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Jeff Jacoby

Un acto de higiene moral

"Apenas existe algún país de Europa", concluía Marshall, "donde la pena capital fuera abolida en respuesta a la opinión pública, y no a pesar de ella".

"La ejecución de Saddam, un monstruo violador de los derechos humanos, ha dado la vuelta a su inenarrable trayectoria", aseguró Richard Dicker, de Human Rights Watch, organización que difundió una declaración llamando "un paso significativo que aleja a Irak de los derechos humanos y el imperio de la ley" al ahorcamiento del monstruo.

Se puede no estar de acuerdo con esto si se es uno de esos carcas que piensan que la muerte de un asesino de masas convierte al mundo en un lugar mejor, pero Tim Hames sí lo está. Columnista del Times, Hames se reconocía entre aquellos "que encuentran ofensiva la idea de esta ejecución". Reconoce que "las pruebas de las atrocidades de Saddam son abrumadoras" pero, al igual que Dicker, está seguro de que la decisión del Gobierno de ahorcar al dictador es tan mala como las cosas que hizo el ahorcado a sus innumerables víctimas. "La opinión predominante en la clase media europea", escribió Hames, "es que la pena de muerte es tan éticamente cuestionable como los crímenes que se castigan con ella".

Tan éticamente cuestionable. ¿Lo han entendido bien? La muerte rápida e indolora administrada al Carnicero de Bagdad tras un juicio razonablemente transparente es equivalente moralmente a las horribles brutalidades que le granjearon su apodo.

Las crónicas de estas atrocidades seguirán elaborándose durante años, pero he aquí una muestra, un minúsculo fragmento del historial de Saddam, extraído casi aleatoriamente del libro de 1993 de Kanan Makiya acerca de Irak y el mundo árabe, Crueldad y Silencio, y que tuvo lugar durante el aplastamiento del levantamiento chií de1991:

Los niños que no daban a los soldados los nombres de sus padres eran rociados con gasolina y prendidos fuego. Algunos eran atados a tanques en movimiento para impedir el fuego de los francotiradores rebeldes. Las fuerzas de seguridad también quemaban a familias enteras dentro de sus casas cuando no sabían o no querían dar la ubicación del cabeza de familia. Algunos rebeldes, al parecer, fueron obligados a beber gasolina antes de ser abatidos. Parece que, en lugar de venirse abajo sin dramatismo por el peso de su propio cuerpo sin vida, la víctima explota y arde durante un rato como una antorcha.

Si "la opinión predominante en la clase media europea" equipara quemar vivos a niños con el ahorcamiento del hombre responsable de quemarlos, entonces la opinión predominante en la clase media europea, por citar a Bumble, "es un asno, un idiota".

Y esa es la conclusión que parece extraerse de los titulares y las reacciones europeas oficiales a la muerte de Saddam. "La UE condena los crímenes cometidos por Saddam, y también la pena capital", dijo la portavoz de Javier Solana, jefe de asuntos exteriores de la Unión Europea. "Europa condena la pena capital", anunció el diario alemán Deutsche Welle. La secretaria británica de exteriores, Margaret Beckett, hizo saber que "el Gobierno británico no apoya el uso de la pena capital, en Irak o en ninguna parte sea quien sea el ajusticiado y sea el crimen que sea". Políticos holandeses y belgas calificaron la ejecución de "bárbara". El Vaticano la definió como "trágica”.

Con la oposición a la pena capital tan firmemente establecida en la visión del mundo de Europa, no fue ninguna sorpresa saber que los funcionarios norteamericanos intentaron convencer en vano a la ONU, a la Unión Europea y a un puñado de países de ayudar al tribunal que juzgaba a Saddam. "Todos rehusaron", informó la semana pasada el Boston Globe, "porque se oponían al uso de la pena capital por parte del tribunal".

¿Pero y si los europeos no se oponen al uso de la pena capital? Cuando la revista alemana Stern encargó una encuesta preguntando si Saddam debía ser ejecutado, descubrió que el 50% de los alemanes estaban a favor y apenas el 39% en contra. Una encuesta llevada a cabo el mes pasado para Le Monde descubrió que la mayoría de los norteamericanos (82%) estaba a favor de ahorcar a Saddam... al igual que la mayoría de los españoles (51%), la mayoría de los alemanes (53%), la mayoría de los franceses (58%), y la mayoría de los británicos (69%).

De hecho, una vez que se deja a un lado a la élite izquierdista que controla los medios y la plantilla de los ministros de Exteriores, las demás naciones industrializadas no son tan implacables a la hora de oponerse a la pena capital como comúnmente se nos dice. "Las encuestas demuestran que europeos y canadienses desean las ejecuciones casi tanto como sus homólogos norteamericanos", escribió en el 2000 Joshua Micah Marshall en The New Republic. "Simplemente sus políticos no les escuchan".

En Canadá, por ejemplo, el apoyo a reinstaurar la pena de muerte oscilaba entre el 60 y el 70%. Entre dos tercios y tres cuartos de los británicos, alrededor de la mitad de los italianos, y hasta el 49% de los suecos (según una encuesta de 1997) piensan de la misma manera. "Apenas existe algún país de Europa", concluía Marshall, "donde la pena capital fuera abolida en respuesta a la opinión pública, y no a pesar de ella".

Resulta que " la opinión predominante en la clase media" extranjera puede no ser tan estúpida después de todo. Cuando los hombres y mujeres corrientes de Europa tienen ante sí la ejecución de Saddam, ellos, al igual que nosotros, lo ven como un acto de higiene moral. Si sus políticos y periodistas lo ven como algo distinto, pues vale. ¿Acaso es una novedad?

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