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Jorge Valín

Regulemos la inmigración con capitalismo

No cesamos de alabar la igualdad, la redistribución e impuestos progresivos, pero cuando vemos cómo todo este dinero se desvía a los inmigrantes, proclamamos nuestra indignación.

Según un estudio elaborado por el IESE Business School, poco más de un 80% de los empresarios considera la política del gobierno inadecuada o muy inadecuada. La solución de los empresarios es: “fomentar una inmigración cualificada y adoptar medidas que conlleven la selección de inmigrantes en función de la necesidad para nuestro país”.
 
Nunca han destacado aquí los empresarios ni sus amigos por ser defensores del capitalismo ni la libertad individual. “Fomentar” y “adoptar medidas” sólo significa que sea el Estado quien incurra en tales costes en lugar de los propios empresarios. No es la gente (¡inmigrantes incluidos!) la que se debe adaptar a las “necesidades del país” (¿quiénes son ellos para representarlas?), sino al revés. Este tipo de empresario pretende externalizar sus costes a expensas de la sociedad para aprovecharlos como un beneficio. Su justificación es la misma que usan los falsos altruistas y demás socialistas. Se trata de proclamar una decisión partidista y esconderla tras la solidaridad a punta de pistola, la del estado: barreras de entrada, discriminación aleatoria, sumisión, fiscalización y más impuestos para mantener el Estado omnipotente.
 
Los inmigrantes pueden significar una fuente de prosperidad o un sinfín de problemas sociales y económicos. La diferencia entre los dos es la diferencia entre que el Estado intervenga, o en que se quede al margen.
 
Desde el punto de vista económico, el Gobierno de ZP ha utilizado al inmigrante para maquillar las magnitudes macroeconómicas. La reducción del paro o el superávit de la Seguridad Social —todos ellos en parte gracias a la inmigración— pueden parecer buenas noticias, pero cualquiera que observe detenidamente las cuentas advertirá rápidamente que esos magníficos datos sólo se sustentan en una economía intensiva en trabajo, que se puede volver en nuestra contra con la misma facilidad con la que ha venido. En una sociedad libre, ante una crisis, el capital humano expulsado es rápidamente canalizo hacia otras ramas de la estructura productiva. Con el Estado de por medio, es imposible que algo así ocurra porque no hay incentivos suficientes para el cambio.
 
Adicionalmente, los inmigrantes han descubierto que el esfuerzo personal no va necesariamente ligado a la producción ni a mayores rentas en este país. El estado del bienestar les proporciona dinero gratis por su condición, y la economía sumergida una fuente de recursos extra por su nivel de cooperación económica y productiva.
 
Esto nos lleva al tan nombrado “coste social” de la inmigración. Parece ser que los españoles somos muy favorables al estado del bienestar cuando nos beneficia (o eso creemos). No cesamos de alabar la igualdad, la redistribución e impuestos progresivos, pero cuando vemos cómo todo este dinero se desvía a los inmigrantes, proclamamos nuestra indignación. Los inmigrantes tienen un indudable trato de favor ante el Gobierno; nos puede gustar o no, pero eso es el estado del bienestar desde siempre. Consiste en bajar las rentas altas —la de los españoles en este caso—, para subir las rentas bajas —la de los inmigrantes. Evidentemente, sólo las declaradas. En el momento que un defensor del estado del bienestar proclama su indignación por este favoritismo gubernamental hacia los inmigrantes, le cae la careta de falso altruista para mostrar su auténtico rostro egoísta. En parte, el socialismo se alimenta de ese egoísmo forzado por el Estado. Si el aforismo “ley de la jungla” tiene alguna aplicación, es sin duda al socialismo.
 
El antiguo Estados Unidos, al que entonces le llamaban “La Tierra de las Oportunidades”, se creó con la fuerza de inmigrantes que venían con lo puesto y una ambición sin límite. Si no hubiese sido por la nula intervención estatal, Estados Unidos no sería más que un país del montón o seguiría en los mismos niveles de pobreza del siglo XIX. No hay que inventar nada, sólo aprender de la historia y mantener en primer lugar la libertad por encima de todo.

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