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¿Adónde va la democracia?

Conferencia pronunciada por el autor en el Institute of Public Affairs de Sidney el 8 de octubre de 1976. Reproducida con permiso de Unión Editorial, que incluye este texto en Friedrich A. Hayek, Principios de un orden social liberal, 2010, 2ª ed. ampl.

I

El concepto de democracia tiene un significado –creo que el verdadero y originario– por el cual considero que bien vale la pena luchar. La democracia no ha demostrado ser una defensa segura contra la tiranía y la opresión, como una vez se esperó. Sin embargo, en cuanto convención que permite a cualquier mayoría liberarse de un gobierno que no le gusta, la democracia tiene un valor inestimable.

Por este motivo, me preocupa cada vez más la creciente pérdida de fe en la democracia entre la gente que piensa. Es algo que no podemos seguir ignorando. Se trata de un fenómeno que se está agravando precisamente en el momento en que –y acaso en parte porque– la palabra mágica democracia se ha hecho tan poderosa que todos los límites que tradicionalmente se han puesto al poder del gobierno están desapareciendo ante ella. A veces parece como si la suma de demandas que se formulan por doquier en nombre de la democracia haya alarmado de tal manera incluso a personas rectas y razonables, que una reacción contra la democracia en cuanto tal se está convirtiendo en un serio peligro. Sin embargo, lo que actualmente está poniendo en peligro la confianza en una democracia tan ampliada en sus contenidos no es el concepto fundamental de la democracia, sino las connotaciones que se han venido añadiendo al significado originario de un tipo particular de método de toma de decisiones. Lo que está sucediendo es precisamente lo que algunos temían a propósito de la democracia ya en el siglo xix. Un método saludable para llegar a tomar decisiones políticas que todos puedan aceptar se ha convertido en pretexto para imponer fines sustancialmente igualitarios.

El advenimiento de la democracia en el siglo pasado produjo un cambio decisivo en el ámbito de los poderes del gobierno. Durante siglos, los esfuerzos se habían dirigido a limitar los poderes del gobierno; y el desarrollo gradual de las constituciones no tuvo más objetivo que éste. Pero de improviso se pensó que el control del gobierno por parte de los representantes elegidos de la mayoría hacía inútil cualquier otro control sobre los poderes del gobierno, de suerte que se podía prescindir de todas las diversas tutelas constitucionales creadas a lo largo del tiempo.

De este modo nació la democracia ilimitada, y cabalmente esta democracia ilimitada, no la simple democracia, es el problema actual. Toda la democracia que conocemos hoy en Occidente es más o menos una democracia ilimitada. Es importante recordar que si las peculiares instituciones de la democracia ilimitada que hoy tenemos fracasaran algún día, ello no significaría que la propia democracia haya sido una equivocación, sino sólo que la hemos ensayado de una manera equivocada. Mientras que personalmente creo que una decisión democrática sobre todos los problemas para los que generalmente se está de acuerdo en considerar necesaria una intervención del gobierno es un método indispensable para el cambio pacífico, pienso sin embargo que es abominable una forma de gobierno en la que cualquier mayoría del momento pueda decidir que cualquier materia que le plazca deba considerarse como asuntos comunes sometidos a su control.

II

La limitación mayor –y la más importante– a los poderes de la democracia, eliminada por la aparición de una asamblea representativa omnipotente, era el principio de la separación de poderes. Veremos que la raíz del problema está en el hecho de que los llamados cuerpos legislativos, que según los primeros teóricos del gobierno representativo (en particular John Locke) debían limitarse a hacer leyes en un sentido muy específico de esta palabra, se han convertido en órganos gubernativos omnipotentes. El antiguo ideal de la Rule of Law o "gobierno bajo la ley" ha desaparecido. El parlamento soberano puede hacer todo lo que los representantes de la mayoría consideren útil para mantener el apoyo de la mayoría.

