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Javier Somalo

Echamos a la persona equivocada

Hemos echado de España al que trajo la democracia desde una dictadura y nos quedamos con los que quieren hacer justo lo contrario.

Hemos echado de España al que trajo la democracia desde una dictadura y nos quedamos con los que quieren hacer justo lo contrario.
Rey Juan Carlos I | Gtres

En los obituarios de la monarquía, que eso parecen algunas crónicas sobre la salida de España de Juan Carlos I, muchos medios coinciden en destacar como momento cumbre del reinado del Emérito su papel en el 23-F. Lo hacen por evitar hablar del verdadero valor de la Transición, es decir, la salida de cuarenta años de dictadura desde la propia dictadura, con el PCE colaborando y el PSOE esperando al "hecho biológico", sin apenas decoro.

En el 23-F convendría primero recordar más cosas de las que relatan algunos libros de ficción y otros tantos pésimos documentales. Por ejemplo, los planes del PSOE, perfectamente al tanto de lo que iba a suceder con varios meses de antelación. De ello da cuenta la reunión, en octubre de 1980, entre Alfonso Armada, Enrique Múgica y Joan Reventós en casa del alcalde de Lérida, Antoni Siurana. Hubo informe escrito entregado a Felipe González aunque todo se negó.

En la misma línea está acreditado el testimonio recogido por Antxon Sarasqueta, según el cual Alfonso Guerra preguntó al nacionalista vasco Marcos Vizcaya cómo verían un gobierno de concentración presidido por un militar. También según Sarasqueta, el propio Suárez dijo durante un viaje a Lima en 1980: "Conozco la iniciativa del PSOE de querer colocar en la Presidencia del Gobierno a un militar. ¡Es descabellado!". Por aquel entonces, la relación entre Suárez y el Rey era ya inexistente, de vacío borbónico y soberbia presidencial, y la UCD afilaba cuchillos en comandita con cualquiera que quisiera echar al primer presidente de la democracia, fundamentalmente en las vetas del PSOE. Habría que aclarar el papel de muchos políticos, también en la UCD, que no se sorprendieron de nada el día 23 de febrero de 1981, salvo por las formas. Y convendría saber mucho más sobre las decisiones del rey, que paró un golpe que conocía, él y tantos. No, 1981 no es el año de oro sino el de las preguntas con pocas respuestas.

La clave del reinado de Juan Carlos I fue el año 1976 y las personas que lo acompañaron. Fue entonces cuando se empezaron a construir los planos diseñados años antes, prácticamente desde su designación como sucesor "a título de rey" por Franco. El esquema económico de una España abierta al mundo, el boceto de la participación de los partidos sin exclusión, las relaciones internacionales o el papel de las Fuerzas Armadas en un país democrático, entre otras muchas cuestiones, fueron cuajados en el 76. La monarquía parlamentaria sería la clave de bóveda de todo ello a sabiendas de que los enemigos eran igual de numerosos a izquierda y a derecha. La nación democrática española tras una guerra civil y cuarenta años de dictadura levantó el telón en 1976 y se encaminó hacia la Constitución que, con todos sus errores, legalizaba y legitimaba el extraordinario proceso. No se elegirá al rey pero se avaló su proyecto, que es más importante aún. Esto es lo que tanto molesta.

Algunos han aprovechado el caso Juan Carlos para recordar la figura del padre y abaratar la llegada a la corona del que no era sucesor. Discuten la monarquía pero se hacen legitimistas con tal de horadar un poco más en este proceso que nos puede traer muy graves consecuencias.

Con permiso de Luis María Anson, don Juan de Borbón y Battemberg nunca habría sido mejor rey que su hijo. La impaciencia y el miedo a los saltos dinásticos, de los que acabo siendo víctima, le hicieron dar tumbos de izquierda a derecha con tal de ceñirse la corona. Quiso combatir con Franco en la guerra y Mola lo mandó de vuelta casi en la misma frontera, con su mono azul y su boina roja. Quiso combatir a Franco desde la izquierda de dentro y de fuera y hasta puso la monarquía española al servicio del Tercer Reich en un fallido intento de reunión al más alto nivel a través del general Muñoz Grandes, que tenía acceso directo a Hitler. Su ideología era ser rey. No es el momento, pero las costumbres relajadas tampoco ayudaron mucho al orden en la familia y, por tanto, en la Corona. Don Juan no trató bien a "Juanito" y de eso hay multitud de testimonios y documentación tan seria que ha sido parcial y bochornosamente amputada.

