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Jeff Jacoby

Caminando por La Habana

‘Esta es la verdadera Habana’, me dijo Miguel al cruzar de la avenida Simón Bolívar y adentrarnos por una callecita llena de huecos. ‘Aquí verás cómo viven los cubanos. A los turistas no les enseñan esta calle’.

Yo estaba caminando por la ciudad cuando Miguel se me acercó. Era mi primer día en La Habana y estaba aprovechando un inesperado tiempo libre por haber llegado tarde para ir con el grupo de periodistas a una reunión en el Ministerio de la Cultura. Estaba apenas a media cuadra del hotel, cuando un joven negro y musculoso se me acercó, diciéndome: ‘Hola, amigo, ¿de dónde eres tú?’

En la semana que pasé en La Habana me di cuenta que esos encuentros son normales. Cada vez que salí del hotel se me acercaba algún joven, a menudo para ofrecer venderme algo del mercado negro: ‘Amigo, ¿quieres comprar buenos tabacos?’, pero a menudo sólo para conversar amistosamente.

El inglés de Miguel es muy bueno. El se graduó de la universidad, habla tres idiomas y me dijo que le encantaría trabajar como guía o como traductor para los turistas; así ganaría en dólares. En la Cuba de Fidel Castro, vivir sin dólares es vivir en la miseria. El problema es que Miguel no tiene los contactos requeridos para conseguir un trabajo bueno como ese y tiene que trabajar como guardia en una fábrica de tabacos, donde le pagan 225 pesos al mes -alrededor de 9 dólares-, un salario típico en Cuba.

Miguel me llevó al sitio donde compran los alimentos: un lugar sucio y sin ventanas. No hay estanterías sino un solo mostrador, detrás del cual se ven unos pocos sacos de arroz, otros de frijoles, algo de aceite y unos sobres que parecen contener polvo para hacer jugos. En la pared hay una pizarra con la lista de los alimentos que los cubanos pueden comprar, indicando los precios de aquellos que están disponibles. Hoy no hay leche ni jabón de lavar ni pasta de dientes ni sal ni fósforos. En la lista de alimentos racionados no hay frutas ni vegetales frescos ni queso ni carne.

De todo eso hay en La Habana, pero sólo en las tiendas que venden en dólares. Mientras que la familia de Miguel no prueba un huevo desde hace meses, en el restaurante de mi hotel uno se puede comer la tortilla que quiera. Pero la gente como Miguel no tiene acceso a tales sitios. Los cubanos no pueden pasar del foyer de los hoteles para turistas; guardias armados lo impiden. Hay guardias armados por todas partes.

Pero también hay otras cosas que ni los dólares pueden comprar. La tienda del hotel ofrece sólo material de lectura previamente aprobada por el gobierno, por lo que vi títulos tan atractivos como ‘Antología de Salvador Allende’ y ‘La prisión fértil: Fidel Castro en las cárceles de Batista’. Tampoco venden periódicos en inglés y cuando le pregunté al conserje dónde podía comprar un periódico americano, me contestó: ‘No en Cuba’.

Igual que todos los regímenes comunistas, la dictadura castrista reconoce sólo una visión del mundo: la propia. Y a eso se ajustan los diarios y la radio, todos propiedad del gobierno. Quienes quieran oír algo diferente deben sintonizar a Radio Martí o conversar con los extranjeros en la calle.

Si uno habla con los funcionarios sólo se escuchan las maravillas de la ‘igualdad socialista’, donde todos reciben el mismo trato y no existen las atroces diferencias del capitalismo. Pero sólo hay que echar un vistazo por La Habana para darse cuenta de la realidad. Los jefes comunistas viven en las elegantes mansiones con bellos jardines de los barrios lujosos como Miramar, mientras que el cubano común y corriente vive en los viejos edificios del centro de la capital que parecen estar a punto de derrumbarse y cuyo color original es difícil detectar. La guía turística que traje indica que el centro de La Habana recuerda las fotografías de Dresden después del bombardeo.

La vallas publicitarias por toda La Habana elogian el socialismo, la revolución y la dignidad, pero luego de 43 años de dictadura castrista, la dignidad del cubano está raída. Mujeres educadas y hambrientas se lanzan a la prostitución. Hombres con títulos universitarios le han adaptado sillas con ruedas a sus bicicletas para transportar turistas. Esta es la capital de la tristeza y la frustración.

© AIPE

Jeff Jacobi es columnista del diario Boston Globe.

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