Pero llamar ley a cualquier cosa que decidan los representantes elegidos de la mayoría, y definir como gobierno bajo la ley todas las directrices de ellos emanadas –aun cuando sean discriminatorias a favor o en contra de algunos grupos de individuos–, no pasa de ser una broma. Se trata en realidad de un gobierno arbitrario. Es un mero juego de palabras sostener que, con tal de que una mayoría apruebe los actos del gobierno, queda a salvo el imperio de la ley. Éste se consideró como una salvaguardia de la libertad individual, porque significaba que la coerción sólo se puede permitir para imponer la obediencia a normas generales de conducta individual igualmente aplicables a todos, en un número indeterminado de casos futuros. La opresión arbitraria –es decir, la coerción no definida mediante alguna norma por los representantes de la mayoría– no es mejor que la acción arbitraria de cualquier otro gobernante. Ordenar que una persona odiada sea quemada o descuartizada, o bien que sea privada de sus propiedades, es, bajo este aspecto, lo mismo. Aunque haya buenas razones para preferir un gobierno democrático limitado a un gobierno no democrático, debo confesar que prefiero un gobierno no democrático sometido a la ley a un gobierno democrático sin limitaciones (y por tanto esencialmente arbitrario). Creo que un gobierno sometido a la ley constituye aquel valor más alto que en otro tiempo se esperaba fuera preservado por los guardianes de la democracia.

Pienso, en efecto, que la propuesta de reforma a la que quiere llevar mi crítica a las actuales instituciones de la democracia comportaría una realización más verdadera de la opinión común de la mayoría de los ciudadanos que los actuales ordenamientos orientados a gratificar la voluntad de distintos grupos de interés que acaban formando una mayoría.

No se pretende afirmar que el derecho democrático de los representantes elegidos por el pueblo a tener una palabra decisiva en la dirección del gobierno sea menos fuerte que su derecho a determinar lo que debe ser la ley. La gran tragedia del desarrollo histórico es que estos dos poderes distintos se han puesto en manos de una misma asamblea, y que, por consiguiente, el gobierno ha dejado de estar sometido a la ley. La solemne declaración del Parlamento británico de ser soberano, y por tanto de gobernar sin estar sometido a ley alguna, puede sonar como el anuncio de la condena a muerte de la libertad y la democracia.

III

Este desarrollo pudo haber sido históricamente inevitable; pero desde el punto de vista lógico no es ciertamente evidente. No es difícil imaginar cómo habría tenido lugar ese desarrollo si hubiera seguido líneas diferentes. Cuando, en el siglo xviii, la Cámara de los Comunes consiguió tener el poder exclusivo sobre el tesoro del Estado, obtuvo en efecto al mismo tiempo también el control exclusivo del gobierno. Si en aquel momento la Cámara de los Lores hubiera podido hacer esta concesión sólo a condición de que el desarrollo del derecho (es decir, del privado y penal, que limita los poderes de todo gobierno) fuera de su exclusiva competencia –desarrollo natural, puesto que la Cámara de los Lores era la corte suprema de justicia–, habría sido posible llegar a esta división entre una asamblea gubernativa y otra legislativa y conservar las limitaciones impuestas al gobierno mediante la ley. Políticamente, sin embargo, era imposible conferir este poder legislativo a los representantes de una clase privilegiada.

Las formas dominantes de democracia, en las que la asamblea representativa soberana hace las leyes y al mismo tiempo dirige el gobierno, deben su autoridad a un engaño, es decir, a la pía creencia de que este gobierno democrático ejecutará la voluntad del pueblo. Esto puede ser cierto para las asambleas legislativas elegidas democráticamente que sean tales en el sentido estricto de personas que hacen las leyes en la acepción originaria del término. Es decir, puede ser cierto si se trata de asambleas elegidas cuyo poder se limita a establecer normas universales de conducta recta, proyectadas para delimitar recíprocamente las esferas de control sobre los individuos y destinadas a valer para un número indeterminado de casos futuros. Acerca de tales normas que gobiernan el comportamiento individual, y que impiden que surjan conflictos en los que muchos pueden encontrarse en posiciones opuestas, es probable que en una comunidad se forme una opinión dominante, y verosímilmente puede existir un acuerdo entre los representantes de la mayoría. Una asamblea que tenga una función tan definida y limitada podría, pues, reflejar la opinión de la mayoría y, al tener que ocuparse sólo de normas generales, tiene pocas ocasiones de reflejar la voluntad de intereses particulares sobre cuestiones específicas.

Pero hacer leyes en este sentido clásico de la palabra constituye una mínima parte de las tareas confiadas a las asambleas que nosotros todavía llamamos legislativas. Su preocupación principal es el gobierno. Para la "ley de los juristas", como escribió hace más de setenta años un agudo observador del Parlamento británico, "el Parlamento no tiene ni tiempo ni aptitud". Las actividades características y los procedimientos de las asambleas representativas están por todas partes tan determinadas por sus tareas gubernativas que el nombre de cuerpo legislativo no deriva ya de su prerrogativa de hacer leyes. La relación se ha invertido. Nosotros ahora llamamos leyes prácticamente a toda resolución de estas asambleas sólo porque derivan de un cuerpo legislativo, por más que apenas puedan tener aquel carácter de compromiso para hacer normas generales de conducta recta para cuya aplicación se propuso que los poderes coercitivos del gobierno en una sociedad libre fueran limitados.

