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Jesús Laínz

Corrección callejera

La Santa Iglesia de la Corrección Política está causando auténticos estragos.

La Santa Iglesia de la Corrección Política está causando auténticos estragos.
Manuela Carmena | EFE

Parece ser que, además de los recuerdos franquistas, hay quienes pretenden borrar de las calles de Madrid al marqués de la Ensenada por las medidas antigitanas que adoptó en su época de ministro de Fernando VI. En concreto se le acusa de haber preparado en 1749 el genocidio de los gitanos españoles, lo que no es exacto porque, si bien con medidas ciertamente expeditivas, no pretendió su exterminio sino su sedentarización forzosa para acabar con su conflictivo vagabundeo, objetivo perseguido infructuosamente por los monarcas españoles ya desde tiempos de Isabel y Fernando. Si se hubiera decretado su eliminación física no habría quedado uno para contarlo.

Orwell habría disfrutado del espectáculo de unos españoles entretenidos en la mezquina tarea de eliminar no sólo los vestigios del pasado que no encajen con eso que se ha dado en llamar memoria histórica –lo que no es más que una alzheimerización selectiva–, sino también los personajes de otros siglos cuyas vidas y obras no obedezcan a la corrección política decretada en nuestros tolerantes días.

En cuanto a la aburridísima neurosis antifranquista, que con tanta gallardía padecen nuestros próceres cuarenta años después de muerto el Innombrable, en España hay barrios enteros –y embalses y escuelas y hospitales y todo tipo de obras públicas– que fueron construidos durante la oprobiosa y, obviamente, bautizados en aquel momento, por lo que no se comprende bien la legitimidad para eliminar sus nombres o inscripciones conmemorativas. Un ejemplo curioso es el de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, cuyo magnífico edificio de la calle Jorge Juan cumplió cincuenta años el pasado 2014 previa eliminación de la inscripción en latín que recordaba en el patio de entrada el acto inaugural presidido por el impronunciable personaje que ejercía de Jefe del Estado en aquellos días. Y lo mismo le ha sucedido a la placa del Hospital 12 de Octubre, igualmente inaugurado en 1973 por el Señor Oscuro, cuyo nombre, en la lengua de Mordor, no pronunciaré aquí.

Pero la eliminación del pasado inconveniente no se limita a las calles y a lo establecido por las leyes, puesto que las normas no escritas –es decir, las modas ideológicas– afectan de manera mucho más intensa a los hechos y palabras de los ciudadanos. ¿Recuerdan el escándalo que se organizó hace unos meses cuando a un futbolista extranjero se le ocurrió mostrarse ante las cámaras con una camiseta en la que aparecía una imagen del infame inaugurador inexistente? Curiosamente Lenin, Stalin o el Che, admirados filántropos, no provocan el escándalo de nadie.

Pero, regresando a la totalitaria pretensión de eliminar del recuerdo a las personas cuyos hechos pequen con efectos retroactivos contra los mandamientos de la Santa Iglesia de la Corrección Política, tras el marqués de la Ensenada, eliminable para no ofender a los gitanos, habría que continuar con las muchas calles que por toda España recuerdan a Cristóbal Colón, Hernán Cortes y Francisco Pizarro para no ofender a los amerindios. Y a Fernando III y Alfonso X para no ofender a los moros. Y a los Reyes Católicos para no ofender a los judíos. Y a Daoiz y Velarde para no ofender a los franceses. Y a Blas de Lezo para no ofender a los ingleses. Y a Álvaro de Bazán para no ofender a los turcos. Y a Carlos III, Isabel II o Alfonso XIII para no ofender a los republicanos. Y a Castelar y Salmerón para no ofender a los monárquicos. Y a Espartero para no ofender a los carlistas. Y a Zumalacárregui para no ofender a los liberales. Y a Quevedo para no ofender a los homosexuales. Y toda mención a vírgenes o santos para no ofender a los ateos. Y a Sabino Arana para no ofender a la inteligencia. Y a Felipe V para no ofender a los gilipollas.

La mejor solución para contentar a todos sería eliminar los nombres de persona y sustituirlos con animales, vegetales y minerales. O con números, como los yanquis. Y así, imposibilitadas las discusiones bizantinas, nuestros ilustradísimos políticos podrían empezar a ocuparse de cosas prácticas.

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