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Jorge Vilches

Activistas a la izquierda

Muchos de esos movimientos sociales reclaman una inquietante ingeniera social: una manera de pensar, de ser, de comportarse, de trabajar, de ver el mundo. ¿Y dónde hay que inculcar esto? Pues en las escuelas a los niños.

La utilización de supuestas asociaciones marroquíes para presionar a España en la frontera melillense pone al descubierto que las maniobras de Marruecos para lograr sus objetivos territoriales se van modernizando. Han adoptado uno de los métodos que más éxito está teniendo en la Europa occidental, en manos de grupos de la izquierda, ecologistas, o antisistema. Me refiero a los movimientos sociales.

Cuando la izquierda entró en su penúltima crisis en la década de 1980 y primeros años 90, sobre todo de la mano de partidos políticos que habían llegado a cotas de insignificancia, vejez o podredumbre innegables, surgieron los movimientos sociales. La izquierda se refugió en ellos, y allí se afincaron también todos los que de una manera u otra se han presentado como antisistema, o contrarios a alguno de los pilares políticos, sociales, culturales o económicos de la sociedad occidental. Ya no se trataba de avanzar con el partido en las urnas para cambiar la sociedad, sino de combinar una serie de acciones sociales, más allá de las tradicionales agitación y propaganda, para lograr sus objetivos.

En España, el caso de la prohibición de los toros en Cataluña es un paradigma a tener muy en cuenta. El caso es importante porque muestra cómo utilizan legítimamente la legalidad, buscan financiación con la connivencia de algunos políticos, y trabajan los medios de comunicación con demagogia y acciones noticiables –desnudos callejeros, personas rociadas con sangre, encadenamientos, disfraces, fotos de policías, como en Melilla, o dramatizaciones del hecho que critican–. Con esto consiguen segundos valiosos en los informativos televisivos y dan la sensación de ser muchos y estar activados, de ahí que se llamen a sí mismos "activistas".

Normalmente, estos activistas se basan en un argumento temporal simple: hay que modernizarse, sin que se profundice en qué significa progreso y quién lo ha marcado así o por qué. Su reivindicación es la estación final del proceso histórico, porque tarde o temprano, sin vuelta de hoja, la Historia les dará la razón. De esta manera, se aprovechan del relativismo rampante en Occidente, donde, como si de un experimento científico se tratara, todo es posible de forma inmediata.

Porque muchos de esos movimientos sociales reclaman una inquietante ingeniera social: una manera de pensar, de ser, de comportarse, de trabajar, de ver el mundo. ¿Y dónde hay que inculcar esto? Pues en las escuelas a los niños. Es la básica formación de adictos. Tenemos la verdad, dicen, y vamos a inculcársela a todos, quieran o no.

La legitimidad de las acciones de los movimientos sociales es indudable. Además, la democracia liberal que defendemos cobija esta forma de participación ciudadana. Lo que sorprende es que se haya convertido en patrimonio casi exclusivo de la izquierda, de ecologistas o de nacionalistas, y que la derecha española, como sí hace la anglosajona, no logre esa actividad asociativa, ni esa presión para la defensa de intereses o ideas. Esto es; nos falta una verdadera pluralidad o contrapeso asociativo que refleje mejor lo que es "este país", que permita calibrar mejor cuestiones como la de los toros en Cataluña, o la que se avecina por el estilo en el País Vasco, Madrid y otros lugares.

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