IV

Pero puesto que toda resolución de esta autoridad gubernativa soberana tiene fuerza de ley, sus actos de gobierno tampoco están limitados por la ley. Ni tampoco se puede aún pretender, y esto es mucho más serio, que esos actos estén autorizados por la opinión de una mayoría del pueblo. Los motivos para apoyar a los miembros de una mayoría omnipotente son completamente distintos de los motivos para apoyar a una mayoría en la que se basan los actos de un auténtico cuerpo legislativo. Votar por un legislador al que se le hayan impuesto unos límites significa elegir, entre distintas alternativas, la de asegurar un orden general resultante de las decisiones de individuos libres. Votar a favor de un miembro de un órgano que tiene el poder de otorgar beneficios especiales y no esté vinculado por normas generales es algo totalmente distinto. En una asamblea democráticamente elegida como ésta, dotada del poder ilimitado de conceder beneficios especiales y de imponer cargas especiales a grupos particulares, se puede formar una mayoría sólo comprando el apoyo de numerosos intereses especiales, garantizándoles estos beneficios a costa de una minoría.

Es fácil amenazar con el retiro del propio apoyo también a leyes generales, a no ser que el voto sea comprado con concesiones especiales al propio grupo. En una asamblea omnipotente, pues, las decisiones se basan en un proceso reconocido de chantaje y de corrupción. Esto forma parte desde hace mucho tiempo de un sistema al que no consiguen escapar ni siquiera los mejores. Estas decisiones para favorecer a grupos particulares tienen poco que ver con cualquier acuerdo por parte de la mayoría acerca de la sustancia de la acción de gobierno, dado que, en muchos aspectos, los miembros de la mayoría a duras penas sabrán que han dado a algún organismo poderes no bien definidos para alcanzar algún objetivo igualmente mal definido. Por lo que respecta a la mayor parte de las medidas, la mayoría de los votantes no tendrá ningún motivo para estar a favor o en contra de las mismas, a no ser el de saber que, a cambio del apoyo a quien las defiende, se les promete la satisfacción de algunos deseos. Y precisamente el resultado de este proceso de contratación es dignificado como voluntad de la mayoría.

Lo que nosotros llamamos cuerpo legislativo son de hecho órganos que deciden continuamente sobre medidas particulares, y que autorizan el uso de la coerción para aplicarlas; sobre estas medidas no existe un auténtico acuerdo en la mayoría, sino que para ellas se obtiene el apoyo de una mayoría a través de negociaciones. En una asamblea todopoderosa que se ocupa principalmente de medidas particulares y no de principios, las mayorías no se basan, pues, en la concordancia de opiniones, sino que se forman a través de la agregación de intereses especiales de utilidad recíproca.

El hecho aparentemente paradójico es que una asamblea nominalmente omnipotente –cuyo poder no se limita a establecer normas generales ni se basa en el propio compromiso de respetarlas– es por necesidad sumamente débil y depende completamente del apoyo de aquellos pequeños grupos que se ven obligados a mantenerse firmes para obtener concesiones que sólo el gobierno puede dar. La imagen de la mayoría de una asamblea así unida por convicciones morales comunes que valore los méritos de las demandas de grupos particulares es, naturalmente, una ilusión. Es una mayoría sólo porque se ha comprometido a no hacer valer un principio, sino a satisfacer demandas particulares. La asamblea soberana es cualquier cosa menos soberana en el uso de sus poderes ilimitados. Es realmente extraño el hecho de que todas las democracias modernas hayan considerado esto o aquello como necesario, y se cita a veces como prueba de la deseabilidad de la equidad de algunas medidas. La mayor parte de los miembros de la mayoría se dio cuenta con frecuencia de que una medida era estúpida e injusta, pero igualmente tuvo que declararse de acuerdo para poder seguir formando parte de la mayoría.

