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Javier Somalo

El comunismo existe

Sí. Sí hay mal que cien años dure. Y millones de cuerpos –otros cien– que lo soportaron y perecieron: es el Comunismo. Aquí está –esta vez para no perderla– su Memoria.

En casi todos los libros que han abordado el comunismo con intención crítica –salvando a Soljenitsin– queda siempre algún rinconcito para la disculpa; que un inoportuno guijarro no rompa la quietud del estanque porque, a fin de cuentas, si no se hubiera matado tanto no estaría tan mal, y porque ya se sabe que toda revolución conlleva sacrificio aunque sea (sólo) ajeno. Como si aquello hubiera sido un accidente o desviación de una aplicación práctica. Como si aquello hubiera sido criminalmente malinterpretado. Como si la muerte industrializada, diseñada para erradicar la propiedad no implicara el asesinato del propietario –de las personas–, por poco que posea, apenas grano para subsistir. Como si el comunismo caminara por un lado y la muerte por otro. En definitiva, hasta ahora se ha escrito del comunismo como si jamás hubiera existido.

Memoria del Comunismo, de Federico Jiménez Losantos, rompe la sagrada costumbre de respetar al monstruo y lo encara de forma definitiva en una erudita historia crítica que guarda muchas sorpresas al lector. La primera, el papel de los socialistas franceses (SFIO) como auténticos padrinos, no de la revolución sino del Terror leninista. Desde los escombros de su Terror doméstico –amortizado hoy en cualquier libro de texto– no tardaron en ahogar las voces de auxilio de los rusos que enseguida vieron en la hoz el filo que habría de segar sus gargantas. Desde el primer momento de la revolución bolchevique llegaron amargas noticias de la oscuridad y la muerte que se cernían sobre el mundo. Violencia, represión y muerte se denunciaron en tiempo y forma, con tanto detalle como urgencia y angustia. Ahí están las crónicas de 1917 del corresponsal Boris Kritchevski –socialista ruso– para L’Humanité, cabecera de la SFIO, que Federico rescata de Christian Jelen y su estremecedora obra La ceguera voluntaria. Tales crónicas son la demostración de que la revolución era sólo aniquilación. Tan explícito y público drama terminó siendo censurado, se cortó el hilo. Los que gritaban se quedaron a solas con la muerte. Merece la pena leer cómo sucedió y quién fue el culpable.

Otra sorpresa, al menos para mí, es la verdadera dimensión de Lenin, el gran exculpado de la matanza comunista. Jiménez Losantos consigue un doble objetivo nada fácil: por un lado, desmitifica al líder mostrando al Lenin vago, cobardón, caprichoso, desequilibrado por una dolencia vascular, envidioso. Pero, por otro, nos enseña al verdadero muñidor del genocidio ruso, al alma mater de los cien millones, enormemente imbuido por las ideas de Bakunin del que toma todo lo necesario para crear un Partido con mayúsculas y del que aprovecha también la idea de que una guerra exterior puede convertirse en un conflicto civil interno que deje paso a una liberadora revolución. Marx no fue tan importante para Lenin; sí lo fue Bakunin.

Una tercera novedad –lo dejaré en tres para no extenderme pero hay más– es que España no necesitó a Stalin para sacarle todo el venenoso jugo al comunismo aunque Stalin se sirviera de nuestra guerra para ordenar piezas en su tablero de juego y aunque nuestros comunistas se beneficiaran del apoyo logístico del georgiano. El comunismo español era la CNT, la FAI y la facción del PSOE que se creía a las puertas del Palacio de Invierno y quería traer 1917 tal y como cayó a plomo sobre Rusia. Si, como recuerda Federico, Largo Caballero era el "Lenin español", que llegó a reprochar a Stalin un exceso de parlamentarismo, es por algo. Otra cosa es cómo le saliera la jugada. Que se lo pregunten a Negrín.

