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SIETE MAGNÍFICAS: MUJERES CONTRA EL ISLAM

Una pasionaria contra el velo: Chahdortt Djavann

Es una curiosidad anecdótica, pero no deja de ser llamativo que tantas iraníes, de nacimiento u origen familiar, hayan hecho de Francia su patria de adopción.

Es una curiosidad anecdótica, pero no deja de ser llamativo que tantas iraníes, de nacimiento u origen familiar, hayan hecho de Francia su patria de adopción.
Tienen en común el ser inteligentes, combativas y, de paso, bellas: presentadoras de televisión y periodistas, como Sarah Doraghi y Delphine Minoui; escritoras y directoras de cine, como Nahal Tajadod y Marjane Satrapi. Incluso Nazanin Afshin-Jam estudió en París, nada menos que en la selectiva y elitista Sciences-Po, antes de irse a vivir a Canadá, donde en 2003 y en representación de este país fue elegida... ¡Miss Mundo!

En esta nómina también está Chahdortt Djavann, una iraní nacida en 1967, exiliada primero en Turquía y desde 1993 instalada en Francia. Adonde llegó con una mano delante y otra detrás. En sus primeros años en París trabajó a destajo en lo que le pillaba a mano, para poder pagarse la carrera de antropología. Y se puso a escribir, con la rabia y el dolor metidos en el cuerpo; un cuerpo que al cumplir 13 años, cuando vivía en Teherán, se vio obligada a velar con un chador. Se puso a recordar cómo era la vida, para una adolescente, en aquel otro país donde había nacido, un país tan distinto a la Francia republicana y laica que la acogió y que de pronto le parecía otro planeta. Un planeta habitable.

La tarjeta de presentación de Chahdortt Djavann ante sus nuevos compatriotas fue un libro, claro está. Una novela, publicada en 2002. Porque Francia sigue siendo un país de cultura libresca y literaria. Hay que ver, qué atrasados: si los franceses supieran lo que da de sí la cultura del ladrillo o la del fútbol o la del pelotazo... Pero no divaguemos. El caso es que aquel primer libro, Je viens d'ailleurs (o sea, Vengo de otro lugar), fue razonablemente bien recibido por la crítica. Un libro, ojo, escrito directamente en francés, una lengua que Djavann no conocía al llegar a París, pero de la que dice:

Ha acogido mi historia, mi pasado, mi infancia, mis recuerdos y heridas. Esta lengua me adoptó. Y yo la he adoptado a ella.

El escándalo Djavann estalló al año siguiente, cuando publicó su segundo libro. Salvo que esta vez no se trataba de un relato más o menos novelado de su vida en Teherán, sino de un ensayo. Aunque, la verdad, tampoco era eso. Porque ¡Abajo el velo! es un panfleto. Gran género éste, y además ilustre en Francia, donde ha sido cultivado por los autores más agudos y exigentes, de Pascal a Hugo, de Zola a Léautaud, de Benda a Revel. Pero lo escandaloso no era que una iraní aclimatada a la cultura francesa le entrara al tremebundo trapo de la denuncia hiperbólica, sino que lo denunciado fuera, precisamente, ese trapo: el velo islámico. En cualquiera de sus manifestaciones, desde la light del hijab, que cubre el pelo y el cuello de las mujeres pero no el rostro, hasta las hard: el nikab, que esconde cabeza y rostro pero tiene la bondad de dejar los ojos al descubierto, y la cárcel del burka, que oculta a la vista aun los ojos de las reclusas, velados tras una rejilla.

La intención y el tono del panfleto de Djavann son obviamente de denuncia, y lo son desde las frases iniciales: "Durante diez años llevé puesto el velo. Era el velo o la muerte, sé de qué hablo". La autora nunca ha ocultado que su intención era eminentemente política: intervenir en el debate sobre el uso del velo en la escuela pública francesa. Un debate que se remonta a 1989, cuando la prensa francesa publicó los primeros reportajes sobre "tensiones" entre educadores y padres de alumnos debido a la presencia de símbolos religiosos en las escuelas públicas. Bueno, dejémonos de correcciones políticas: no símbolos, sino ese símbolo. El velo.

Francia no es el único país en el que se ha debatido y se sigue debatiendo sobre el velo islámico, pero sí es el único en el que se ha legislado sobre esta materia con la intención de regular su uso en el espacio público, principalmente en establecimientos escolares, respetando el principio de la laicidad. Que nada tiene que ver con posturas militantes contra el ejercicio de la libertad religiosa y en cambio todo con la defensa de dos principios fundamentales, sobremanera en la República francesa: la libertad y la igualdad. Dos principios que nunca ha sido fácil conciliar (y no sólo a raíz de la separación oficial del Estado francés y la Iglesia en 1905), pero cuya armonización en la actual sociedad francesa, enfrentada a serios problemas de integración de una parte no desdeñable de su población de origen inmigrante, obliga a redefinir lo que se entiende por espacio público y ámbito privado.