V

Un cuerpo legislativo sin limitaciones, al que no se prohíbe por convenciones o normas constitucionales decretar medidas intencionadas y discriminatorias de coerción, como aranceles o impuestos o subvenciones, actuará inevitablemente sin atender a principios. Aunque no faltan intentos para disfrazar esta compra de apoyo como ayuda beneficiosa a quien lo merece, la apariencia moral no puede ciertamente tomarse en serio. El acuerdo de una mayoría sobre el modo de distribuir beneficios y ventajas arrancadas a una minoría disidente no puede pretender un reconocimiento moral por su modo de obrar, aunque se recurra a la ficción de la justicia social. Lo que sucede es que la necesidad política creada por el actual sistema institucional produce convicciones morales no viables o incluso perjudiciales.

El acuerdo alcanzado por la mayoría sobre el reparto del botín conquistado aplastando a una minoría de conciudadanos, o decidiendo cuánto hay que saquearles, no es democracia, o por lo menos no es aquel ideal de democracia que tiene una justificación moral. La democracia en sí misma no es igualitarismo. Pero la democracia ilimitada está destinada a ser igualitaria.

Por lo que respecta a la fundamental inmoralidad de todo igualitarismo, me referiré aquí sólo al hecho de que todo nuestro sentido moral se basa en la distinta estima en que tenemos a las personas según el modo en que se comportan. Mientras que la igualdad ante la ley, es decir, el tratamiento que el gobierno reserva a todos según las mismas normas, creo que es una condición fundamental de la libertad individual, el trato diferente que es necesario para colocar a personas que son individualmente muy distintas en la misma condición material me parece no sólo incompatible con la libertad personal, también altamente inmoral. Pero éste es el tipo de incompatibilidad hacia el que camina la democracia ilimitada.

Repitamos que no es la democracia en sí, sino la democracia ilimitada, la que yo considero no mejor que cualquier otro gobierno ilimitado. El error fatal que ha dado a la asamblea elegida poderes ilimitados es el prejuicio de que una autoridad suprema debe ser ilimitada por su propia naturaleza, en cuanto que cualquier limitación presupondría otra voluntad por encima de ella, en cuyo caso no sería una autoridad suprema. Pero éste es un equívoco que deriva de la concepción totalitaria-positivista de Francis Bacon y Thomas Hobbes, o del cons­tructivismo del racionalismo cartesiano, al que por suerte se opuso durante mucho tiempo, en el mundo anglosajón, el pensamiento más profundo de Sir Edward Coke, Mathew Hale, John Locke y los Old Whigs.

A este respecto, los antiguos fueron a menudo más sabios que el pensamiento constructivista moderno. No es necesario que un poder supremo sea un poder ilimitado, sino que puede derivar su propia autoridad de un compromiso para con las normas generales aprobadas por la opinión pública. El rey-juez de la antigüedad no era elegido para que fuera necesariamente justo todo lo que dijera, sino porque sus sentencias se consideraban generalmente justas, y mientras se consideraran tales. Él no era la fuente sino simplemente el intérprete de una ley que se basaba en una opinión difusa, pero que podía inducir a la acción sólo si era articulada por la autoridad aprobada. Y si sólo la autoridad suprema podía ordenar la acción, ésta era válida en la medida en que tenía el apoyo del consenso general respecto a los principios que la inspiraban. La única y suprema autoridad con derecho a tomar decisiones a propósito de una acción común podía ser también una autoridad limitada, es decir, limitada a tomar decisiones comprometiéndose a respetar una norma general aprobada por la opinión pública.

El secreto de un gobierno decente está precisamente en que el poder supremo debe ser un poder limitado, un poder que pueda establecer normas que limiten a otro poder, y que pueda por tanto poner límites pero no dar órdenes al ciudadano privado. Toda otra autoridad se basa así en su compromiso a respetar normas que sus sujetos reconocen: lo que hace una comunidad es el reconocimiento común de las mismas normas.

Así, pues, el órgano supremo elegido no tiene necesidad de otro poder que el de hacer leyes en el sentido clásico de normas generales que guían el comportamiento individual. Tampoco tiene necesidad de otro poder de coerción sobre los ciudadanos privados fuera del poder de imponer obediencia a las normas de conducta así establecidas. Las otras ramas del gobierno, incluida una asamblea gubernativa elegida, deberían estar vinculadas y limitadas por las leyes de la asamblea, limitada a la legislación en sentido propio. Tales son las condiciones que garantizarían un auténtico gobierno sometido a la ley.

