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Jesús Laínz

Calígula Iglesias

No parece que a los españoles se les caiga la cara de vergüenza ante este espectáculo. Y menos que a nadie, al Narciso Supremo.

No parece que a los españoles se les caiga la cara de vergüenza ante este espectáculo. Y menos que a nadie, al Narciso Supremo.
Podemos

¿Habrá algún español que no recuerde las áureas palabras de Pablo Iglesias ridiculizando que Ana Botella hubiera llegado a alcaldesa de Madrid por el único mérito, según él, de ser la esposa de José María Aznar? El hecho de que eso hubiera sucedido siete años después de que éste hubiera dejado de ser presidente no debió de ser relevante para el meritocrático comunista.

¿Habrá algún español que no recuerde las justicieras palabras de Pablo Iglesias criticando a los representantes de eso a lo que llamaba "casta" por ganar sueldos abundantes y vivir en casas lujosas, mientras él se enorgullecía de vivir en un barrio obrero al que jamás renunciaría? El hecho de que ahora tanto él como su esposa ganen los mismos sueldazos, y de que haya reculado en su demagógica propuesta de renunciar a lo que sobrepase del triple del salario mínimo, y de que se hayan mudado a una lujosa urbanización burguesa, no parece haber hecho efecto en los millones de votantes de los que se han burlado.

¿Habrá algún español que no recuerde a Pablo Iglesias emocionándose ante las agresiones a policías, esos mismos policías que ahora protegen su privilegiado chalé de millonario –como decía la canción de su camarada Sabina– y a los cuales manda desde su sillón monclovita?

¿Habrá algún español que no recuerde las virulentas proclamas de Pablo Iglesias, y las de su santa esposa, contra la monarquía?

– "Creo que un país moderno, feminista, no se merece que a la Jefatura del Estado se acceda por fecundación sino por elecciones".

– "Frente a la corrupción, nosotros no decimos ¡Viva el rey! Nosotros decimos ¡Viva la República!".

–"Felipe, no serás rey".

–"Felipe, hueles demasiado a Franco, a Thatcher, a Friedman y a Chicago Boy, ¡y contra vosotros aquí no se rinde nadie, carajo!".

–"Todos los Borbones, a los tiburones".

–"Felipe, que vienen nuestros recortes y serán con guillotina".

Ahora, por lo visto, tocan las sonrisas, el compadreo, los abracitos y los besitos. ¡Sorprendente, el poder que sobre las conciencias puede ejercer un chalé con piscina!

Pero no se vayan todavía, que aún hay más. Porque, en esta España valleinclanesca que nos ha tocado sufrir gracias a la voluntad del pueblo soberano, Pablo Iglesias el comunista, el revolucionario, el igualitario, el justiciero, el guillotinador, el hombre del pueblo, el defensor de los humildes, el azote de los poderosos, se ha atrevido a lo que jamás llegaron a atreverse ni Keops, ni Nabucodonosor, ni Midas, ni Príamo, ni Jerjes, ni Salomón, ni Octavio Augusto, ni Carlomagno, ni Saladino, ni Abderramán, ni Eric Hacha Sangrienta, ni Gengis Kan, ni Tamerlán, ni Enrique VIII, ni Carlos V, ni Iván el Terrible, ni el Rey Sol, ni Robespierre, ni Napoleón, ni Fernando VII, ni el káiser Guillermo, ni el zar Nicolás, ni Hitler, ni Mussolini, ni Hiro Hito, ni Franco, ni Lenin, ni Stalin, ni Tito, ni Trujillo, ni Batista, ni Haile Selassie, ni Mao, ni Castro, ni Pinochet, ni Videla, ni el Sha de Persia, ni Pol Pot, ni Idi Amín, ni Bokassa, ni Papá Doc, ni Kim Jong-un, ni Tirano Banderas: enchufar de ministra a su churri portavoza.

El único antecedente al que se podría agarrar el Amigo del Pueblo en busca de justificación histórica es precisamente el de sus camaradas Nicolae Ceaucescu y su esposa viceprimera ministra. Si bien es verdad que aquella linda historia de amor no acabó del todo bien. Aunque también es cierto que Iglesias no ha alcanzado aún las alturas del divino Calígula nombrando cónsul a su caballo. Todo se andará.

No parece que a los españoles se les caiga la cara de vergüenza ante este espectáculo. Y menos que a nadie, al Narciso Supremo que goza de la presencia de los marqueses de Galapagar en el Consejo de Ministros. Pero del mismo modo que otros periodos de la historia de España han pasado a los anales con un adjetivo que los identifica –Trienio Liberal, Década Ominosa, Sexenio Revolucionario–, no será difícil que nuestros días acaben siendo recordados como el Gobierno Infame.

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