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La Tierra sigue sin ser plana

Todo pensador está obsesionado con realizar un descubrimiento con el que pasar a los anales de la historia. Cuando uno dedica su vida a la reflexión y la investigación, su mayor meta es ser original y creativo, conseguir un hallazgo que el resto de los individuos aprecien y valoren como revolucionario. Por desgracia, muy poca gente puede ser realmente original. La mayoría de las personas caminan al rebufo de las ideas del pasado, sin que en realidad lleguen a aportar nada nuevo en toda su vida; su trabajo consiste en reformular esas ideas y aplicarlas a nuevos escenarios.

No son dos tareas baladíes. La reformulación permite hacer las ideas más inteligibles para el gran público, y la aplicación a los nuevos escenarios sirve para ilustrar y constatar su solidez y coherencia. El problema surge cuando el pensador no asume la dificultad de realizar hallazgos originales y confunde la reformulación con la creación. En estos casos, el espejismo creacionista conduce al investigador a constructos teóricos con aires de originalidad pero con una enorme vacuidad interna.

Ese fue el caso de John Maynard Keynes, quien, pertrechado de la mayor de las arrogancias intelectuales, repudió todo el conocimiento económico anterior y se dispuso a rescribir toda la ciencia económica. El resultado fue desastroso: la mezcolanza de su Teoría General persuadió a multitud de economistas por una aparente originalidad que realmente sólo reformulaba una gran cantidad de ancestrales falacias económicas ya refutadas por los economistas clásicos. Como sentenciara de modo lapidario Henry Hazlitt sobre Keynes, "lo que tenía bueno no era nuevo y lo que tenía nuevo no era bueno".

A mucha menor escala, nos encontramos con otro de estos ejemplos: La Tierra es plana, del prestigioso periodista Thomas Friedman. Se trata de un libro que en muchas de sus páginas defiende con vigor el libre mercado, la globalización y el capitalismo, a través de numerosas y sugerentes anécdotas. Sin embargo, está repleto de errores económicos que pervierten buena parte del análisis. No es que Friedman sea un peligroso socialista, pero precisamente por enarbolar la bandera de "defensor del libre mercado" debemos exigirle unos razonamientos rigurosos que están ausentes en muchas de las páginas de esta obra.

Su error principal no es otro que el que comentábamos al principio. Friedman pretende ser original en sus hallazgos, y al intentarlo descuida la consistencia de sus afirmaciones. La tesis central del libro es que, como su título indica, "la Tierra es plana". En otras palabras, aunque Colón creyera haber demostrado que la Tierra era esférica, él espera convencernos con su libro de que Colón se equivocó en su descubrimiento.

¿Y por qué la Tierra es plana y no esférica? Según Friedman, la globalización ha actuado como un poderoso aplanador del planeta; en concreto, ha logrado reducir o eliminar las diferencias que existían entre ricos y pobres, entre europeos y chinos, entre norteamericanos e indios. Las relaciones sociales están ahora más equilibradas, y los distintos individuos compiten en un mismo terreno de juego, sin desniveles. La deslocalización, la subcontratación, internet o buscadores como Google permiten que las personas compitan "de tú a tú", sin que los arcaicos muros del pasado restrinjan sus interrelaciones.

Aunque el argumento resulta verosímil, contiene una importante dosis de inexactitud, destinada a validar la tesis de que la Tierra se ha aplanado. De la misma manera que quienes en tiempo de Colón creían que la Tierra era plana porque así lo parecía, también hoy las apariencias han confundido a Friedman.

En primer lugar, nuestro autor peca de un ingenuo optimismo sobre el alcance de ese aplanamiento. Afirmar que los muros han caído y que el mundo se ha aplanado, cuando estamos inmersos en una comunidad internacional caracterizada por ingentes aranceles, bloques comerciales excluyentes, controles migratorios, restricciones a los movimientos de capital y, sobre todo, un sistema monetario internacional altamente inestable e inflacionista... Cuando las burocracias internacionales y los tratados interestatales regulan y limitan las posibilidades de acción de los individuos (y por tanto el ejercicio de su función empresarial), no puede afirmarse que las barreras económicas han desaparecido: algunas son demasiado visibles y lacerantes, otras están hibernando, a la espera de que la discrecionalidad política vuelva a activarlas.

El segundo problema de la tesis de Friedman reside en su gran sesgo tecnológico. Entre las diez causas que, a su juicio, explican la extensión de la globalización sólo una tiene carácter político (la caída del Muro de Berlín), mientras que las nueve restantes son de tipo tecnológico, y por tanto no reversibles. En otras palabras, para Friedman la globalización es un fenómeno fundamentalmente tecnológico, y en mucha menor medida político; no está tan relacionado con la libertad, sino con las contingencias del desarrollo económico.