VI

La solución del problema, como ya sugerí antes, parece estar en la separación de las tareas realmente legislativas de las gubernativas respectivamente entre una asamblea legislativa y otra gubernativa. Naturalmente, poco se ganaría si tuviéramos simplemente dos asambleas con el carácter actual y sólo encargadas de tareas diferentes. Dos asambleas compuestas prácticamente del mismo modo no sólo obrarían inevitablemente en colusión, y por tanto producirían más o menos los mismos resultados que las asambleas actuales, sino que sus características, sus procedimientos y su composición estarían determinados de tal modo por sus tareas prevalentemente gubernamentales que las harían poco idóneas para legiferar en sentido propio.

Nada es más iluminador a este respecto que el hecho de que en el siglo xviii los teóricos del gobierno representativo condenaran casi de manera unánime la organización de la que ellos imaginaban como una asamblea legislativa creada según el modelo de los partidos. Ellos solían hablar de facciones; pero el interés de éstas por problemas relativos al gobierno hizo su organización según el modelo de los partidos universalmente necesaria. Un gobierno, para poder cumplir sus deberes, tiene necesidad del apoyo de una mayoría organizada comprometida con un programa de acción. Y para conceder tal opción debe existir una oposición organizada más o menos del mismo modo y que sea capaz de formar un gobierno alternativo.

Para sus funciones estrictamente gubernativas, los actuales cuerpos legislativos parece que se han adaptado bastante bien, y se podría permitirles que siguieran así, si el poder que tienen sobre el ciudadano privado se limitara por una ley establecida por otra asamblea democrática que ellos no tuvieran posibilidad de alterar. En efecto, esta asamblea administraría los recursos materiales y personales puestos a disposición del gobierno para permitirle prestar diversos servicios a los ciudadanos en general, y podría fijar también la suma total de los ingresos a recaudar de los ciudadanos cada año para financiar esos servicios. Pero sólo mediante una verdadera ley se debería poder fijar la cuota con que todo ciudadano debería verse obligado a contribuir a este fondo, es decir, con ese tipo de norma obligatoria y uniforme de comportamiento individual que sólo una asamblea legislativa podría establecer. Es difícil imaginar un control más saludable sobre los gastos que el que ofrece un sistema en el que todo miembro de la asamblea gubernativa supiera que por todo gasto al que hay que hacer frente él mismo y sus electores tendrían que contribuir con una cuota que él no podría alterar.

El problema crítico, entonces, es la composición de la asamblea legislativa. ¿Cómo podemos efectivamente hacer que sea representativa de la opinión general sobre lo que es justo y, al mismo tiempo, inmune a toda presión de intereses especiales? La asamblea legislativa estaría constitucionalmente limitada a aprobar leyes generales, de modo que cualquier orden específico o discriminatorio que emanara debería ser invalidado. Esta asamblea debería derivar su autoridad del propio compromiso de respetar las normas generales. La constitución debería definir las propiedades que deben tener tales normas para tener valor de ley: por ejemplo, su aplicabilidad a un número indeterminado de casos futuros, su uniformidad, su generalidad, etc. Un tribunal constitucional debería elaborar gradualmente esta definición y dirimir cualquier conflicto de competencia entre ambas asambleas.

Pero esta limitación a la aprobación de leyes auténticas no sería suficiente para impedir colusiones entre la asamblea legislativa y una asamblea gubernativa compuesta más o menos del mismo modo, a la cual probablemente proporcionaría las leyes que necesita para sus propios fines particulares, con resultados poco diferentes de los del sistema actual. Lo que nosotros entendemos por asamblea legislativa es claramente un organismo que representa la opinión general, y no intereses particulares; debería estar compuesta, pues, por individuos que, una vez encargados de esta función, fueran independientes del apoyo de grupos particulares y debería también estar constituida por hombres y mujeres que puedan situarse en una perspectiva de largo plazo, y no estén sujetos a la fluctuación de pasiones y modas temporales que tuvieran que complacer.

VII

Todo esto, al parecer, requeriría, en primer lugar, la independencia respecto a los partidos, lo cual podría asegurarse mediante una segunda condición igualmente necesaria: la de no ser influidos por el deseo de ser reelegidos. Me imagino por esta razón una asamblea de hombres y mujeres que, tras haberse ganado confianza y reputación en las actividades ordinarias de su vida, deberían ser elegidos por un único y largo periodo, por ejemplo para quince años. Para estar seguros de que han obtenido experiencia y respeto suficientes y que no tienen problemas para el periodo siguiente al vencimiento de su mandato, fijaría una edad relativamente alta para ser elegidos, es decir, en torno a los 45 años, y les aseguraría para otros diez años tras el vencimiento de su mandato, al cumplir los 60 años, un cargo honorable como jueces laicos o algo por el estilo. La edad media de los miembros de esta asamblea sería inferior a los 53 años, siempre inferior a la de la mayor parte de las asambleas análogas de nuestro tiempo.

