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Jesús Laínz

Recordatorio para reformadores constitucionales

Quien pretenda que una reforma constitucional centrífuga va a acabar con la reivindicación separatista sólo puede ser un ignorante, un imbécil o un cómplice.

Quien pretenda que una reforma constitucional centrífuga va a acabar con la reivindicación separatista sólo puede ser un ignorante, un imbécil o un cómplice.

En su libro Defensa de la nación española (1998), contó José Manuel Otero Novas que durante las negociaciones constitucionales, siendo él ministro de la Presidencia, recibió una llamada del presidente Suárez a las diez de la noche encargándole que estudiara en qué consistían los fueros vascos para poder presentar al día siguiente un texto de la disposición adicional primera alternativo al presentado por el PNV. Con un par de juristas y algunas secretarias, investigó a contrarreloj para poder dejar el dictamen sobre la mesa presidencial a las siete de la mañana. Una noche en blanco para contrarrestar un siglo de elaboración ideológica del nacionalismo vasco. Así de bien se hizo la bendita Constitución que iba a resolver definitivamente los problemas nacionales de España.

Cuarenta años después de aquella gran chapuza volvemos a las andadas constitucionales. La mayoría de los renovadores son recién llegados, pero también gozamos del privilegio de contar con alguno de los inmarcesibles genios de entonces, en concreto tres padrastros del texto del 78: el centrista Pérez-Llorca, el nacionalista dicen que moderado Miquel Roca y Herrero de Miñón, una de las personalidades políticas más nefastas de la historia reciente de España. ¿A nadie le llama la atención que, tras el evidente fracaso de un sistema autonómico que, como traca final, ha estado a punto de incendiar España hace dos meses, regresen ahora los tres pirómanos supervivientes a dar lecciones sobre cómo apagar el fuego?

En otras ocasiones hemos desarrollado aquí los argumentos jurídicos, políticos, democráticos, económicos y lógicos para oponerse a cualquier modificación constitucional en la dirección centrífuga deseada por los separatistas y sus cómplices. Por eso hoy nos limitaremos a recordar desde estas humildes líneas la ideología y los objetivos de ese catalanismo político al que desean contentar en 2017 tan inútilmente como en 1978. Porque no conocerlos implica ignorar lo que se está tratando y, por lo tanto, tomar decisiones a ciegas.

El padre fundador, Enric Prat de la Riba, ya dejó muy claro a principios del siglo XX: "Somos separatistas, pero solamente en el terreno filosófico. Sostenemos el derecho de separatismo; lo que hay es que en el momento histórico actual no nos parece conveniente". Antoni Rovira i Virgili, por su parte, saludó la creación de la Mancomunidad de Cataluña en 1914 como el primer paso hacia la independencia. De las peripecias de Macià, Companys, Dencàs y los demás en los años 20 y 30 no hace falta ni hablar.

El histórico militante de Estat Català Joan Ballester i Canals pronunció en Montevideo en 1963 una conferencia, titulada Per una consciència de país, de gran influencia en el mundo nacionalista de las décadas siguientes. En ella explicó que el único interés de los nacionalistas, entonces en el exilio, era "el desmembramiento del Estado español". Los dirigentes catalanistas contaban con la ayuda de la izquierda española a pesar del asco que les provocaba. "Confesamos que sentiríamos ciertos escrúpulos si fuésemos llamados a intervenir personalmente", dijo Ballester. Consideró el estatuto de autonomía como algo indeseable aunque quizá necesario durante un tiempo: "No preconizamos una política de todo o nada, sino bien al contrario. Nuestra política es la del todo, conscientes de la conveniencia de la maniobra y del posibilismo de cada momento".

En 1971 la Asamblea de Cataluña, plataforma unitaria del antifranquismo que agrupó a todos los grupos izquierdistas y nacionalistas, reclamó el restablecimiento del estatuto republicano de 1932 como paso previo a la autodeterminación.

Y llegaron la Constitución de 1978 y el Estado de las Autonomías. Y nada más estrenado, como ha recogido José Bono en sus memorias, Jordi Pujol declaró al entonces ministro socialista Francisco Fernández Ordóñez que su labor sería la de preparar el terreno para que la siguiente generación proclamara la independencia. Diez años más tarde, en 1993, el muy honorable declaró al diario Avui:

En algún momento de la historia volverá a presentarse la oportunidad de conseguir lo que reclamamos.

Su heredero Artur Mas declaró en numerosas ocasiones que él era partidario de la independencia de Cataluña, si bien Convergència i Unió "no lo lleva en este momento en su programa". Pero, llegada la última crisis económica, decidió dar el paso definitivo y declaró gozoso en octubre de 2012:

España está débil, está contra las cuerdas. Ha perdido prestigio a nivel internacional (…) No nos temblará el pulso para conseguir que Cataluña logre sus proyectos.

Por lo que se refiere a la eterna cantinela federalista de una izquierda española obcecada en considerarla la solución definitiva, de nada ha servido que los nacionalistas le hayan dicho mil veces que no les interesa. Carod Rovira, por ejemplo, declaró en 2005: "La España federal es un paso enormemente positivo, pero ésa es sólo una parte importante de nuestro proyecto, que tiene como estación final la independencia". Cuando en julio de 2013 la dirección socialista explicó sus planes federalizadores en la Declaración de Granada, ni veinticuatro horas tardaron los nacionalistas, tanto de CiU como de ERC, e incluso algunos dirigentes socialistas catalanes, en menospreciarlos por "anacrónicos" y "superados".

Hace un año, en octubre de 2016, Joan Tardà declaró a la revista Jot Down:

El 2004 hicimos la investidura de Zapatero porque decíamos lo siguiente: como los independentistas sólo somos el 12% y, aunque no nos guste, tenemos que sacrificar una generación, y que no sean dos, vamos a hacer con la izquierda española una parte del viaje hasta la estación federal. Cuando lleguemos al estado federal español la izquierda española bajará del tren y nosotros continuaremos hasta la estación final, que es la república de Cataluña.

Los nacionalistas lo han explicado mil veces, lo han escrito mil veces, lo han declarado mil veces, lo han avisado mil veces. Nadie puede decir que no lo sabía o que no pudo haberlo imaginado.

Quien pretenda que una reforma constitucional federalizante, autodeterminista, centrífuga o como quiera llamársela va a acabar para siempre con la reivindicación separatista –como se proclamó dogmáticamente en 1978, ¡y pobre del que discrepó!– sólo puede ser un ignorante, un imbécil o un cómplice.

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