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Jesús Picatoste

Me lo anunció años antes

“¡Apúntalo! ¡Seré presidente del Gobierno de España!”. Más de una vez me lo repitió, ante mi escepticismo de entonces.

Nunca una fotografía me había ocasionado tantas pesquisas provocadas por su desaparición. Su valor era puramente sentimental. Llevaba una muy cariñosa dedicatoria, más larga de lo habitual, de Adolfo Suarez, con unas frases escritas delante de mí el día en que yo abandonaba Moncloa como director general de Relaciones Informativas y segundo portavoz de su Gobierno. Ahora, en estos momentos de la nostalgia, aquel documento gráfico desvanecido entre cambios de domicilio y búsquedas inútiles hubiera cobrado para mí –que no soy nada fetichista– un significado especial, el de la ausencia no amortizada, el de la evocación de la breve charla en la que me definió su concepción de la actividad política. "Mira –me dijo–, esto de la política es muy hermoso y muy duro. Comprendo que prefieras irte a Televisión Española con Fernando Castedo, aunque ahí, lo sé por experiencia, los problemas serán enormes". Me comentó que tenía que nombrar también un secretario de Estado por la marcha de Josep Meliá a Barcelona y hablamos de la vocación por la cosa pública:

Si careces de vocación política, ni se te ocurra volcarte en ella, o si la disciplina de partido en mayor o menor medida te es insoportable. La vocación, sí, la vocación, ante todo, la política no puede ser un medio utilizado y concebido para ganar dinero a cualquier precio.

Y me advirtió de que dos hermanos suyos trabajaban en Televisión Española: "A los dos, ¡ni agua!". Le apasionaban los platós, el poderío y alcance del medio. Midió al milímetro la puesta en escena de su dimisión, aquel 29 de enero de 1981 en Moncloa ante TVE. Cuando los técnicos llegaron, el personal de palacio y los integrantes del equipo instalaban luces y cámaras, realizadores y ayudantes comentaban que algún hecho importante o alguna decisión capital abordaría el presidente para que se hubiera convocado de manera urgente semejante acto informativo. Tan solo media docena, encerrados en un hermetismo absoluto, conocíamos la trascendencia, el alcance, la repercusión del discurso de Suárez: su dimisión cerraba una etapa histórica. Cuando Suárez, con emoción dominada y temple de acero, comenzó la lectura, dirigí mi mirada a los técnicos que ignoraban el contenido de sus palabras. Y en el instante en que pronunció en un sencillo tono de solemnidad, que dimitía, que se iba, que abandonaba el Poder, aquellos hombres habituados a todo tipo de alocuciones, proclamas o parlamentos cambiaron la expresión, como si no dieran crédito a lo que estaban viendo y oyendo. A veces, la percepción instantánea de un puñado de personas indiscriminadas equivale tanto más que una manifestación multitudinaria o un sondeo exhaustivo.

Pero no siempre creí a pies juntillas a Adolfo Suárez. Claro, era otro Adolfo con toda una vida por delante. Era 1962, o 1963 (perdón por la inexactitud memorística), en un edificio de la madrileña calle Recoletos, dependencia de la entonces Presidencia de Gobierno. Allí, un entonces desconocido Adolfo Suarez González, en una de las salas, estaba con otros siete funcionarios o colaboradores que compartían las labores de Planes Provinciales, bajo la responsabilidad última de Laureano López Rodó. En una de esas mesas me situaron durante el escaso tiempo que permanecí como alevín de comunicación. Adolfo simpatizó conmigo, puede que por mi extrema juventud e ilusión periodística, dejaba su mesa (pienso que se aburría), venía hacia la mía y me llevaba al pasillo para charlar. Y en una de ésas me espetó: "¡Apúntalo! ¡Seré presidente del Gobierno de España!". Más de una vez me lo repitió, ante mi escepticismo de entonces. Era demasiado pronto. En el espléndido libro biográfico de Carlos Abella, el autor recoge la anécdota de la afirmación de un Suarez juvenil que delante de un grupo de amigos exclamaba que él sería el presidente de la Tercera República Española. Nunca le escuché semejante alarde de futuro republicano, que además desmintió con una trayectoria política de impecable lealtad monárquica.

Ahora que las campanas doblan con tanto elogio tardío, se me ha venido a la memoria, cuando me piden un artículo sobre Adolfo Suárez, aquella foto dedicada que quizá haya terminado en un mercadillo de quinta. Que así acabe la foto no deja de ser anécdota personal que a casi nadie interesa, salvo a los nietos. Pero no me gustaría que la historia de Adolfo Suárez concluyera en otro mercadillo de mala muerte.

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