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Jorge Soley

'Quo vadis, Donald Trump?'

Trump parece empeñado en dar la razón a sus críticos más contumaces.

Trump parece empeñado en dar la razón a sus críticos más contumaces.
Cordon Press

Escribir algo reflexivo sobre el presidente Trump viene resultando tarea casi imposible. Cuando uno se ha documentado sobre una cuestión que acapara las portadas y se dispone a escribir un sesudo análisis, la cuestión ya ha sido desplazada por otra aún más crucial y perentoria. Y así una y otra vez.

Si algo caracteriza la Presidencia Trump es el carrusel de escándalos, sorpresas, ceses y amenazas. Creo recordar que poco después de su victoria escribí que, aunque era una incógnita el tipo de presidente que iba a ser Trump, a tenor de la campaña y el personaje sí podíamos estar seguros de que íbamos a estar distraídos. La predicción se está cumpliendo, aunque cada vez sea más dudoso que eso sea lo mejor para los Estados Unidos y para el mundo.

Fueron muchos los que votaron a Trump a regañadientes, tapándose la nariz, como único medio de frenar el paso a una Hillary Clinton dispuesta a convertir los Estados Unidos de América en una distopía políticamente correcta, con baños unisex por todas partes y monjitas pagando abortivos a sus empleadas, y obsesionada por establecer cuotas de raza y género en cualquier ámbito de la vida social. Al fin y al cabo, Trump es un empresario de éxito, y cuando obtenga el poder se comportará con sensatez, del mismo modo que, por muchas bravuconadas que suelte, gestiona sus empresas con acierto, pensaba la mayoría. No era una suposición improbable, más bien al contrario... y sin embargo Trump parece empeñado en dar la razón a sus críticos más contumaces. Más que con el empresario, el presidente parece sentirse cómodo con el Trump estrella televisiva, alguien que ha comprendido que para mantenerse en primera línea del show hay que epatar constantemente, lanzando nuevas andanadas sin que importe lo que se dijo la víspera. Asistimos a una sucesión de cortinas de humo que crea una sensación de caos y ausencia de sentido que deja atónito a cualquiera. Una estrategia exitosa para el mundo de las celebrities y los reality shows, pero de dudosa eficacia en tareas de gobierno.

Aunque cuando escribo estas líneas la atención se centra en Corea del Norte, y cuando se publiquen es probable que todo el mundo esté ya hablando de otro escándalo, salida de tono o filtración, voy a intentar detenerme unos instantes en el asunto de la fallida derogación del Obamacare y en los cambios en el equipo presidencial.

Que el Obamacare no funciona es algo que hasta la mayoría de los demócratas reconocen. De puertas adentro, claro, aunque algunos ya se atreven a hacerlo en público. Aquí les dejo algunos datos para que puedan juzgar con conocimiento de causa.

A pesar de las reiteradas promesas de la Administración de que el Obamacare reduciría el coste de los seguros sanitarios, lo cierto es que no han dejado de subir. Según la Kaiser Family Foundation, el coste medio familiar para un plan sanitario pagado por la empresa del titular subió un 32% en el periodo 2010-2016. Y en el mercado individual, donde tienen impacto la mayoría de las regulaciones impulsadas por Obama, el incremento ha sido del 99% desde el año 2013.

Uno de los efectos del Obamacare, que explica muchas cosas, ha sido la reducción del número de empresas que ofrecen planes sanitarios, lo que se ha traducido en una drástica disminución de la competencia. En concreto, el 70% de los condados de Estados Unidos solo pueden elegir entre una o dos aseguradoras.

La previsión de Obama respecto del número de personas aseguradas en el marco de su reforma era de 21 millones en 2016; la realidad lo dejó en 10,4. ¿Qué ha ocurrido? Algo más de 12 millones se han acogido a alguna exención y, lo que es peor, 6,5 millones han preferido pagar la multa prevista antes que contratar un seguro bajo los parámetros del Obamacare.

Además, y contrariamente a lo anunciado, las aseguradoras se han visto forzadas a cancelar los planes que no se ajustaban a los estándares impuestos por el Obamacare. De hecho, según Associated Press, al menos 4,7 millones de planes de salud han sido cancelados (en 30 estados).

Obamacare propició la aparición, en 2014, de 23 aseguradoras sin ánimo de lucro (estas nuevas entidades nacieron al calor del Consumer Operated and Oriented Plan), que se beneficiaron de 2.400 millones de préstamos blandos con dinero público. Poco después empezaron a colapsar como fichas de dominó, algunas de ellos dejando sin cobertura sanitaria a miles de personas. De las 23 nuevas aseguradoras, 18 han cerrado ya, dejando una deuda con el Estado de 1.900 millones de dólares... que difícilmente serán recuperados.

