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Javier Somalo

El peor discurso en el peor momento

No fue descuido que hubiera tiempo para la tecnología y no para la despolitización de la Justicia. No era importante, no quieren cambiar.

Mariano Rajoy llegó agostado al Congreso y sin la única premisa posible bajo el brazo: no puede gobernar sin la abstención del PSOE. Lo de menos es que faltara solemnidad –que faltó– o que resultara aburrido –que resultó– para la ocasión. Sin premisa, el discurso es un rotundo fracaso. El presidente en funciones y candidato a la investidura, ajeno a la urgencia y excepcionalidad a las que él mismo aludió, leyó, sin embargo, un texto propio de un Debate sobre el Estado de la Nación en mayoría absoluta. Ni una palabra sobre el futuro que ya no es suyo, ni atisbo alguno de humildad. Había que convencer al PSOE y no lo intentó, aunque siga pensando que entre él y Margallo conseguirán que Joan Tardá jure la bandera española.

Dicen los rajoyanos que el candidato se crecerá este miércoles en las réplicas y que atizará al PSOE, partido al que, por cierto, no quiso mencionar. No será porque no lo merezca el veraneante Sánchez, pero no es hora de discursos aburridos –luego fracasados, insisto– ni de vapuleos parlamentarios al contrincante; hoy, la responsabilidad de formar Gobierno sigue siendo del que se negó por dos veces a hacerlo, pese al encargo del Rey. El más eficaz de los ataques a Pedro Sánchez el Inertesería cerrarle las salidas, hacerle compartir de veras el peso de la ausencia de Gobierno, buscando el consenso siquiera en funciones. Pero eso sólo es posible si se asume la realidad, la premisa que le faltó y que le puso en bandeja el partido de Albert Rivera.

Desde la muerte del bipartidismo, la forma de gobernar España ha cambiado, aunque ni Sánchez ni Rajoy –quizá tampoco el PSOE y el PP– quieran verlo; hoy la única salida era una alianza táctica entre apoyos y abstenciones que nos diera un Gobierno de reformas, consensos y discusiones. Un Gobierno corto, casi tecnocrático y de transición. Pero nos han matado la política con tal de llegar al poder, que siempre es absoluto, que no consiente la oferta de pactos salvo que no se necesiten, o sea, cuando se tiene el poder y se finge el diálogo. Hasta donde pueda equivocarme, creo que sólo Ciudadanos ha estado a la altura de las circunstancias. Quizá desde su aritmética era lo único que podía hacer, pero otros con más han hecho menos y mucho peor.

En el fatuo repaso presidencial a los logros en funciones, al candidato se le olvidó un punto del acuerdo con el partido de Albert Rivera, en mi opinión el más importante para esta España de agosto: la independencia de la Justicia. La que prometió y ultrajó el ministro Gallardón. No fue descuido que hubiera lugar y tiempo para la tecnología en estas horas de incertidumbre y tanta urgencia y no para la despolitización de la Justicia. No era importante, no quieren cambiar. Pésimo síntoma.

Si todo esto nos aboca a unas terceras elecciones y el capricho quiere llevarlas al 25 de diciembre, la jornada de reflexión –maldita sea– será la del discurso de Nochebuena del Rey. Son tan necios que quizá lo prohíban, no por cumplir la Ley sino por lo que pueda decir.

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