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Jorge Soley

Gorsuch, nuevo juez de un Tribunal Supremo cada vez más irreconocible

Algo se ha roto en el entramado institucional estadounidense: los acuerdos por encima de los partidos parecen definitivamente cosa del pasado.

Algo se ha roto en el entramado institucional estadounidense: los acuerdos por encima de los partidos parecen definitivamente cosa del pasado.
Donald Trump y Neil Gorsuch | Casa Blanca

Tras varios reveses judiciales, la nominación del juez Neil Gorsuch como nuevo miembro del Tribunal Supremo (cubre la vacante dejada hace un año por Antonin Scalia) es la primera victoria significativa de Trump en este frente. Una victoria que no ha sido fácil y cuyas consecuencias iremos descubriendo en un futuro no tan lejano.

La confirmación por parte del Senado, último trámite en el proceso de confirmación, tuvo que superar la actitud radicalmente obstruccionista de la minoría demócrata encabezada por Chuck Schumer, quien se negó a cualquier tipo de transacción, algo no habitual en estos casos. Su cerrazón no se basaba, aunque intentó disimularlo en vano, en ningún recelo ante Gorsuch. En esto Trump ha sido hábil: en contra del parecer de algunos de sus colaboradores, que apostaban por un juez con un perfil mas combativo, eligió a Gorsuch, un juez impecable, un originalista y textualista estricto (es decir, alguien que defiende que la Constitución no es un texto vivo que va evolucionando según los gustos de cada momento, sino un texto muerto, fijado de una vez por todas, que los jueces deben de limitarse a interpretar, dejando de lado su creatividad: si algo debe cambiarse, no compete a los jueces decidirlo, sino al Poder Legislativo). Educado en Columbia, Harvard (es de la misma promoción que Barack Obama) y Oxford, nadie discute su competencia, integridad y rigor: en 2006 consiguió el beneplácito unánime de los senadores en ocasión de su nombramiento como juez federal. Que un juez que era piropeado por los demócratas se haya convertido ahora en alguien totalmente inaceptable deja en evidencia a los propios demócratas, que, gracias a la hábil maniobra de Trump, han mostrado en público que priorizan la lucha partidista frente al interés general.

Claro que los demócratas pueden acusar a los republicanos de lo mismo: cuando falleció Scalia, los republicanos anunciaron que bloquearían cualquier nominación de Obama y que se debería esperar al próximo presidente para cubrir esa vacante. Una apuesta arriesgadísima e inédita que les salió bien casi contra todo pronóstico. Un Obama en el tramo final de su mandato, que aprovechó para realizar gestos poco elegantes para quien está a punto de irse (por ejemplo, permitir que saliera adelante una resolución de la ONU contra Israel, una especie de impotente pataleta contra su querido Netanyahu), no se decidió a proponer un candidato y abrir esa guerra. Quizás confió, como casi todo el mundo, en que lo haría la presidente demócrata que lo sucediera. En cualquier caso, ha sido Trump quien ha enviado a Gorsuch al Supremo, cumpliendo con una de las promesas electorales mas importantes, aquella que hizo que probablemente millones de electores le dieran su voto aunque tuvieran que taparse la nariz.

Pero volvamos al Senado. Hasta hace unos días, la confirmación para el Tribunal Supremo requería una mayoría cualificada de 60 votos, algo inalcanzable para los republicanos en solitario. Trump amenazó con activar la opción nuclear u opción Reid, según la orientación ideológica de quien hable, y ante la cerrazón demócrata ha cumplido su amenaza modificando el reglamento para que baste la mayoría simple, como así ha ocurrido (52 votos favorables por 48 en contra). Una opción a priori impopular pero que, por un extraño golpe del destino, el líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, ha podido sacar adelante sin especial desgaste. Nos referimos al precedente del demócrata Harry Reid, quien, en 2013, en una situación similar a la actual y gozando entonces de la mayoría, aplicó la opción nuclear para rebajar el techo necesario hasta la mayoría simple para todas las confirmaciones de jueces, en aquel momento bloqueadas por los republicanos, con la excepción de las del Tribunal Supremo. Al usar entonces la opción nuclear, Reid legitimó que en el futuro fuera también usada. Algunos demócratas ya lo advirtieron en su momento: ahora nos favorece, pero de este modo dejamos abierta una vía que, en el futuro, los republicanos pueden usar en nuestra contra. Algunos incluso hablan ahora del karma, que siempre nos devuelve aquello que hemos dado. En cualquier caso, lo cierto es que, en efecto, Reid abrió la puerta a la extensión de la opción nuclear al Supremo que han activado Trump y McConnell. Claro que no es aventurado pensar que en el futuro serán los demócratas quienes se beneficien de este cambio. Algo se ha roto en el entramado institucional estadounidense: los acuerdos por encima de los partidos parecen definitivamente cosa del pasado y tendremos que acostumbrarnos a que el partido en el poder nombre a jueces incondicionalmente de su cuerda cada vez que se le presente la oportunidad.

De hecho, estamos ante las consecuencias del proceso de politización del Tribunal Supremo impulsado desde hace años de manera muy intensa por la izquierda. Como ha escrito Charles Krauthammer, el Supremo se ha convertido en una especie de "superlegislatura" que tiene la última palabra sobre las cuestiones de mayor calado social, desde el aborto al matrimonio entre personas del mismo sexo. Esta transferencia de autoridad legislativa ha sido aplaudida principalmente por la izquierda, defensora de lo que se conoce como activismo jurídico, y, por mucho que desagrade a los textualistas mas estrictos, como el propio Gorsuch, no parece probable que vaya a corregirse. Las discusiones en el Congreso y el Senado en torno a la idoneidad de Gorsuch no han sido sobre su capacidad para ser miembro del Supremo, algo fuera de toda duda, sino sobre cuáles son sus posturas en aquellas cuestiones a las que antes nos referíamos. Incluso ha sido la primera ocasión en la que el proceso de nominación al Supremo se ha acompañado de una importante campaña de anuncios en favor del candidato destinados a la opinión pública, como si de una campaña política se tratara.

Una victoria de Trump, pues, que ha impuesto a un originalista para un tribunal que cada vez se parece menos a lo que los originalistas creen que debería ser.

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