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Jaime Ignacio del Burgo

¿Crisis del régimen constitucional?

El mejor regalo que podríamos hacer a quienes consideran llegada la hora de dar jaque mate a la nación española sería certificar la defunción de la Constitución española por considerarla incapaz de garantizar la unidad nacional.

Publicamos en cuatro entregas el documento elaborado por Jaime Ignacio del Burgo, diputado de UPN-PP, con motivo de la celebración de la Conferencia Política del Partido Popular celebrada en Madrid para tratar del modelo de Estado y la reforma constitucional los días 29 y 30 de noviembre de 2007.

Todas las Constituciones –y la española no es ninguna excepción– nacen al mundo del Derecho con vocación de eternidad. Pero por mucho que se considere que la estabilidad constitucional es un bien en sí mismo, porque asegura el progreso social, lo cierto es que este principio no puede ni debe tener carácter absoluto. Las sociedades cambian y evolucionan con el paso del tiempo. Surgen nuevos problemas o nuevas realidades y se generan otras situaciones políticas, sociales y económicas a los que el Derecho tiene que dar respuesta. La Constitución es un marco de convivencia. Hay, sin duda, valores permanentes. Los derechos y libertades fundamentales y los principios básicos del sistema democrático son árboles de hoja perenne. Entre aquellos destacan el principio de la separación de poderes y el de la elección democrática de los gobernantes. Hay valores constitucionales de indiscutible vigencia como la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. El principio de solidaridad entre comunidades autónomas es otro valor esencial que se deriva de la igualdad básica de todos los ciudadanos que conviven en el mismo Estado.

La forma de Gobierno –en nuestro caso, la Monarquía parlamentaria– también forma parte del núcleo esencial de nuestro régimen político. A nadie se le obliga a ser monárquico y, por supuesto, es plenamente legítimo abogar por la instauración de la República. Sin embargo, los constituyentes concluyeron que la Monarquía es una institución que por estar al margen de la lucha partidista posee en sí misma una gran capacidad integradora. La Corona es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado y en ella pueden sentirse representados todos los españoles, con independencia de su ideología y de su adscripción territorial. A esa función representativa se une otra no menos importante cual es la de ejercer un poder arbitral y moderador, apenas perceptible porque que no se traduce en ninguna facultad de carácter político, pero deviene de la presunción de imparcialidad e independencia de la Corona por su permanente vocación de servicio al interés general de España.

La Constitución contempla la posibilidad de su reforma. Ahora bien, los constituyentes entendieron que el interés de la nación exigía proteger el núcleo esencial o el "disco duro" –diríamos hoy con lenguaje informático– del texto constitucional de afanes reformistas fruto de la improvisación o de impulsos emocionales que pudieran surgir en el futuro. Y así, para proceder a una reforma total de la Constitución o para modificar el título primero, donde se sientan las bases del sistema político español, el capítulo de libertades y derechos fundamentales y el título relativo a la Corona, se exigen una serie de requisitos que reservan al pueblo español como titular último de la soberanía nacional la última palabra a la hora de refrendar los cambios propuestos por sus representantes en las Cortes Generales. El artículo 168 exige en tales supuestos que tras la aprobación por las Cortes, con una mayoría de dos tercios, de la propuesta de revisión total o parcial de la Constitución, las Cámaras quedarán disueltas y se procederá a la convocatoria de elecciones generales. Las nuevas Cortes deberán ratificar la decisión de proceder a la reforma y si el nuevo texto constitucional por ellas elaborado es aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras, habrá de someterse a referéndum del pueblo español para su ratificación.

El artículo 167 prevé que si la reforma de la Constitución afecta a cualquier otro precepto no incluido en los contenidos nucleares de la misma en tal caso basta con que las Cortes la aprueben por mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras. En principio, no habrá referéndum de ratificación por el pueblo español salvo que dentro de los quince días siguientes a su aprobación una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras lo soliciten.

En un régimen democrático es indiscutible la legitimidad de cualquier propuesta de reforma constitucional. Recientemente, algunas organizaciones cívicas han formulado propuestas de reforma de gran calado político que, aunque se presentan como una reforma "parcial", en realidad suponen una reforma integral y por tanto implicarían la entrada de España en un nuevo proceso constituyente de consecuencias imprevisibles. En el fondo se parte de un pronunciamiento previo, a saber: que la Constitución está muerta, el sistema constitucional ha entrado en una crisis profunda y la única manera de evitar la disolución de la nación española es proceder a una reforma "parcial" de nuestra Carta Magna que por su contenido es en la práctica una revisión total. Por otra parte, las reformas propuestas están inspiradas en un cierto neo jacobinismo que se aparta de los pronunciamientos constitucionales sobre el derecho a la autonomía.