Por eso, Juan Carlos sabe bien lo que es un exilio en el exilio, la condición de señalado por su padre, lejos de España, un país del que apenas conocía el idioma, vagando entre Estoril y Lausana para terminar recalando en España donde le esperaba una juventud planificada con preceptores en Las Jarillas, en Zaragoza, en Murcia… y en El Pardo, a la sombra de Franco y con la sombra de su padre. Salir ahora para no dañar a su hijo rey, Felipe VI, no será más duro que aquello. Lo angustioso es ver y oír a los que se alegran y a los que lo propician.

Los errores de Juan Carlos. ¿Cuándo se acaba la Transición?

Los esfuerzos por construir una concordia a finales de los setenta fueron ímprobos, pero el resultado no valía para los noventa. Sin embargo, no se hizo nada. A los nacionalistas se les incluyó al principio sin cláusulas para evitar cualquier estallido que diera al traste con el nuevo sistema pero, pese a ETA, la vaguería y cobardía de los años siguientes dieron por bueno el modelo, que era necesariamente coyuntural. La democracia imaginada no era así pero nadie quiso cerrar el proceso.

A finales de los ochenta, Juan Carlos ya no era el motor de cambio alguno y sin embargo, quiso mantener su campechanía, sus red de contactos y amistades, algunas de ellas, como era preceptivo entonces, en el mismísimo infierno. Reinó gobernando cuando tocaba pero enturbió sin necesidad cuando sólo debía reinar sin gobernar. Ni González ni Aznar hicieron lo suficiente para cerrar el ciclo de la Transición. Sobre esto se ha escrito y opinado mucho. Don Juan decía que su hijo y la democracia se estabilizarían cuando la izquierda ganara unas elecciones democráticas. Otros preferían decir que el ciclo habría de ser más largo y que la Transición podría darse por amortizada cuando, después de ganar la izquierda, la derecha llegara al poder. Pero pocos alzaban la voz cuando unos y otros ganaron con ayuda nacionalista.

El caso es que entre todos nos quedamos con los programas de máximos, necesarios entonces para el consenso pero que deberían tener una fecha de caducidad. Me refiero, sobre todo, a ese consentimiento extremo con el nacionalismo. Se les dejó crecer sin blindar la democracia y el único intento serio, la LOAPA, quedó sepultado por sus mismos inspiradores, la UCD y el PSOE, en pleno cambio de poderes y por presiones de vascos y catalanes, nacionalistas, claro. Aquella Ley, tumbada por el Tribunal Constitucional en pleno agosto, era el auténtico desarrollo del artículo 155. Con aquella Ley, creo que no habríamos llegado al golpe del 1 de octubre de 2017, ni siquiera a los órdagos anteriores. El nacionalismo no habría tenido nunca la capacidad de chantaje que nos ha llevado a soportar la proclamación, cómica pero proclamación, de una República Independiente de Cataluña. El nacionalismo no habría sido la llave para que izquierdas y derechas pudieran gobernar un país que acabaría roto por ese nacionalismo presuntamente facilitador.

Con la democracia ganada por otros ­(Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda…), el poder político se dedicó a lucirse y a creerse, en el frenesí de las mayorías absolutas, más demócratas que nadie. Todo el trabajo de la Transición estaba por hacer pero se echaron a descansar.