Evidentemente, los miembros de la asamblea no deberían ser elegidos todos en la misma fecha, sino que cada año quienes han servido durante quince años deberían ser sustituidos por otros de cuarenta y cinco. Sería favorable a estas elecciones anuales de un decimoquinto de los miembros de la asamblea reservados a sus coetáneos, de suerte que todo ciudadano votaría una sola vez en su vida, a los cuarenta y cinco años, para que uno de sus coetáneos fuera legislador. A mi entender, este método sería válido no sólo porque, como enseña la vieja experiencia en organizaciones militares y semejantes, los coetáneos suelen ser los mejores jueces del carácter y de la capacidad de un hombre, también porque ésta podría convertirse en la ocasión para hacer crecer instituciones tales como las asociaciones locales por grupos de edad, que harían posibles las elecciones sobre la base del conocimiento personal.

Puesto que no habría partidos, no se producirían situaciones absurdas acerca de la representación proporcional. Los coetáneos de una región conferirían el honor casi como una especie de premio para el miembro más admirado de la clase. Existen muchos otros problemas fascinantes planteados por un ordenamiento de este tipo: por ejemplo, si no podría ser preferible, a tal fin, una especie de elección indirecta (con las asociaciones locales que rivalizarían para que uno de sus delegados obtuviera el honor de ser elegido representante), pero que no es el caso de tomar en consideración en una exposición del principio general.

VIII

No creo que los políticos con experiencia hallen muy inexacta la descripción que ofrezco del modo de proceder de nuestras actuales asambleas legislativas, aunque encontrarán inevitable y beneficioso lo que yo considero evitable o perjudicial. Pero en ningún caso deberían sentirse ofendidos porque yo defina ese modo de proceder como institu­cionalización del chantaje y la corrupción, porque somos nosotros los que mantenemos instituciones que deben actuar así para poder hacer algo bueno.

En cierta medida, las negociaciones que describo son probablemente de hecho inevitables en un gobierno democrático.

Lo que no apruebo es que las instituciones vigentes extiendan estas negociaciones al interior de aquel órgano supremo que debe formular las reglas del juego y poner limitaciones al gobierno. La desgracia no es que esto suceda –en una administración local probablemente puede evitarse–, sino que suceda en el órgano supremo que debe hacer nuestras leyes, que por el contrario debería protegernos de la opresión y la arbitrariedad.

Otro efecto importante y muy deseable de la separación entre el poder legislativo y el poder gubernativo sería la eliminación de la causa principal del proceso cada vez más rápido de centralización y concentración del poder. Este proceso es hoy resultado del hecho de que, como consecuencia de la fusión del poder legislativo y el gubernativo en la misma asamblea, ésta posee poderes que en una sociedad libre ninguna autoridad debería tener. Obviamente, a este órgano se le reclama un número creciente de tareas gubernativas, y puede enfrentarse a demandas particulares que se concretan en leyes especiales. Si los poderes del gobierno central no fueran mayores que los de los gobiernos regionales o locales, el gobierno central se ocuparía sólo de las cuestiones en las que parecería beneficioso para todos un reglamento uniforme a nivel nacional, y muchos problemas se dejarían a la competencia de autoridades inferiores.

Una vez reconocido por todos que gobierno bajo la ley y poderes ilimitados de los representantes de la mayoría son conceptos inconciliables, y que todo gobierno debe estar igualmente sometido a la ley, es suficiente confiar al gobierno central –en cuanto distinto de la asamblea legislativa– poco más que la política exterior, y los gobiernos regionales y locales, limitados por las mismas leyes uniformes en lo que respecta al modo en que los habitantes individuales deberían contribuir al fisco, podrían convertirse en compañías de tipo comercial en recíproca competencia para ganarse ciudadanos que podrían expresar su consenso por aquella compañía que les ofreciera los mayores beneficios al precio exigido.

De este modo, podemos aún salvar la democracia y, al mismo tiempo, detener el impulso hacia aquella su deformación conocida como democracia totalitaria, que algunos consideran ya irresistible.

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