No compartimos esta visión tan negativa. No se puede hablar de crisis del régimen constitucional sino, a lo sumo, de crisis política para definir la actual realidad española. Es verdad que el Estatuto de Cataluña ha provocado una dislocación del Estado de las autonomías. Al impulsar esta reforma –y a pesar del "peinado" efectuado en su tramitación en la Comisión Constitucional del Congreso– el presidente Rodríguez Zapatero ha incurrido en una grave responsabilidad política. En el pensamiento de los mentores del nuevo Estatuto, con independencia del resultado conseguido, está la voluntad de convertir a Cataluña en un ente soberano, más o menos inserto en el Estado español al que no se reconoce como la personificación jurídica de la nación española. De acuerdo con esta concepción España no sería otra cosa que un mero Estado plurinacional, lo que contraviene radicalmente la letra y el espíritu del artículo 2º de la Constitución.

Habrá que esperar al pronunciamiento del Tribunal Constitucional al margen de la plasmación de esa voluntad política, pero lo cierto es que en la práctica –y la expresión es del propio Pascual Maragall– el Estado ha sido "expulsado" de Cataluña desde el punto de vista de la relación directa con sus ciudadanos. La potestad atribuida al Estado para desarrollar políticas comunes en todo el territorio nacional ha quedado sensiblemente mermada.

La Constitución permite una cierta asimetría del sistema autonómico, pero no ampara la existencia de un Estado dentro del Estado ni tampoco la pretensión de negar a España su condición de nación. Para ello hubiera sido preciso abordar previamente la reforma de la Constitución. Sólo el pueblo español –y nadie más– puede decidir si quiere dejar de ser una nación y no reconocer la plurinacionalidad del Estado. Lo cierto es que el nuevo Estatuto en vez de calmar las reivindicaciones nacionalistas las ha exacerbado hasta tal punto de que ahora reivindican el "derecho a decidir" que es un eufemismo bajo el que se esconde el derecho de secesión. Si a esto se une que el "plan Ibarreche" vuelve a la palestra, esta vez con un claro desafío al Estado si no se acepta la negociación de un nuevo marco político para el País Vasco que en la práctica implicaría la subversión del orden constitucional, el horizonte político español se presenta cargado de nubarrones.

¿Qué hacer ante esta situación? No parece razonable esperar al desarrollo de los acontecimientos con los brazos cruzados. Pero el mejor regalo que podríamos hacer a quienes consideran llegada la hora de dar jaque mate a la nación española sería certificar la defunción de la Constitución española por considerarla incapaz de garantizar la unidad nacional. Por el contrario, debemos expresar nuestra confianza en la fortaleza de la Constitución para hacer frente al actual desafío de las fuerzas políticas separatistas.

Otra cosa es que ciertos aspectos de la Constitución relativos al funcionamiento del Estado autonómico, que se han demostrado insuficientes para garantizar el cumplimiento por parte del poder central de las funciones que le son propias, puedan y deban ser revisados. Serían reformas "puntuales" que en modo alguno supondrían una revisión general de la Constitución. [La única reforma que exigiría cumplir los requisitos del procedimiento agravado del artículo 168 es la de la sucesión a la Corona para suprimir la discriminación de la mujer. Pero si hubiera acuerdo, como parece, sobre esta cuestión la disolución prevista como primer paso para producir la reforma del orden sucesorio podría hacerse coincidir con la convocatoria de elecciones generales.] Por otra parte, no debemos olvidar que algunas de las medidas para el perfeccionamiento del sistema podrían no requerir de la reforma de la Constitución sino de la modificación de las leyes orgánicas que la desarrollan.

Si el pacto político que informa la Constitución fue fruto del consenso, resulta fuera de discusión que cualquier intento de modificación de la misma ha de hacerse mediante consenso. Abogamos por el acuerdo entre las dos grandes fuerzas políticas democráticas –y cuantas quieran sumarse a él–, pues sin pacto previo no se podrá conseguir la mayoría de tres quintos necesaria para aprobar ninguna reforma. El acuerdo debería plasmarse en una gran "convención o pacto constitucional" de la que se derivarían las correspondientes reformas y, en su caso, modificaciones de las leyes orgánicas de desarrollo de la Constitución.

Existe en nuestro pasado reciente un ejemplo claro de convención constitucional. Es el caso de los "acuerdos autonómicos" suscritos el 31 de julio de 1981 entre el presidente del Gobierno español y el secretario general del Partido Socialista Obrero Español que encauzaron la puesta en marcha del proceso de creación de comunidades autónomas y del nuevo Estado autonómico. Las convenciones constitucionales no tienen carácter jurídicamente vinculante, pero tienen por objeto el establecimiento de reglas de funcionamiento basadas en el consenso tácito o expreso de las fuerzas políticas.

El Partido Socialista Obrero Español debería ser el primer interesado en alcanzar esta convención o pacto constitucional. Durante cuatro años, el PSOE ha estado prisionero de las exigencias de sus socios nacionalistas que en las cuestiones esenciales sustentan posturas radicalmente diferentes a las que ha mantenido y dice mantener Rodríguez Zapatero y su partido. No es admisible que en todos estos asuntos pueda prevalecer la voluntad de unos pocos sobre la de la inmensa mayoría de los españoles que no quieren en modo alguno que España se convierta en un mosaico de naciones ni la autonomía se utilice como palanca hacia la secesión ni como factor de insolidaridad.

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