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Javier Gómez de Liaño

Orgullo fiscal

No habrá justicia en el mundo ni conciencia de que algún día pueda haberla mientras los políticos manipulen a jueces y a fiscales, y, naturalmente, unos y otros lo consientan y se dejen. Y no gozará el hombre de justicia ni podrá soñar con la igualdad de todos ante los tribunales mientras esos funcionarios continúen obedeciendo como mansos corderos las consignas que reciben de los políticos a cambio de media docena de elogios o promesas.

Los fiscales políticos, sean de España o de cualquier otro rincón del planeta —aunque aquí los tenemos más cerca y sus nombres y discursos suenan en nuestros oídos como monótona y aburrida cantinela—, son los enemigos naturales de la justicia. Nada les importa abdicar de los más nobles fines de su función para conquistar el poder o ayudar a que otros lo consigan o retengan.

Seamos sinceros y honestos, como lo fuimos al aprobar la Constitución, y exijamos lo que hoy se nos niega con pasmosa cicatería: que los fiscales, los políticos, los políticos fiscales y los fiscales políticos, no coaccionen, ni condicionen a la justicia. Querer cambiar presidentes de gobierno o de comunidad autónoma, ganar unas elecciones, por ejemplo, son tareas que quedan fuera del alcance del Ministerio Público y, sin embargo, hay algunos miembros de la institución que se lo proponen. Ahora, con el nuevo Estatuto del Ministerio Fiscal, quizá sea el momento de plantearse, qué fiscales —sobre todo los de la cúpula de la carrera— sobran por su arrogante e insobornable pasión de fidelidad a las siglas de un partido.

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