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Jorge Vilches

Por qué ser nacionalista español

No es vergonzoso ser nacionalista español, como postulan cierta izquierda y los separatistas. Es la modernidad y lo propio de Occidente: el sentimiento de pertenencia a una comunidad abierta, que asegura la libertad del individuo, la ciudadanía verdadera.

La protesta marroquí ha coincidido, sin sorpresa del respetable, con la crítica del nacionalismo catalán a la visita de los Reyes a Ceuta y Melilla. Hemos oído expresiones como "colonialismo" y "nacionalismo español rancio" que, ya a estas alturas, y referido a la monarquía alauí y la república carod-roviriana, la verdad, mueven a la risa y precisan una matización.

ERC abandera un nacionalismo que combina el tradicionalismo –la vuelta a una inventada Edad de Oro basada en las "leyes viejas" y en la comunidad uniforme– con el socialismo, cuya conocida discrepancia con la libertad y la democracia exime de cualquier explicación. Su lenguaje recuerda al del padre Alvarado, el famoso Filósofo Rancio que atizó a los liberales de 1812 con su visión excluyente de la nación, el integrismo fanático, la demonización del otro, el victimismo y, cómo no, el postular la hoguera para el adversario –recuérdense las fogatas con las fotos del Rey e incluso con un monigote que lo simbolizaba–.

Ese nacionalismo catalán es excluyente y contrario a la modernidad, ajeno a la manera en que se siente el nacionalismo, o el patriotismo, en los principales países occidentales. ¿Qué diferencia hay, por tanto, con el nacionalismo español de hoy? La española es una nación de ciudadanos, anclada en la libertad en sentido pleno y contemporáneo; es decir, en la soberanía nacional, los derechos individuales y la separación de poderes, aunque con la conciencia de que su desarrollo institucional es mejorable, sin duda.

No hay mitificaciones históricas –como presuponen historiadores del nacionalismo como Gellner o Hobsbawm–, pues somos especialistas en censurar nuestro pasado, aquilatando personas, regímenes y acontecimientos. Tenemos un pasado liberal, de transformación de la nación de vasallos en nación de ciudadanos, plenamente moderno y aceptable, que tuvo lugar en la Guerra de la Independencia, y cuyo cenit fueron la Constitución de 1812 y su Discurso Preliminar. Nación y libertad, en sus acepciones más contemporáneas, están unidas desde entonces, al igual que reconocidos sus avatares históricos y los errores cometidos.

No hay mitos ya en nuestra historia, como tampoco invenciones al estilo de los nacionalismos vasco y catalán y sus sucedáneos. El historiador Anderson colocaba la invención como elemento imprescindible para las nuevas naciones del siglo XX. No es el caso de la española. Con 500 años de historia común –al menos–, con fronteras inalteradas y una proyección internacional histórica, política y cultural importantísima, es innecesaria la invención; para bien y para mal.

El nacionalismo español de hoy concibe a la nación como una comunidad de ciudadanos, una sociedad abierta, no excluyente, en la que no hace falta requisitos lingüísticos o tener los cuatros apellidos propios del terruño. Es una adhesión voluntaria, personal, no condicionada a etnias, lenguas, ideas políticas, planteamientos sociales o religiosos. Tan abierta es que admite en su seno a quien niega su españolidad, y no se le retira por ello sus derechos ni se le obliga, directa o indirectamente, a dejar el país.

No es vergonzoso ser nacionalista español, como postulan cierta izquierda y los separatistas. Es la modernidad y lo propio de Occidente: el sentimiento de pertenencia a una comunidad abierta, que asegura la libertad del individuo, la ciudadanía verdadera.

Por esto es preciso diferenciar el nacionalismo excluyente y arcaizante, del inclusivo y modernizador; distinguir entre el que defiende la comunidad etnolingüística, cerrada y obligatoria, y el que sostiene la comunidad de ciudadanos, abierta y voluntaria. La primera ensimisma, la segunda es práctica y adecuada al contexto político mundial. ¿Quién es el rancio?

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