios. Como si las revoluciones no fueran política.

Más de un político se mostrará ofendido por la idea de que esos sujetos cuenten entre los suyos, pero todos saben que es verdad. No se atienen a las reglas del juego legal, o juegan a otro juego, pero hacen política, influyen en la política, alteran incluso las reglas y la legalidad. Cuando el presidente Zapatero dice que se sentará a hablar con ETA cuando abandone las armas, o en cuanto abandone las armas, o cuando se muestre dispuesta a abandonar las armas, le está reconociendo entidad política, dice que se sentará a hablar de política, de esa política de la cual la guerra es prolongación por otros medios. Lo único que está en tela de juicio son los medios. Los fines son políticos. Hay psicópatas como De Juana Chaos, que no parará ni siquiera cuando esté bailando el tango en Buenos Aires como Aníbal Lecter, pero, en su mayoría, los revolucionarios de base del abertzalismo radical están tratando de ganarse a punta de pistola o a golpe de botella incendiaria una concejalía de pueblo en Vizcaya o en Guipúzcoa. Claro que hay gente que se confunde, como Zapatero, y piensa que el que quiere ser edil es De Juana Chaos, o cualquiera de sus equivalentes en activo, y aspira a dialogar con él en cualquier saloon de caserío con la sola condición de que no dispare sobre el pianista. Pero es que, en cierta medida, la política es también el arte de confundir.

Lejos de ser la sociedad del espectáculo, la nuestra es la de los actores ausentes, la de las máscaras idénticas, la sociedad de los hombres sin rostro: la sociedad de la capucha. La masa no fue jamás suma de individuos, fue la tumba del individuo. Pero nunca antes se había despersonalizado el líder, nunca antes el líder había asumido el anonimato como signo de su existencia.

La extinción de la burguesía en tanto que clase social –la única clase realmente revolucionaria de la historia, la única que cambió las cosas radicalmente, mal que les pese a los lampedusianos ignorantes que sólo recuerdan una frase de Lampedusa– ha tenido lugar en dos planos: el de su dilución en el accionariado cambiante, anónimo y fluido de las grandes corporaciones, con la consiguiente sustitución del propietario por el empleado en la dirección de las grandes empresas, y el del agotamiento del mito de la clase obrera universal, desaparecida en la retaguardia –ni siquiera en combate– tras la caída de la URSS. Los sindicatos, otrora organizadores del capitalismo aunque se les supusieran funciones distintas, desempeñan un rol escuálido, sobre todo formal, que nada tiene que ver con la defensa de los intereses de los obreros, asumida en buena medida por el Estado y por los partidos políticos, que no pueden ganar elecciones sin repartir beneficios entre todos.

El obrero ha sido desplazado en la acción pública por el marginal, el parado y el inmigrante ilegal, los que no tienen participación en el sistema y quieren ser acogidos en él sin integrarse a la producción. La integración cultural seguirá siendo una falacia mientras se sigan poniendo parches sociales, remiendos de beneficencia, para asegurar la supervivencia de quienes no son cooptados para el trabajo real. Falacia que depende de otra falacia: la de la necesidad de mano de obra extranjera en países con altos índices de desempleo. Nadie, afirma Oriana Fallaci, puede decirme que hacía falta traer a Europa al que me limpia el parabrisas o me vende klínex en los semáforos.

El conjunto de la sociedad hace por vía fiscal un esfuerzo ingente para subvencionar a quienes no pagan impuestos. Para esa tarea no hacen falta líderes, basta con administradores, robinjudes perversos que quitan a ricos y a pobres para dar a otros pobres. Así se diluye la clase política, y se pasa de los propietarios sin rostro a los dirigentes sin rostro. Y hablo sólo de los altos dirigentes, en un país como España, donde el sistema de listas cerradas llena el Parlamento de desconocidos. Nada cambiaría si asistieran a las sesiones con capucha, porque nadie les ve. A veces, sólo a veces, son protagonistas de alguna sonada barrabasada y aparecen cinco minutos en la prensa. Lo mismo sucede con algunos ministros, cuyos nombres ni siquiera han sido registrados por los ciudadanos. La ministra de Vivienda, por ejemplo, sólo alcanzó notoriedad cuando propuso que, puesto que nadie podía comprarse un piso, se construyeran medios pisos, de veinticinco metros cuadrados. Por lo demás, podía haberse disfrazado de liberadora de Chiapas, con pasamontañas y pipa, sin suscitar la menor sorpresa ni el menor interés.

Esos políticos sin rostro, que un día desaparecen de los periódicos sin que nos demos cuenta (nos damos cuenta cuando, al cabo de diez años, la televisión nos regala una imagen suya, envejecidos, dormitando en alguna sesión senatorial), no promueven proyecto alguno, ni siquiera generan ideología; cuando tienen que definirse lo hacen por oposición, y son antiamericanos, anticatólicos, anticonsumistas o cualquier otro anti por el estilo, tan insustancial como atrabiliario y peligroso. Sólo por poner un ejemplo: hace poco, uno de esos desconocidos abrió la boca en el Congreso para decir algo así como que José María Aznar era el Milosevic español, algo tan brutal como para que sus propios desconocidos compañeros le forzaran a pedir disculpas. Pero sabemos que ese hombre no hace nada que no sean capaces de hacer los demás profesionales de la representación de su mismo nivel. Ni los aparatos políticos defienden ni generan ideas, ni nadie se inquieta por ello. En la Europa de hoy, los mayores centros de difusión de ideas son las mezquitas, las oficiales y las de garaje.

Ante una nutrida manada de encapuchados distribuidos por todo Parisistán, en su mayoría musulmanes nacidos en Francia y, por tanto, de nacionalidad francesa, el ministro Sarkozy llegó a la conclusión de que el problema al que se enfrenta, el de cinco millones de islamistas en su territorio, se resolverá expulsando a 120 extranjeros. En las mezquitas se rieron a carcajadas, la izquierda protestó por la injusticia cometida contra esos ciudadanos que no quieren ser ciudadanos y los demás guardaron silencio.

Sarkozy es ministro del Interior de un Gobierno a cuyo frente está un hombre al que nadie eligió jamás para ningún cargo, el señor Villepin, ascendido a dedo tras la derrota que supuso el rechazo al mamotreto constitucional europeo; y estamos hablando de Francia, la república por excelencia. Si Chirac hubiese puesto en su sitio al subcomandante Marcos, que tal vez sea varios, no sabemos quién hay bajo la capucha, Francia hubiese tenido un primer ministro con la misma representatividad democrática que Villepin. Eso sí, tenemos que ir a votar con el DNI: los electores están obligados a identificarse, incluso los que votan a Herri Batasuna. Más obligados que aquellos a los que votan.
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