Este argumento no sólo es peligroso (ya que asume, como decimos, la irreversibilidad de la globalización), sino erróneo. En el siglo XIX los avances en la tecnología eran mucho menores que en la actualidad, sin embargo las relaciones económicas entre las distintas partes del mundo eran bastante similares. La globalización no es hija de la tecnología, sino su hermana, ambas vástagos de la libertad. Que la globalización se vea potenciada por el progreso tecnológico no significa que surja de él.

La globalización comienza cuando los gobiernos dejan de impedir los movimientos de mercancías, personas y capitales entre personas sin distinguir su filiación estatal, aun cuando estos movimientos sean lentos y rudimentarios. La tecnología para reducir los costes de transporte aparece porque se incrementa la investigación en esos ámbitos, y la investigación sólo se incrementa porque y cuando hay libertad.

Pero quizá el error más grave de la tesis de Friedman pasa por creer que un mundo más globalizado es un mundo más aplanado e igualitario. El derrumbe de las barreras políticas a los movimientos internacionales no da lugar a una mayor igualdad, sino a una creciente diversidad entre las personas. El proceso competitivo no se caracteriza por que las personas se sitúen en la misma posición, sino por que unos individuos satisfacen mejor que otros a los consumidores, de manera que se generaliza la división y especialización internacional del trabajo.

Friedman yerra al afirmar que el aplanamiento de la Tierra y la igualación de las posiciones de partida intensifican la competencia. En todo caso, el aplanamiento será uno de los posibles resultados de una competencia intensa. La India y China no han comenzado a competir cuando se han situado al mismo nivel que EEUU, sino que se han situado al mismo nivel que EEUU cuando han comenzado a competir. Y si EEUU no sigue compitiendo y mejorando se verá superado y desbordado por la competencia china e india.

El aplanamiento que describe Friedman no es una condición para el subsiguiente desarrollo de la globalización, sino uno de sus eventuales resultados. La Tierra no es plana: es una creación empresarial. Su forma depende tanto de la genialidad de los individuos cuanto de las restricciones que los gobiernos les impongan.

Esta confusión de Friedman le conduce a cometer mayúsculos errores en sus prescripciones políticas. En efecto, si los países sólo pueden competir cuando se encuentran en un mismo plano, el Estado tendrá que garantizar que nadie quede rezagado. Si la China y la India superan a EEUU, éste nunca más podrá darles caza. Habrá perdido para siempre el tren del progreso.

Todo esto concede un papel preponderante a los políticos como directores de la sociedad. Son ellos quienes tienen que educar a los empresarios e "inspirar en la gente el deseo de aceptar el reto [de la globalización]". Sólo ellos pueden proporcionar la infraestructura jurídica y tecnológica para competir con otros países.

A partir de aquí Friedman cae en una espiral intervencionista: reclama "un programa de choque para implantar energías alternativas", "un plan único, universal y portátil de pensiones", "políticas públicas para asegurarse de que la gente, en los albores del siglo XXI, disponga de activos que generen riqueza", "un plan de seguros médicos que el trabajador pueda llevarse consigo allá donde vaya" y, en definitiva, un manejo de "las tensiones que produce este aplanamiento" a través del intervencionismo estatal. Friedman asegura que todas estas medidas las adopta como un convencido defensor del libre mercado, pero de carácter compasivo:

"Los planistas compasivos creemos que no es momento de sentarse de brazos cruzados (...) deberíamos estar pensando en cómo hacer que la colaboración entre consumidores y empresas aporte una gran cantidad de protección frente a los rasgos más negativos del aplanamiento del mundo, sin recurrir al proteccionismo clásico".

Dado que Friedman no se ha dado cuenta de que la globalización comienza a desarrollarse cuando el intervencionismo estatal se vuelve un poco menos intenso, no vacila en defender un incremento de ese intervencionismo para, supuestamente, salvar la globalización. No quiere llamarlo "proteccionismo", pero bien cabría denominarlo "neoproteccionismo".

La excusa no es nueva: Franklin Delano Roosevelt también implantó el New Deal tras el crack del 29 con el pretexto de salvar al capitalismo de sí mismo. La consecuencia fue una prolongación innecesaria de la Gran Depresión y una restricción de la libertad que llega hasta hoy.

El capitalismo no necesita de políticas intervencionistas para salvaguardarlo, más bien requiere que los burócratas dejen de querer corregirlo a través de sus malos análisis de la realidad.

El libro de Thomas Friedman profundiza en estos malos análisis, que en última instancia sirven de asidero a los políticos liberticidas. Es evidente que el autor se considera un defensor del libre mercado y la globalización, pero sus argumentos y propuestas se dirigen en la dirección opuesta.

Si está buscando una obra divulgativa repleta de anécdotas e ilustraciones de cómo la globalización nos ha beneficiado y puede seguir haciéndolo, La Tierra es plana le será de gran utilidad. Si, en cambio, desea leer un análisis teórico riguroso sobre la internacionalización del capitalismo, no intente encontrarlo aquí. La búsqueda de un título llamativo ha hecho caer a Friedman en la perversa trampa del igualitarismo.

Thomas Friedman, La Tierra es plana. Martínez Roca, 2006, 495 páginas.

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