La necesidad de Juan Carlos de identificarse con la izquierda tras los sofocos del 23-F y para difuminar el origen de su llegada a la Corona le llevaron a querer entender aquellas cosas contra las que él mismo había luchado. Pero ya sin capacidad de maniobra y con la sensación de haber hecho bien su parte y de haber sacrificado su vida, llegaron de golpe y sin control todas las debilidades. La peor fue la debilidad ante los nacionalismos y hasta frente a ETA, como si todavía pudiera enviar a Prado y Colón de Carvajal a charlar en Rumania con Josu Ternera… No, Juan Carlos ya no era protagonista y eso le pasó factura personal y política.

El error de hacer ahora protagonista a Podemos

La falsa salida de Juan Carlos tiene muchos padres, igual de falsos. Media docena de periódicos se arrogan la responsabilidad del hecho por sus exclusivas y la triste conclusión es que las informaciones contra la auténtica cloaca, contra los verdaderos males de España no cuaja tanto como estos episodios que terminan minando las instituciones en un mes pese a que eran conocidos desde hace mucho tiempo. La conjunción diabólica, y la razón que obliga a indignarse, es que esto esté sucediendo con Pablo Iglesias como vicepresidente del Gobierno creyéndose llamado a ocupar un vacío que no es tal.

Pablo Iglesias quiere que detengan a Juan Carlos sin cargos, porque para él, y así lo ha confesado en innumerables ocasiones, la monarquía es un delito que impide la llegada del comunismo. A nadie se le escapa que, con la misma vara de medir, Iglesias ya estaría en prisión con mayor fundamento pero ya se sabe que las hemerotecas y fonotecas dejaron de ser un peligro para la izquierda desde que controlaron las redes sociales. Aquí lo grave es que la pieza a cobrar es el rey Felipe VI en un momento de evidente crisis institucional y, aun así, los medios de comunicación se pelean por la entrevista, la declaración o el canutazo de aquél que ya expresó con claridad meridiana sus planes para la prensa privada.

Con Pablo Iglesias y Pedro Sánchez en el poder no tardará en llegar una campaña de olvido y borrado de la historia con lista de calles, parques, colegios o edificios de negocios condenados a cambiar de nombre. Y se aplaudirá. Somos así de simples. Juan Carlos Monedero, que tuvo que apartarse de la primera línea por lo grosero de sus cuentas, ya ha anunciado la puesta en marcha de una especie de think tank para promover la república y entrar, como dijo el ministro de Justicia, en un proceso constituyente en el que estamos sumidos desde el golpe de octubre de 2017.

Por su parte, Pedro Sánchez ya tiene diseñado su papel ganador en todo esto: ponerse de parte de la monarquía parlamentaria torciendo el gesto ante Juan Carlos pretendiendo así separarse de Podemos sin perderse el tren de los cobardes que critican, siempre a destiempo y sin riesgo, al rey emérito. Ha sacado a Franco del Valle pero "salva" la monarquía parlamentaria aunque se pase el día pateando la Constitución y dejando que el PSC afile las guillotinas que desempolvó Iglesias. Podría funcionarle, pero si las encuestas no responden, la vía oficial de derrocamiento de la monarquía ya está abierta por Podemos y sólo hay que girar el timón, maniobra cotidiana y nada incómoda para el inquilino de La Moncloa. Es grosero, sí, pero sería ingenuo pensar que, de alguna manera, no le va a funcionar.

Y, aunque no merezca tantas portadas ni aperturas de telediario, la viga en el ojo de Podemos se llama Pablo Iglesias. Si hablamos de comisiones, relación económica particular con países extranjeros, gusto por la buena vida y líos con mujeres, no sé dónde está la diferencia entre Juan Carlos de Borbón y Pablo Iglesias. Lo que les separa es que uno de ellos sirvió a su país y pasó a la Historia como ejemplo único al llevarnos de una dictadura a una democracia sin necesidad de la revolución que añora Iglesias, sencillamente, porque no hizo falta. El otro, quiere desandar el camino y encontrar el ansiado momento de la venganza.

Estamos a nada de concederles el anunciado asalto. La solución a un problema que no era tal es una completa chapuza que nos puede costar la gran conquista de la democracia, la Transición. En otras palabras: hemos echado de España al que trajo a España la democracia desde una dictadura y nos quedamos con los que quieren hacer justo lo contrario.

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