Menú
Jorge Alcalde

¡Que no les pase nada!

A partir de ahora, a Bill Shepherd (comandante de la misión Expedition 1), Yuri Gidzenko (comandante de la nave Soyuz) y Sergei Krikallev (ingeniero de vuelo) la vida les va a parecer algo más dura. Hasta que en febrero de 2001 una flotilla de relevo viaje a la Estación Espacial Internacional para devolverlos a casa, estos tres hombres tendrán el honor de ser los únicos representantes de la especie humana más allá de la atmósfera.

Su misión no es especialmente atractiva, ni peligrosa. Simplemente, cuenta con el glamour de los pioneros, el romanticismo del que pone una primera piedra o deja una huella inédita.

Para ser sinceros, la labor de estos héroes será bastante desagradable. Dejando a un lado las incomodidades propias de la microgravedad (a la que están acostumbrados gracias a su experiencia en órbita y a las largas sesiones de entrenamiento en tierra), cualquier actividad cotidiana se convierte en una odisea allí arriba. Es cierto que la nueva nave tendrá unas condiciones de habitabilidad mucho más confortables que la añeja MIR. Entre otras cosas, en ella cabrán tripulaciones de hasta 7 miembros y el espacio designado para habitaciones y laboratorios es muy amplio. Pero los menesteres básicos siguen ofreciendo las mismas limitaciones de siempre.

Por ejemplo, hay que hacer todas las necesidades fisiológicas utilizando unos incómodos aspiradores de heces y de orina a los que los astronautas aseguran no terminar de acostumbrarse nunca. El diseño de los menús ha contado con la asesoría de psicólogos para evitar el estrés emocional derivado de la alimentación poco gratificante, pero comer sigue siendo igual de complicado: los alimentos se consumen sobre bandejas pegadas a una mesa para que no salgan volando.

Un aspecto muy cuidado es el del ejercicio físico al que se dedican dos horas diarias. Pero éste se limita a sudar sobre una máquina de gimnasia que, en la soledad de la órbita terrestre, puede acabar remedando a un potro de tortura. La mayor parte de la jornada se dedica a la realización de trabajos que requieren de gran esfuerzo físico y mental y al descanso. O mejor dicho, al intento de descanso embutido en un saco vertical que se ata a una de las paredes de la nave.

Cuando queda tiempo libre (una hora diaria más o menos) los astronautas se dedican a contemplar la Tierra desde la escotilla: el mayor placer posible en tales condiciones.

Y todo eso ¿para qué? De momento, para demostrar al mundo que es posible seguir con el empeño de crear una ciudad espacial. Pero ya han surgido algunas voces críticas que advierten que la inversión en esfuerzo humano y, sobre todo, en dinero puede que no merezca la pena. La ISS es una especia de capricho global que ya no tiene freno: ¡A ver quién es el guapo que se retira ahora! Pero el beneficio real para los ciudadanos de aquí abajo no parece muy evidente (al menos esos dicen los críticos). Mientras la ingeniería aerospacial (sobre todo militar) contará con un gran banco de pruebas para afinar sus tecnologías, los experimentos médicos y científicos llegarán con cuentagotas, si es que llegan.

La vida de los tres astronautas que viajan hacia la ISS cambiará definitivamente, eso sí que está claro. De momento tendrán que probar en sus carnes el viejo aforismo de la carrera espacial que asegura que el mejor modo de fabricar un escenario para un crimen es encerrar a tres hombres cansados, que no se entienden y que sienten una profunda nostalgia de su Tierra en una nave en órbita durante 6 meses. Que no les pase nada.

En Opinión