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Javier Gómez de Liaño

Sombras de incompetencia

Leo en este periódico digital que el Juez Central de Instrucción número 5 ha dictado orden de detención de un tal Brady Roche, ex ministro de Defensa durante la dictadura chilena. La resolución se pronuncia en el marco de la instrucción penal seguida por el asesinato de Carmelo Soria, el funcionario internacional, de nacionalidad española, que fue secuestrado el 14 de julio de 1976, en Santiago de Chile.

El Ministerio Fiscal ha recurrido el auto judicial al advertir la falta de jurisdicción y las autoridades chilenas se han apresurado a expresar su malestar por lo que consideran una nueva injerencia del juez español. Desde luego, es hora ya de que el non nato Tribunal Penal Internacional se ponga en marcha, juzgue y castigue los crímenes de tiranos y genocidas, pero admitir que cualquier juez de cualquier nación tiene competencia universal sobre hechos de los que son competentes los tribunales del propio Estado donde ocurrieron supone una posibilidad de conflictos jurídicos internacionales muy desagradables.

Lo dije en su momento y lo repito aquí por si quedasen dudas: la competencia de la jurisdicción española en ese asunto, como en el de los crímenes perpetrados durante la dictadura argentina, resulta más que discutible. Lo sucedido en Chile tras el golpe de 1973 tiene mal encaje en el delito de genocidio, tal como aparece tipificado en el artículo 607 del vigente Código Penal. Si los indicios apuntan que Carmelo Soria fue detenido al salir de su casa, conducido hasta un chalet del barrio de Lo Curro, torturado, asesinado y su cuerpo arrojado al canal Mapucho, todo en Santiago de Chile, y que sus responsables fueron policías chilenos, los únicos tribunales competentes para conocer y enjuiciar esos delitos son los chilenos. Sólo, en defecto de ellos, se podría aplicar el principio de extraterritorialidad. Opino que la competencia de los tribunales españoles no existe y que quienes se la atribuyan incurren en exceso de jurisdicción.

Hay que trabajar incansablemente en investigar y, en su caso, juzgar y condenar la maldad humana hecha delito. No en vano, el sereno Cicerón nos dejó dicho que el bien de un pueblo es la suprema ley. Ahora bien, todo lo que no sea esto y lo que es peor, todo lo que sea tocar la campana del dolor ajeno para hacer demagogia o conseguir gratuitas cuñas publicitarias es, como mínimo, tráfico de sentimientos. En estos asuntos la gente propende al apasionamiento, cosa muy fácil de propiciar. Esperemos que no se repita el espectáculo de partidarios y enemigos de Pinochet, vociferando a las puertas de la Audiencia Nacional. La justicia no puede convertirse en foro de luchas ideológicas ni dar lugar a bandos enfrentados a muerte. Por eso me parece injusto que al pueblo chileno se le discuta que, a través de sus poderes democráticos –supongo que no se negará que lo son–, fundamentalmente del legislativo y del judicial, salde sus propias cuentas, y que se interfiera en su proceso de transición y de cicatrización de heridas.

En la actualidad, el magistrado chileno Juan Guzmán instruye varias causas por los atroces hechos cometidos durante la dictadura de Pinochet, entre ellos, los perpetrados en la denominada “ Caravana de la Muerte”. Ignoro cuál será el final, si habrá sentencias absolutorias o condenatorias, pero lo que no me parece aceptable es que alguien, no importa quién, irrumpa en un procedimiento judicial que no es suyo. El 14 de noviembre de 1988, Jorge Edward, premio Cervantes, escribía en El País: “entre el juez Garzón y el juez Guzmán, me quedo a ojos cerrados con el juez Guzmán”. Para evitar agravios, yo no me atrevo a elegir, aunque, la verdad sea dicha, siempre preferí a los jueces competentes, discretos, prudentes y cultos.

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