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Itxu Díaz

El rito electoral del beso a la oveja

Los políticos en campaña siempre besan a los que no pueden votarles.

Los políticos en campaña siempre besan a los que no pueden votarles.
David Mudarra - Partido Popular

Los políticos en campaña siempre besan a los que no pueden votarles. Antes besuqueaban niños, ahora le meten el morro en la lana a las ovejas, y es que tal vez se van aproximando lentamente al votante medio. A fin de cuentas, la oveja habla el idioma de la mayoría de los políticos. En cinco días, cientos de cabezas de ganado se han visto acosadas y sobadas por políticos de todos los colores, y aún no ha empezado la campaña. He visto a Pablo Casado sonriente fotografiándose rodeado de un montón de ovejas y no sé, dirás que yo no entiendo de esto, pero no estoy seguro de que haya sido una idea brillante. Tal vez habría sido más elocuente besar un chuletón.

Pero a mí todo este festival rústico me trae a la mente a H. L. Mencken, quien, con la virtud de desconfiar siempre de la masa enfervorizada, dejó escrito que "la democracia es la patética creencia en la sabiduría colectiva de la ignorancia individual". "Nadie en este mundo", añadió, "ha perdido dinero al subestimar la inteligencia de las grandes masas de la gente común. Tampoco nadie ha perdido nunca un cargo público por ello". Lo que me hace temer que nos quedan aún por ver muchos corderitos manoseados por señores recién llegados de las Cortes, ataviados con ropa de Coronel Tapioca y besuqueando sin control sanitario nuestra comida de dentro de unos meses.

A uno de mis mejores jefes le gustaba repetir aquello de que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. La mayoría de los políticos en campaña no lo saben, pero la gente del campo nos cala, a los de piso, con desconcertante prontitud. En esa delicia que es Las cosas del campo de José Antonio Muñoz Rojas se dibuja bien su perfil, y tiene un algo de profecía: "Hechos al polvo y a la pena, con la copla sin alegría, pardos, contra el suelo, surco va, surco viene, ya al arado, ya a la hoz o al azadón uncidos a la tierra, nobles hombres del campo, en el olvido y en la desesperanza". Te puedes hacer una idea de lo que piensan de tus posados electorales para Instagram.

Pero como van a hacerlo igual, como casi nadie se atreve a denunciar, qué sé yo, la ruina que supondrá para España –la vaciada y la llena– la Agenda 2030, como van a intentar subirse al regazo los lechones pase lo que pase, quizá les convendría elegir bien a su víctima. Tengo una lejana experiencia como acariciador de animales, y no lo digo solo por haber sido cronista parlamentario durante unos meses. Mis recuerdos de verano en el Ribadeo de mi niñez son las mañanas navegando la ría, hierático Calvo Sotelo por barlovento, maragotas y sargos en la pesca con mi padre, y el camino a la granja al atardecer, acariciando la testa a algunas vacas en el establo, en la espera de la lechera caliente para los postres caseros. De niños, tan inconscientes, lo intentábamos sobajear todo: vacas, burros, perros, gallinas, ovejas, cabras, o patos. Y no he visto, más allá de la cucaracha, animal más indiferente a las caricias que la oveja.

He probado con las bestias más variadas. Mientras le sobas la cabeza, la vaca vieja te mira con condescendencia sin dejar de rumiar, como si estuviera convencida de que estás a punto de engrosar la República de los tontos de Santiago González. El conejo, siempre traidor, busca el lugar más calentito de tu regazo para mearte encima. El burro ni te mira, quizá simplemente le resultes familiar. La tortuga no entiende qué te mueve siquiera a intentarlo. El hámster, como el gato, te roba las caricias achinando los ojos, sin dejar de sentir por ti un rencor ancestral. Mientras que al periquito le puede el sueño y una cierta melancolía cuando le rascas bajo el pico, la de pensar que es una lástima que no seas una periquita. Pero la oveja, nada, si no se escapa, es impasible. Quizá porque conocen mejor la condición humana, y más aún, la condición del político en campaña, capaz de besar una babosa, si hubiera un granjero de babosas capaz de cambiar su voto al contemplarlo.

Por supuesto, de existir esa España vaciada, aún tengo mis dudas, volverá a estarlo tan pronto como se abran las urnas, y los políticos pasen de besar ovejas al noble arte de balar en el Congreso. Y en eso habrán ganado sus vaciados habitantes, que tal vez un día en venganza, cuando todo esto haya pasado, deberían organizarse, viajar a Madrid, y acariciar un coche oficial, dar de comer a un asesor y hacerse un selfie con diputados y sindicalistas besando un par de nécoras en El Telégrafo.

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