Conviene aclarar mínimamente el concepto de laicidad, tal como se entiende y practica en Francia, porque en España a menudo se confunde o mezcla con el de ateísmo y el de secularismo. Lo que caracteriza a la laïcité francesa no es el rechazo a los cultos religiosos, sino la idea de que la fe y sus manifestaciones tienen cabida en la esfera privada pero nada que hacer en la pública. La laicidad francesa –que es un concepto a la vez menos militante que el de ateísmo y más intervencionista que el de secularismo– dicta que las instituciones del Estado francés han de observar y hacer observar la neutralidad en materia de creencias en el espacio público. De hecho, Francia es el único país que hace de la laicidad un principio intangible del Estado: la primera frase del artículo 1 de la Constitución de 1958, actualmente en vigor, define la nación francesa como "una República indivisible, laica, democrática y social".

¿Qué viene a hacer una iraní en un debate como éste, tan archifrancés? De entrada, recordar a sus nuevos compatriotas que no es un debate académico y ombliguista, ya que ella y cientos de millones de mujeres en todo el mundo han sido y siguen siendo obligadas a aprender –en la peor de las escuelas, la del fanatismo religioso, y en carne propia– que sí existen diferencias entre sociedades confesionales y aconfesionales. En segundo lugar, que las principales víctimas de las sociedades regidas por principios religiosos y no seculares son las mujeres. Siempre y desde siempre. Y por último, que no se puede ser tolerante en cualquier circunstancia con todas las costumbres, porque las hay que atentan contra principios y valores universales: la integridad y libertad física de las personas, la igualdad esencial de todos los individuos, el derecho de todos a ejercer todos los derechos que garantizan la libertad y la igualdad.

Estas cosas, y unas cuantas más, Djavann las dijo a su manera en su intervención del 19 de septiembre de 2003 ante la Comisión Stasi. Cuyo informe sirvió de base a la nueva ley francesa sobre símbolos religiosos en escuelas públicas. En esa oportunidad dio muestras de vehemencia, tal vez excesiva. Por ejemplo, al proponer que, "al menos en los países democráticos", el velar a las menores sea considerado "maltrato psíquico, maltrato físico, maltrato social y maltrato sexual".

Los padres que impongan el velo al cuerpo de sus hijas menores deben ser considerados y sancionados de la misma manera que los padres que abusan sexualmente de o que maltratan físicamente a sus hijos.
También recordó (a los franceses y, de paso, a todos nosotros, occidentales ahítos de complejos de culpa colonialistas y tan fácilmente obnubilados ante los molinos de viento del multiculturalismo y demás alianzas de civilizaciones) dos o tres verdades:
El velo islámico no es simplemente un signo religioso, como la cruz cristiana. El equivalente de la cruz cristiana que chicas o chicos pueden llevar al cuello es la medallita en la que están grabados los nombres Allah o Mahomet, o la mano de Fátima.

Cuando se pone el velo a una niña se le inculca su inferioridad, la culpabilidad de su sexualidad femenina; se la pone en el mercado del sexo y del matrimonio. Una niña con velo quiere decir una niña núbil, una niña de consumo. No se tapa a la niña antes de que pueda ser objeto de consumo, antes de que sea casadera: se tapa a la niña para inculcarle que su cabello, las formas de su cuerpo pueden, en todo momento, hacer a los hombres perder el control de sí mismos.

Me gustaría decir también que lo que hoy es considerado como pedofilia en los países democráticos, en todos los países musulmanes no sólo no es considerado como pedofilia, sino que además se trata de algo institucionalizado. Los matrimonios de niñas de 12, 14, 13, 9, 10, 7 años con señores viejos o maduros son hechos irrefutables en todos los países musulmanes.
¿Es excesiva Chahdortt Djavann? En Francia, desde SOS-Racisme hasta el MRAP, muchos sedicentes activistas pro derechos humanos piensan que lo es, y llevan casi siete años sometiéndola a virulentas campañas de desprestigio. A otros, menos radicalizados, puede que no les guste (o nos guste) su ocasional tendencia al autobombo. Pero esta iraní que pagó en su adolescencia el peaje impuesto a las mujeres en los estados islámicos conoce el valor de nuestros principios. Tal vez mejor que nosotros. Y está dispuesta a defenderlos.

Visto lo visto, y salvo honrosas excepciones, con mucha más elocuencia y arrojo que nosotros.


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