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¿Por qué tenía que morir Terri Schiavo?

A Theresa Schindler

La respuesta es, por supuesto, muy sencilla si uno se confía al valor superior del pensamiento de Luis Antonio de Villena o Haro Tecglen. No matarla constituiría una manifestación de totalitarismo moral y de cristiano-fascismo. Es el mismo criterio de la vetusta colegiala Maureen Dowd, que habla de teocracia en el New York Times refiriéndose a los intentos del presidente Bush y del Congreso para salvar la vida de Schiavo. El nombre de soltera de Terri era Schindler. Su padre, Bob Schindler, su madre y sus hermanos sólo tenían un nombre en su lista para salvar de la ejecución gratuita, pero un juez ha dispuesto que Terri debe morir de sed e inanición y, por alguna razón, el corazón de Maureen se expande con la noticia.

Puede ser que la supremacía intelectual y moral de las personas de ideología progresista les permita operar en condiciones de perfecta ignorancia de lo que hablan, una vez se determina cuál es el lado de que cae el progreso. Para todos los demás, la narrativa de la muerte de Theresa Schindler es la historia de una mujer asesinada con sadismo, incluyendo la prohibición de recibir alimento o agua o de administrársele la eucaristía. Hace quince años que Terri está en este estado y hace diez que su guardián legal –y de facto ex marido–, Michael Schiavo, el hombre que le juró fidelidad hasta que la muerte los separara, vive con otra mujer, con la que tiene dos hijos. Es decir, su capacidad legal para instar la muerte de Terri depende de una ficción jurídica, un matrimonio que no existe más que en el kafkiano (y ahora kafkianamente homicida) mundo del juez George Greer.

Una de las mayores conquistas del movimiento feminista en la legislación americana es eliminar por completo al marido de una buena parte del derecho de familia. Incluyendo la decisión de abortar, que se puede hacer no ya sin el concurso de la voluntad del cónyuge varón, sino, en muchos Estados, de su conocimiento. Y mira por dónde, los apologetas de los derechos civiles, sección femenina, están encantados con que un marido adúltero tenga el poder de acabar con la vida de su mujer. ¿Es el adulterio con abandono del hogar no ya menos machista, sino heroico, si está al servicio de una causa oscarizada como la eutanasia plus?

Así que Michael (el del entrañable conflicto de intereses) se presenta en el juzgado y le dice a George (el campeón de la independencia judicial incluso de la ley misma) que hace muchos años, en una conversación premonitoria, Terri le dijo que no querría vivir con una discapacidad grave (o algo así, Michael no se acuerda muy bien, y nadie más se acuerda de una voluntad expresada, en su caso, de forma hipotética). George se enternece, desoye los argumentos de la familia y los amigos de Terri (los que sí han estado al lado de ésta durante quince años) y desprecia, de forma dolosa, la ley aprobada por el Congreso de EEUU la semana anterior que ordenaba el estudio de la situación de Terri por un panel federal.

¿Quieren que les diga los desafueros jurídicos cometidos por George? En primer lugar, violación de los derechos de Terri a un proceso imparcial (lo que los americanos llaman “due process”), en el que se le permitiera defenderse. Ningún otro proceso penal en el mundo civilizado, y menos con resultado de pena capital, se decidiría sobre la base de un testimonio vago, interesado, groseramente irrelevante y contrario al de todos los demás testigos. En segundo lugar, violación de los derechos civiles de Terri a no ser discriminada por razón de discapacidad, grave o leve, frente a personas que no lo están. Está meridianamente claro que los derechos procesales de Terri hubieran sido sustancialmente distintos de encontrarse en perfecto estado de salud. El derecho a la vida de los discapacitados es –debería ser– exactamente el mismo. En tercer lugar, desprecio de la competencia legal del Gobierno federal y prevaricación, al ignorar deliberadamente la Ley Schiavo aprobada días antes por el Congreso.

¿Y quieren que les diga las consecuencias de las acciones de Michael para el futuro? Para saber que nos dirigimos a un Mundo Feliz basta escuchar a su abogado decir que la agonizante Terri (nueve días sin alimento ni agua) tenía una expresión beatífica, lo que debe haber hecho concebir a los padres de Terri el deseo irrefrenable de que él pruebe algún día la “felicidad” que ha deparado a su hija. A medida que la población envejece, que los costes de la Seguridad Social se disparan y que la cultura de la muerte se convierte en una adicción masiva, los hospitales se van convirtiendo cada vez más en lugares donde a los pacientes se les administra la muerte antes que la curación (siempre habrá un juez a mano y un par de intelectuales y políticos de guardia para asegurarse). La enfermedad se verá como algo incompatible con la vida, y serán terceros quienes decidirán qué grado de enfermedad o discapacidad es tolerable según el “paradigma social” del momento.

¿Que no será así? ¿Y quién hubiera pensado, hace treinta años, que 40 millones de bebés americanos no verán la luz este año porque sus madres han decidido abortar a los tres meses, o a los cinco, o tal vez a los ocho, hasta llegar a la indiferencia sobre el orden temporal del nacimiento y la muerte en el llamado “aborto con nacimiento parcial”?

He visto muchos bustos parlantes desfilar por la televisión en días recientes y escuchado a algunos hablar de la complejidad legal y moral de la orden de ejecución de Terri. ¿Por qué es complejo? Un hombre ha abandonado a su esposa discapacitada. Se presenta ante un juez y afirma que su mujer no querría seguir viviendo en el estado en que se encuentra, en contra de la opinión de sus seres queridos y a pesar de que no es su mujer en ningún sentido real y de que ignora por completo su estado después de más de una década de haberla abandonado. Si ese hombre no dice la verdad, o su testimonio es sesgado, la muerte de Terri Schindler es un asesinato. Y si su testimonio se aproximara a la verdad, ¿es que Terri se habría condenado aquel día en que, después de ver una película –pongamos Mar adentro o Million Dollar Baby–, le comentó a su marido, perfectamente en abstracto, que preferiría morir a verse en según y qué situación de discapacidad? ¿Es que de esa conversación supuesta se deduce que Terri prestaba su consentimiento a ser ejecutada por hambre y sed quince años después?

Siempre nos habían dicho que la eutanasia presuponía algún acto de volición del enfermo. Pero el sombrío significado de la ejecución de Theresa Schiavo lleva las cosas aún más lejos: ¿alguien podrá tener en adelante una conversación sobre el sentido de la vida, la muerte, la enfermedad o la vejez sin un reflejo de temor de que en su futuro haya un accidente, un juez atento al “paradigma social” y un ex ligue desaprensivo aventurando interpretaciones sobre el valor de su existencia?

(28-III-05)
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