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Javier Gómez de Liaño

Parlamento y Justicia

Al amparo del artículo 76.1 de la Constitución, dado el “interés público del asunto” Gescartera –las comillas son legales–, el Pleno del Congreso de los Diputados ha decidido “nombrar” –no se dice crear ni constituir– una comisión de investigación. El acuerdo y su relación con las actuaciones judiciales que sobre el mismo caso se tramitan en el juzgado Central de Instrucción número 3, me llevan a esta serie de prontas y breves reflexiones:

1ª. Es la propia Constitución, en el artículo arriba citado, la que se encarga de aclarar la plena autonomía de la comisión parlamentaria y de la juez –o jueza, que también vale– competente. La actuación judicial y la parlamentaria no son excluyentes, sino que pueden coexistir.

2ª. Aunque es de esperar que entre Justicia y Parlamento, en sus respectivas actuaciones, se dará la cooperación requerida, no se puede descartar que en algunos trámites se produzcan interferencias. Téngase en cuenta que, si bien el artículo 109 de la Constitución atribuye a las Cortes y a sus Comisiones el poder de recabar “la información y ayuda que precisen” de cualquier administración pública, entre esas autoridades no están los órganos judiciales, lo cual es congruente con el principio de independencia judicial. Y así, por ejemplo, puede ocurrir que la señora juez deniegue el preceptivo permiso para que Antonio Camacho, el principal imputado de la causa y en prisión provisional, comparezca ante la comisión de investigación parlamentaria porque considere –es un decir– que dicha presencia, a la vista del estado de las actuaciones, podría perjudicar la investigación criminal. Lo mismo que si decidiera que determinada documentación no transcendiese del ámbito judicial al entender que perjudicaría el buen fin del proceso. En ambos supuestos, nada se podría objetar. Ante el delito, el único Estado es el Juez y las exigencias del proceso penal prevalecen sobre las demás.

3ª. En la medida que lo manifestado ante la comisión parlamentaria pudiera tener relevancia penal, cualquier compareciente, al amparo del artículo 24 de la Constitución, podría guardar silencio y negarse a declarar, sin olvidar el derecho a la asistencia letrada.

4ª. Si las diligencias judiciales estuviesen secretas –desconozco si lo están–, el deber de sigilo afecta únicamente a quienes por razón de su posición en el proceso tienen acceso a la información sumarial (juez, fiscal, acusadores particulares, abogados defensores, etcétera), sin que terceros –incluidos los medios de comunicación– estén obligados por ese secreto y deban abstenerse de dar la información obtenida, siempre que lo haya sido por medios lícitos.

5ª. El resultado de ambas investigaciones no va desde el Poder Judicial a las Cámaras, sino al revés. Será la comisión parlamentaria la que, en su momento, comunique al ministerio fiscal las conclusiones obtenidas para el ejercicio de las oportunas acciones penales, si a ello hubiere lugar; conclusiones de la comisión que “no serán vinculantes para los tribunales ni afectarán a las resoluciones judiciales” (art. 76.1 CE).

6ª. El principio non bis in idem, que impide sancionar unos mismos hechos por la Administración y el Poder Judicial, no rige en el marco parlamentario y, por tanto, es inaplicable a las comisiones de investigación. El Parlamento ni sanciona ni castiga, sino que investiga y controla. El hecho de que la única sanción de la responsabilidad política sea la reprobación, la cuestión de confianza, o el cese de quien corresponda, pone de relieve su alcance. Mandar a alguien a la cárcel necesita razones más poderosas.

En fin, además de estas consideraciones técnicas, creo que hace bien el Parlamento en pretender que salgan a flote, sin temor al resultado, todas las irregularidades que haya podido generar el asunto. Nadie debe temer las salpicaduras del barro ajeno y menos que nadie el Gobierno que, en mi opinión, debería salir fortalecido con la terapia del pleno sol. La zancadilla que el PSOE puso a las comisiones parlamentarias en tiempos ya idos –al parecer también en el presente, en cierta comunidad autónoma–, favoreció la corrupción y desprestigió a los socialistas en su conjunto, sin respetar la honradez y el buen nombre de muchos de ellos. Lo que ahora cabe esperar es que, desde el sentido de la responsabilidad, ambos poderes, juez y Parlamento, hagan lo posible para evitar perturbaciones indebidas, actitudes demagógicas o protagonismo absurdos. De momento, a la hora del reparto del asunto entre los juzgados de la Audiencia Nacional, ha habido suerte.

Federico Jiménez Losantos lo tiene dicho: la corrupción, antes que un hecho económico es un hecho ético, algo tan simple como no querer distinguir la verdad de la mentira, lo legal de lo ilegal, lo moral de lo inmoral. Pues bien, un nuevo saldo de trapos sucios ha empezado ya. Estoy seguro de que nadie se avergonzará, salvo, como siempre, y si es que algo de vergüenza les queda, los desvergonzados repletos de dinero a base de favores y otras trapacerías. La gente hace tiempo que sabe quiénes son y dónde están los falsos pudorosos y los perseguidores de dinero insano con mentalidad de bucaneros. Y pensemos con Séneca que nunca descubriríamos la verdad, si nos contentásemos con lo descubierto.

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