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Jesús Laínz

El fin del mundo, un poco más lejos

En los 70, la Humanidad se acercaba a pasos agigantados a una nueva glaciación y la causa era... ¡la quema de combustibles fósiles!

En los 70, la Humanidad se acercaba a pasos agigantados a una nueva glaciación y la causa era... ¡la quema de combustibles fósiles!
EFE

No hace falta ser muy viejo para recordar los temores climáticos dominantes en los años setenta. Porque, según decían las autoridades políticas y científicas del momento, la Humanidad se acercaba a pasos agigantados a una nueva glaciación que pondría fin a nuestros días en este planeta. Y la causa, según explicaban, era la quema de combustibles fósiles, la misma por la que hoy se teme lo contrario.

En los primeros años setenta eran numerosas las personas y entidades, incluido el Gobierno de Richard Nixon, que avisaban de que, de no interrumpir drásticamente la emisión de humos y polvos por el uso de combustibles fósiles y pasar en bloque a la energía nuclear, en 2020 el planeta sufriría una caída de seis grados en su temperatura media, lo que implicaría una glaciación devastadora. Y, curiosamente, una de las consecuencias más graves del aumento de los hielos polares sería –sorpréndanse ustedes– la inundación de las ciudades costeras debido a que la Antártida tendría sobre sí tal cantidad de hielo que se desplomaría en el océano, provocando olas tremebundas.

Según los científicos de la NASA y la Environmental Sciences Services Administration, la temperatura media del planeta había caído un tercio de grado desde 1950, momento del comienzo de un ciclo frío que iba a durar cientos de años. Pero antes de lanzarse a suponer que se trataba de una retorcida maniobra del imperialismo yanqui para conseguir vaya usted a saber qué objetivos políticos ocultos, hay que tener en cuenta que en este asunto iba de la mano de la Unión Soviética. Pues los Gobiernos de Washington y Moscú colaboraban por aquellos años en la investigación del origen y posibles consecuencias del amenazante crecimiento de los hielos árticos. Con ese objetivo, el Gobierno de Leónidas Bréznev había comenzado a diseñar una nueva generación de rompehielos atómicos de tamaño y potencia suficientes para poder abrirse paso en un Ártico cada vez más frío. Uno de los científicos que alertaron en los setenta sobre la inminente era glacial fue John P. Holdren, de la Universidad de California. Cuarenta años más tarde, Holdren se distinguiría por alertar de lo contrario, esta vez desde su privilegiada posición de director de la White House Office of Science and Technology durante la presidencia de Obama.

En los ochenta se puso de moda la lluvia ácida, que, según se explicaba, ya había acabado con un enorme porcentaje de superficies arboladas en América y Europa, que había matado la fauna de varios miles de lagos finlandeses y que, de no tomarse inmediatas medidas, acabaría arrasando los bosques de todo el planeta, condenando a la Humanidad a su extinción por falta de oxígeno. Precursor de esta cuestión fue el biólogo y ecologista Paul R. Ehrlich, que ya en los sesenta había profetizado que en menos de diez años, debido a la contaminación y la superpoblación, los océanos habrían muerto, los Estados Unidos estarían sometidos al racionamiento de agua y comida y cientos de millones de personas morirían de hambre en todo el mundo.

Después llegaría el agujero en la capa de ozono y, finalmente, el calentamiento global con el que tanto dinero han ganado personajes de la talla de Al Gore, premiado con el Nobel de la Paz por sus apocalípticas predicciones. Entre éstas destacaron la inminente desaparición del hielo ártico, la extinción de los osos polares, el aumento acelerado de las temperaturas, las crecientes sequías e inundaciones, el ahogamiento de ciudades y archipiélagos enteros y, como anécdota estrella, la desaparición de los glaciares del Kilimanjaro. Como no hará falta explicar, el plazo dado por Gore para dichos acontecimientos ya hace años que expiró, y ahí siguen los hielos árticos, ahí siguen los osos, ahí siguen las Maldivas y Kiribati y ahí siguen las todavía eternas nieves del Kilimanjaro.

A lo largo de las últimas décadas, augurios como éstos e incluso más negros –como el del primer ministro británico Gordon Brown declarando en 2009 que nos quedaban sólo cincuenta días para salvar el mundo– han sido y siguen siendo elaborados sobre todo en los despachos de la ONU y de los políticos llamados "progresistas". Porque resulta sumamente curiosa la división política casi unánime entre esas cosas amorfas que se siguen llamando "derecha" e "izquierda" en todo lo que tenga que ver con esta nueva ciencia calentológica. Los izquierdistas, mayoritariamente, se apuntan irreflexivamente al bando calentófilo ignorando los ciclos solares y el sencillo hecho de que el cambio climático no es ninguna novedad, pues existe desde el origen del universo. Pero su reciente y agresiva religión calentófila –últimamente reforzada, para bloquear más aún el razonamiento, con sacerdotisas infantiles– no es más que una nueva forma de denunciar la perversidad del sistema capitalista. Sin embargo, ninguno de ellos, para salvar el planeta, estará jamás dispuesto a cambiar su forma de vida renunciando a gran parte de los logros de la revolución industrial. Por su parte, los derechistas suelen apuntarse de modo igualmente irreflexivo al bando calentófobo, es decir, a la explicación cíclica que exculpa a la acción del hombre. Probablemente su defensa del progreso capitalista les colme de felicidad, inconscientes de que, de tener razón, el futuro de la vida en la Tierra se presenta mucho más negro que si dependiera de la voluntad humana de reducir emisiones, pues contra los ciclos cósmicos nada podemos hacer.

Calentones aparte, lo gravísimo e innegable, porque todos lo tenemos ante nuestros ojos, es la degradación, la polución, la basura, los incendios, la extinción de especies, la disminución de la fauna en ríos y océanos, la contaminación del agua que después tenemos que purificar para poder beberla, la mierda que comemos… Una de las medidas que, por fin, parece que se está llevando a efecto es la progresiva eliminación de los plásticos superfluos, medida que esperemos tenga alcance mundial. Porque uno de los detalles que no suele ocupar los titulares es que los países más contaminantes son los del llamado Tercer Mundo. En el caso concreto de los plásticos, el 95% de los que están convirtiendo los océanos en un basurero infecto son vertidos por ochos ríos asiáticos (Yangtsé, Indo, Amarillo, Hai, río de las Perlas, Ganges, Amur y Mekong) y dos africanos (Nilo y Níger). ¡No vamos a ser siempre los europeos los culpables de todo!

Pero, regresando a las alarmantes predicciones de los calentófilos, parece que, de momento, están demostrándose poco creíbles. El fin del mundo, gracias a Dios, vuelve a retrasarse.

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