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La hispanofobia de tiempos pasados creó la imagen de una España negra, inquisitorial, de costumbres bárbaras, alimentada por un orgullo pueril y una hidalguía harapienta, trufada de panderetas y tricornios, bajo un sol abrasador. Era la España ahogada por la avasalladora Castilla. La guerra de 1898 renovó la hispanofobia, el “desastre” del país fracasado, y algunos españoles decidieron que su regeneración pasaba por inventar diferencias antropológicas, historias de identidad aldeana y singularidades lingüísticas que articularan un nación distinta de la española. Y la hispanofobia se convirtió en la base de su discurso político.
 
Los nacionalistas catalanes y vascos, básicamente, construyeron sus argumentos sobre dos pilares: la exaltación de un pasado que nunca existió, en referencia a un presente incómodo, y la desespañolización de su “territorio nacional”. Ya el historiador Rafael Altamira, comprometido con la izquierda, escribió en su libro Psicología del pueblo español, de 1902, que aquellos nacionalistas eran “ciertos grupos de españoles” que mostraban un denodado “afán de descargarse de responsabilidades históricas” alegando que habían vivido una “vida aparte de la mayoría del país y subordinada a éste”. La conclusión de Altamira, con más de cien años, está viva: “Se engañan a sí mismos los que creen que, de obtener la autonomía, se desvanecería la disociación que acusa el nacionalismo presente de catalanes, vascongados, etc. No se sienten éstos distintos de los demás españoles porque no gocen de autonomía, sino que piden la autonomía porque se sienten otros que los castellanos, leoneses, andaluces, etc.”. Esto es especialmente grave si entendemos que el ser español no es solamente la comunidad de historia, religión, idioma o proyecto que nos distingue, sino la convicción de serlo, que genera un sentimiento de unidad y solidaridad.
 
Son nacionalismos que niegan la existencia de lo mismo que quieren anular: el alma española, la nación española. El problema para este planteamiento excluyente surge cuando un grupo importante de sus propios “nacionales” posee un sentimiento de unidad y solidaridad con los individuos y cuerpos que forman España. Se rompe así esa conciencia de identidad única propia de una nación, pues sería impensable y paradójico, por ejemplo, que la mitad de nuestros compatriotas se sintiera tan española como francesa. ¿Cómo quieren los nacionalistas impedir esto? Señalan la apostasía, con un marcador rojigualda, y emprenden una doble tarea: la concienciación mediante la educación, y una concentración de poder tal que permita la identificación de la administración con el partido, la imbricación completa de éste en la sociedad civil. Pero esto no es la soberanía nacional, sino la soberanía de los nacionalistas.
 
El Estado de las Autonomías nació para satisfacer a estos grupos de españoles, y se han conseguido niveles de autogobierno inéditos en nuestra historia, equiparables a una confederación. Pero este Estado ha sido incómodo, insuficiente y pacato, incluso antipático, para partidos que, en el conjunto de España, no llegan al 1 % de los votos y, en el mejor de los casos, el de CiU, ni al 5 %. Ese sentimiento se debe a que estas minorías no creen que deba haber unidad ni solidaridad entre pueblos de distinto nivel; a lo más una buena relación de vecindad. El plan Ibarretxe o el de Carod-Rovira no son “soberanistas”, sino, como genuinos nacionalistas, tienen como objetivo evidente la independencia.
 
Y en esto llega un PSOE debilitado, hambriento de poder inmediato, necesitado de apoyos locales para gobernar, ansioso de cargarse de razón contra un PP que le ha salido respondón. Zapatero, encorsetado por un partido que no sabe quién es, se lía a apretar manos, y a hacer suyas reivindicaciones ajenas al socialismo español de los últimos 25 años. El federalismo asimétrico, entelequia incomprensible, aparece sobre la mesa como un proyecto posible. Los gerifaltes del PSOE se reúnen en Santillana del Mar, y acuerdan que no han acordado nada, salvo, claro, crear un debate sobre una necesidad falsa, la de cambiar el Estado de las Autonomías. El cuadro que pintan es el de una “España singular”, la del PP, que no habla ni se entiende, frente a la “España plural”, la del PSOE, la de la incomodidad autonómica. Este debate sobre la inexistencia de lo que ha sido España desde sus orígenes, sólo puede responder a un desconocimiento alarmante de la Historia de nuestro país, a un deseo de votos mal entendido, o a la simple ambición del “reparto de destinos”, de ese nacionalista que piensa, como escribió Ramiro de Maeztu en su obra Hacia otra España, “Quiero la independencia de Cataluña para ser presidente de la república catalana”.
 
¿Alguien cree, de verdad, que Carod-Rovira quiere una “España plural”? ¿O que Ibarretxe ha pensado en algún momento en cómo puede encajar mejor el País Vasco en España? Los nacionalistas excluyentes no quieren una “España plural”, sino la independencia. Pero no hay que preocuparse. Dicen que, después de las elecciones del 14 de marzo, irán a Madrid a hacer “pedagogía”, a explicar a los brutos españoles que lo que importa no es la entrevista de Carod-Rovira con los etarras Antza y “Ternera”, o el pacto que haya podido firmar para que maten en cualquier sitio menos en Cataluña, sino que el CNI y el Gobierno Aznar lo filtraron a la prensa. Ya. Unos vemos la luna, y otros miran el dedo que señala a la luna.

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