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Javier Somalo

Los expresidentes y la curva

En 1985 nos salimos de la curva y así hemos estado, más o menos acostumbrados a los baches del terreno, hasta hoy.

En 1985 nos salimos de la curva y así hemos estado, más o menos acostumbrados a los baches del terreno, hasta hoy.
José Luis Rodríguez Zapatero, José María Aznar y Felipe González | Archivo

El estancamiento político en España trae de nuevo a escena a los ex presidentes vivos de la democracia. Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero –además de sueldo vitalicio– tienen sus agendas, sus entornos, su cuota de pantalla y cierta nostalgia.

Respetando las alegorías del refranero, poner la mano en el fuego supone siempre quemarse salvo milagro o truco. A Dios gracias, el sentido de las apuestas anatómicas por cuestiones de honor siempre es figurado. De lo contrario, la mitad de la población, sobre todo la española, deambularía tarada por las calles con su honor o el ajeno tan herido como el miembro apostado.

Pero Felipe González lo ha vuelto a hacer y, al oírlo, todos volvimos al pasado. Cuando le preguntaron por el procesamiento a Manuel Chaves y José Antonio Griñán sentenció: "Creo que son inocentes y que quedará demostrado". Añadió a la lista a la ex ministra Magdalena Álvarez de la Catenaria, porque la conoce bien y eso parece ungirla con la inocencia, penal, claro. Puso la mano en el fuego –"pondría", sería más correcto– por ellos y deslizó con astucia que es una "figura retórica de la que algunos huyen", o sea, no como Pedro, que niega al Señor aunque no haya gallo que lo cante.

Felipe González ya arrastraba aroma a barbacoa fruto de otra apuesta anterior con el que fuera Gobernador del Banco de España, Mariano Rubio. Y pronunció en varias ocasiones casi la misma frase empleada con los señores andaluces para referirse a los implicados en los GAL, a su gobierno. "Es imposible que algún día se pueda demostrar eso", le dijo a Iñaki Gabilondo cuando aún peinaba canas al estilo Carlos Menem. "No existen pruebas ni existirán" –terrible sentencia–, dijo en otra ocasión. Lo cierto es que, en parte, tenía razón: no se demostró todo.

Recientemente, en una entrevista con Juan José Millás, ofreció detalles inéditos sobre la lucha antiterrorista de sus años de gobierno y desveló que se le ofreció apretar el botón para volar de un bombazo a toda la cúpula etarra en Bidart. Confesó que dijo "no" y que a veces piensa si acertó. Los etarras asesinaban casi a diario, sin descanso, y Francia les daba posada sin rubor con tal de que no llegara a París el olor de la pólvora. Conviene leer, por tiempo que haya pasado, el libro de José Barrionuevo 2.001 días en Interior y sacar conclusiones propias.

Tras ocho años de Aznar, en los que se convirtió a ETA en el enemigo público de Europa y de Estados Unidos, José Luis Rodríguez Zapatero quiso pasar a la historia como el presidente que terminó con la banda criminal dialogando. Consiguió pasar a la historia, pero como aquel que cedió al chantaje cuando menos fuerza tenían los terroristas, adoptando su lenguaje, obedeciendo sus consignas y traicionando –como le dijera Rajoy por más que quiera olvidarlo– a los vivos y a los muertos.

Desde entonces, han sido muchas las manos abrasadas que no han causado dolor alguno al apostante. Pero, el mismo día en que defendió a Chaves, Griñán y demás personajes de la tela de araña andaluza que hace tiempo describió concienzudamente Pedro de Tena, Felipe González dijo algo más: "Yo creo en un proyecto para España. No sé en qué momento nos salimos de una curva".

Pues sucedió en 1985, cuando su partido mató a Montesquieu, lo dijera textualmente o no Alfonso Guerra. Después, es verdad, nadie quiso resucitar al cadáver. Hasta ese año, la Ley Orgánica del Poder Judicial se ceñía a lo ordenado en la Constitución: de los 20 miembros del CGPJ, ocho eran elegidos por las Cortes y doce "entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales". El PSOE de González y Guerra decidió que así era imposible "gobernar" y presumió que el sistema sería aceptado por los aspirantes a hacerlo tarde o temprano.

De ahí vienen las corrupciones propias y las heredadas. De aquel asalto a la Justicia proceden las páginas negras que pasan, sin luz pública, de presidente a presidente, por ejemplo, en la lucha contra la corrupción o contra el terrorismo. Fue la primera violación en grupo de la Constitución, el fin del necesario control al Ejecutivo con una Justicia independiente. No debería pues extrañarnos la impunidad de algunos delitos cometidos por los políticos que han disfrutado de aquella fatal reforma. O que ciertos jueces y magistrados hicieran públicas sus militancias sin colgar la toga y conociendo casos que tenían que juzgar o instruir. O que otros hayan sido perseguidos hasta su total anulación por acercarse peligrosamente a la verdad. Tampoco han de sorprendernos los giros copernicanos de jueces en sus percepciones iniciales sobre un determinado caso tras sospechar con acierto que el horizonte de su carrera estaba dibujado por el poder político.

El azote impune del separatismo, la salida gloriosa de terroristas a la vía pública y de ahí al poder, las distintas varas de medir la corrupción o las campañas judiciales-mediático-electorales han sido promovidos gracias a aquella reforma. José María Aznar prometió revertir el escándalo pero no lo hizo, Mariano Rajoy llegó a anunciarlo formalmente a través de una ilusionante comparecencia de su ministro Gallardón que ofreció los detalles del fin de la infamia, pero resultó ser mentira. Y excluyo a José Luis Rodríguez Zapatero, el peor presidente de nuestra democracia, porque para él no había regla que cumplir; le bastó su "talante" para arrastrarnos a lo más profundo de la desdicha nacional.

En 1985 nos salimos de la curva y así hemos estado, más o menos acostumbrados a los baches del terreno, hasta hoy, momento inédito en el que el campo termina en un abrupto acantilado. Si llegamos a tiempo para frenar urge una reforma del Poder Judicial que nos devuelva a la división de Poderes. Ese debe ser el primer gran pacto nacional después de las elecciones si para entonces no nos han precipitado ya al abismo del populismo. Llegados a ese fatal punto, el reparto de jueces por parte de los políticos nos parecerá de lo más democrático.

Pero mientras, los tres ex presidentes responsables seguirán reflexionando sobre los males de España. González, el amigo de Zandi, fingiendo no saber en qué momento se jodió el Perú; Zapatero, el amigo de Maduro, enseñando a negociar bajo chantaje y Aznar, el ex de Rajoy, decidiendo si pide el voto por Ciudadanos, manda montar un partido o se queda en el asunto Atlántico, piélago de sus indecisiones y consuelo de sus desdichas. Tuvieron todo el poder y eso ya no se volverá a repetir.

PS: Este artículo se escribió varias horas antes de que sucediera el accidente mortal de Luis Salom, joven piloto español de motociclismo. La casualidad ha hecho coincidir la metáfora de Felipe González que motivó estas líneas con la trágica realidad. Descanse en Paz Luis Salom.

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