El gracejo chispeante, el enfrentamiento dialéctico fuerte e incisivo y el discurso parlamentario correoso deben ser, habitualmente, el carburante de la vida política.
Un carburante muy lejos de del insulto y, en todo caso, peleado con el ambiente soez que no debería hacer acto de presencia en el mundo político. Principios intocables que en estos últimos tiempos no han tenido buenos ejemplos en el ministro de Agricultura Arias Cañete, con su prepotencia verbal en el Plan Hidrológico Nacional, y en el ex presidente del Gobierno Felipe González cuando, no hace mucho, bromeaba con la “bodeguilla” y Ana Botella.
Un ministro no debe ser sólo bueno, también ha de parecerlo.
Un buen trabajo, una trayectoria importante, un peso político estable, pueden venirse abajo si en los momentos clave no se sabe guardar el tipo en las formas y la dialéctica. El espectáculo al que hemos asistido debe corregirse. No beneficia a nadie. Y menos a la clase política.
Una persona dedicada a la vida pública, una profesión cargada de reconocimiento popular, tiene que ser consciente de la dimensión de sus afirmaciones. Las bromas tienen un límite, el límite del buen gusto. Ni paseos militares, ni botellas, ni regadíos. La vida política es otra cosa. Y las bromas fáciles para profesionales de la dialéctica sitúan el nivel por los suelos. Los ciudadanos se merecen algo mejor de los políticos. Tampoco es tan complicado.
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