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Jorge Vilches

Manos sudadas

Estos peneuvistas que crecieron con el poder no tienen la compostura adecuada ni los principios democráticos bien aprendidos. Son capaces de renunciar a las manos sudadas del PSE, pero siempre han sido proclives a estrechar las manos ensangrentadas de ETA

"La mano tendida por el PSE es una mano sudada porque ya se ha utilizado con el PP", ha dicho Urkullu, presidente del EBB del PNV. La expresión del jefe de los nacionalistas vascos encierra toda una declaración de principios, y pone en evidencia algunos fracasos históricos.

Empecemos por el final. La democracia de la Constitución de 1978 se configuró como un conjunto de instrumentos para la expresión viva de las distintas manifestaciones políticas, incluidas las nacionalistas, que se daban entonces y pudieran aparecer más tarde en España. Entre esos instrumentos estaban las Autonomías, concebidas, al menos teóricamente, como la encarnación del principio descentralizador, dando como bueno el axioma de que la descentralización genera por sí misma el progreso.

Es más; en la creación del Estado de las Autonomías se tuvieron muy en cuenta, prácticamente fue lo único, la opinión y las aspiraciones de los nacionalistas vascos y catalanes. Vamos, que sin su presión, es muy probable que el artículo 2 y el Título VIII de la Constitución serían muy distintos, quizá hasta defendibles.

Los partidos nacionales del momento; es decir, UCD, PSOE y en menor medida el PCE, vieron como algo "natural" el que los procesos de autonomía, incluso previamente a la aprobación del texto constitucional, fueran dirigidos por los nacionalistas. Tenían una especie de derecho histórico –estrechamente vinculado a lo de "nacionalidades históricas"– a poseer el gobierno en detrimento de las opciones nacionales o "españolistas". De ahí, por ejemplo, que el primer gobierno vasco fuera cedido por los socialistas a los hombres del PNV. Se creía que era un modo de integrar a los separatistas en los modos democráticos; esto es, que las ventajas de la democracia taparían las ínfulas independistas y los modos y palabras cada vez más descaradamente totalitarios. Esto, oído Urkullu, no ha sido precisamente un éxito.

La generación de Urkullu –nacido en 1961– se incorporó a la política cuando ya gobernaba el PNV, afiliándose a un partido que era "el poder", en un ambiente político y social favorable para la expresión y ejercicio de las ideas nacionalistas. En esos treinta años de gobierno peneuvista, esa generación sabiniana pudo desarrollar y aprehender todos los beneficios de la democracia, e incluso tuvo la posibilidad de valorarlos al sufrir la presencia de la banda asesina ETA. No parece que haya sido así.

En muchas ocasiones, en la historiografía, se echa mano a la falta de costumbres políticas liberales o democráticas para explicar las dificultades en el establecimiento o conservación de un régimen representativo. En el caso de los nacionalistas de Urkullu esa explicación no es posible porque las instituciones se han mantenido a pesar, y a despecho, de los terroristas; unos terroristas que, a diferencia de lo que ocurre en el resto del mundo, en lugar de ir contra el gobierno –los del partido de Urkullu– perseguían a la oposición. No hay, por tanto, motivo alguno en el sistema que explique el comportamiento del PNV ahora que deja el poder por vía legal y legítima.

La circunstancia que vive la generación de Urkullu es que nunca ha estado en la oposición, y el tiempo que estuvo en el gobierno no lo aprovechó para aprender los mimbres mínimos que sustentan una democracia. Estos peneuvistas que crecieron con el poder no tienen la compostura adecuada ni los principios democráticos bien aprendidos. Son capaces de renunciar a las "manos sudadas" del PSE, no obstante siempre han sido proclives a estrechar las manos ensangrentadas de ETA. Una paradoja que a estas alturas ya no es sorpresa.

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