Prepárese el lector inmediatamente después de estas consideraciones para asistir a la dictadura personal y sangrienta de Lluis Companys, ese héroe rojo al que rinden homenaje los catalanes amarillos. Un depredador. La mera lectura de algunos de sus decretos rescatados en este libro ofrece una idea de cómo fue el Terror comunista de Companys, a la altura del que denunciaron, antes de la asfixia francesa, los rusos bajo el yugo de Lenin.

El libro está repleto además de pequeñas historias aledañas a la memoria general del comunismo, como una sorprendente y desconocida versión sobre la muerte de Durruti o valiosos detalles de la personalidad de Valentín González "El Campesino", personaje ignorado pese a ser mencionado con simpatía por Alexandr Soljenitsin –o quizá, entre otras cosas, por eso– en su imprescindible Archipiélago Gulag.

Memoria del Comunismo es también compendio crítico de casi todo lo dicho sobre el comunismo por oculto que estuviera. Prueba de ello es la ingente bibliografía expuesta en cada página y recopilada en el habitual –y, en este caso, tan útil– anexo bibliográfico. Por eso, el libro de Federico ahorra a los vagos bienintencionados la lectura de un centenar largo de libros de iniciación y anima a los incrédulos a tratar de encontrarlos en librerías de viejo.

Es sana costumbre en Federico extraerlo todo de un autor, lo mejor y lo peor, porque sólo usándolo todo se sirve a la razón. Todas las luces y cada sombra hasta de uno mismo. Así que también las de Richard Pipes –que Federico califique su Revolución rusa de "monumental" no quita para que el polaco-americano incurra de vez en cuando en esas disculpas por alterar la calma chicha del estanque–, o las de George Orwell, el excelso autor de 1984 o Rebelión en la Granja pero también, y por desgracia, de Homenaje a Cataluña, anterior a las citadas y tan maligno; o las de aquel Libro Negro del comunismo, revolucionario trabajo coral que casi acaba en reyerta y del que ya sólo queda íntegro su coordinador, Stephane Courtois, entrevistado recientemente por Federico. Sólo desde la arriesgada verdad se puede denunciar y acaso frenar lo que, sin duda, hemos consentido durante un siglo… y lo que quede.

Porque, ¿se puede escribir un libro sincero sobre el comunismo de forma desapasionada? Por supuesto, hay cientos, pero no es de recibo. Si se editara un volumen limitado a citar los nombres de los muertos y cada uno ocupara sólo una línea, tendría casi tres millones cuatrocientas mil páginas. De todas formas, tamaña enciclopedia no sería posible porque cuando la muerte se industrializa, se camufla en hambrunas planificadas o se pierde en pueblos sin censo, ni los muertos tienen nombre. ¿Sería desapasionado el mero registro, el simple inventario de la muerte? ¿Alguien sería capaz de publicarlo sin dar una explicación sobre su causa? Ni aun así. La pasión y la indignación son irrenunciables. Eso, o el negacionismo, del que nunca se habla cuando se aborda con intenciones aviesas la historia de la hoz y el martillo o cuando, sin tapujos, se sigue manteniendo la mentira que conduce al elogio y de ahí al crimen. Asistir a la muerte indiscriminada como base ideológica necesita adjetivos. En Memoria del comunismo aparecen todos casi en el momento en el que al lector se le vienen a la cabeza tras leer un párrafo descriptivo o una cita textual y, por tanto, desapasionada. Cada hecho –tan cruel– lleva al autor a emitir su opinión para alivio del lector.

La apología consentida del Terror llega hasta hoy, estampa sus iconos en camisetas y acaba con cinco millones de votos en España a un partido orgulloso de cada uno de los cien años de su sangrienta historia. El silencio, la ceguera y la mentira descubierta no han encontrado obstáculo de Lenin a Podemos, subtítulo de este libro y cierre circular de la tragedia. El comunismo existió aunque se escondiera en los libros y ya ha superado el siglo. El comunismo sigue existiendo y es, como señala Federico en una de las muchas frases que tienen la virtud del resumen y piden subrayado, ni más ni menos que "la búsqueda deliberada del Mal en nombre del Bien". Merece la pena recordarlo y nunca más perder la memoria.

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