Por cierto, el Obamacare, en vez de rebajar la presión sobre Medicaid, el programa de salud que da cobertura a las personas de menores ingresos, ha hecho que 11,8 millones más se hayan apuntado a él, con lo que sus beneficiarios ya son 74,5 millones, lo que amenaza su viabilidad financiera.

No parece, pues, que el Obamacare haya sido un éxito, ni siquiera si damos como buenos los objetivos establecidos por sus impulsores.

Otra cuestión muy distinta es que cualquier reforma del Obamacare sea positiva y viable. No resulta difícil encontrar ejemplos de legislaciones desastrosas sustituidas por nuevas legislaciones igual o más desastrosas. Y aquí no parece que la Administración Trump haya estado muy fina con sus propuestas para reemplazar la reforma sanitaria de Obama. Unas propuestas que no han entusiasmado en el Partido Republicano y que finalmente han acabado naufragando por el voto en contra de los senadores más liberales, encabezados por John McCain, que de paso se vengaba así de los comentarios despectivos que Trump le dedicó durante la pasada campaña.

Este fracaso se ha unido a uno de los sainetes más lamentables que se recuerden, con un baile de dimisiones, nombramientos y ceses que ha dejado a todo el mundo pasmado. Empezando por la dimisión de Reince Priebus, jefe de gabinete del presidente, tras los ataques furiosos del entonces recién nombrado director de la Oficina de Prensa de la Casa Blanca, Anthony Scaramucci, que le acusó de hacer filtraciones a la prensa, uno de los males que corroen la actual Administración. ¿Realmente Priebus entró en el juego de las filtraciones o Scaramucci se limitaba a hacer el juego sucio a Trump para forzar la salida de Priebus?

Lo cierto es que el rechazo al Obamacare es una de las promesas electorales de Trump más movilizadoras, y el hecho de que no haya sido capaz de sacarla adelante es probablemente uno de los factores que más le están erosionando. Priebus era el presidente del Comité Nacional Republicano, el órgano directivo del GOP, y en consecuencia un hombre influyente en el partido cuando fue elegido por Trump, que vio en él al hombre capaz de conseguir unir a los republicanos en el Congreso y el Senado bajo su liderazgo. Algo que no ha sucedido y que demuestra que, aunque a nosotros nos suene a ciencia-ficción, en Estados Unidos los congresistas y los senadores no son meras correas de transmisión de la voluntad del líder del partido.

En este sentido, la salida de Priebus puede indicar que la relación entre Trump y el GOP, que nunca se ha caracterizado por un gran cariño mutuo (los republicanos siempre han considerado a Trump como un cuerpo extraño), entra en una fase en la que el presidente desiste de sus intentos de ganarse el aprecio republicano. Dejando a los consevadores del partido, pues Priebus era considerado uno de ellos, huérfanos de referentes en la Administración Trump.

Luego las cosas se sucedieron a enorme velocidad. El nombramiento de Scaramucci, sus salidas de tono constantes, las dimisiones en cascada en su equipo, los tuits desconcertantes y, finalmente, el cese de Scaramucci tan sólo diez días después de su nombramiento han conseguido extender una sensación de caos e improvisación para la que tenemos que retroceder mucho tiempo si queremos encontrar un precedente.

En medio de todo este desgobierno emerge la figura del sustituto de Priebus, el exgeneral John F. Kelly, hasta ahora ministro de Seguridad Nacional. Kelly es un exmilitar prestigioso y capaz, un técnico sin un posicionamiento ideológico muy definido pero que ha demostrado su autoridad exigiendo la cabeza de Scaramucci pocas horas después de su nombramiento.

Hay quienes dicen que todo ha sido una maniobra de Trump, que habría usado a Scaramucci para sacarse de en medio al fracasado Priebus y que, una vez conseguido su objetivo, lo habría dejado caer en favor de su nuevo hombre fuerte, Kelly. Quizás sea así, pero quienes votaron a Trump no lo hicieron para entretenerse en intrigas cortesanas, sino para ver cambios que hasta ahora no se están materializando.

Por cierto, Trump se ha sacado de la manga un nombramiento para tranquilizar a los preocupados conservadores: la nueva jefa de prensa de la Casa Blanca es Sarah Huckabee Sanders, la hija del exgobernador de Arkansas Mike Huckabee, un conservador pata negra, asiduo candidato en las primarias republicanas, que fue uno de los primeros en apostar por Trump.

En cualquier caso, la tarea de Kelly no va a ser fácil: poner orden en el caos en que Trump ha convertido su Administración y tratar de restañar las heridas que estas trifulcas han dejado. Sin olvidar lo principal: hacer realidad las promesas de Trump, empezando por la derogación del Obamacare. Si un general no lo consigue, no sabemos quién podrá.

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