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José Antonio Martínez-Abarca

Los basurientos

Los indignados han quedado como lo que son, esos niñatos de todas las edades, normalmente avanzadas, enfurruñados porque mamá pretende frotarles detrás de las orejas.

Casi veintiocho toneladas de basura retiradas a las seis de la mañana entre, según cifras de la policía, exactamente ochenta y ocho "indignados" es, en mi opinión de profano –pues nunca me he revolcado entre tanto desperdicio–, mucha basura para tan poco indignado. Es una cantidad de basura en efecto indignante: ahora se explica que las legañas no les dejaran abrir los ojos a la realidad. Se empieza durmiendo con olor a pies y se termina loando a Stalin, o las novelas de José Luis Sampedro. La democracia española es aquella que llaman a la puerta del "camping" a las seis de la mañana y no es lechero sino un señor con un cubo de "zotal" y una máscara antigás.

Una vez que la autoridad le ha dicho a los indignados que vuelvan a sus casas "okupadas" que no son suyas y desalojen el espacio público para volver a robar el privado, ha hecho falta que acuda la "brunete" antiplagas, entre vehículos compactadores, tanquetas baldeadoras y la unidad de zapadores, o sea, los operarios provistos de pala y probablemente también pico –en el desfile del día de la Hispanidad no se moviliza tanta división acorazada–, para volver a darle a la zona de Sol y al Paseo del Prado un aspecto más o menos ciudadano, alejado del inframundo. Los indignados amenazan con volver más enfadados que nunca, una vez que casi les han hecho ducharse ¡y tan temprano!

Es que ahí se ha venido coleccionando más tizne al peso que proclamas totalitarias. Veintiocho mil kilos de llamados "residuos" (le ha faltado a la autoridad añadir "orgánicos" para que me empiece a picar todo) producidos por ochenta y ocho cachondos mentales, sin contar el residuo que cargan en esas cabelleras aproximadamente jamaicanas en forma de churrete extrementicio, que según dicen los expertos hay que embellecerlas con guano de paloma si uno quiere cuidar la etiqueta. Salen, por cabeza (sin contar, claro, las cabezas de las mascotas pensionadas por los "indignados" como perros, roedores o simpáticos insectos blatodeos, entre voladores y no voladores) a bastante más de trescientos kilos de roña acumulada. Yo hay días en que si no me lavo no produzco tanta seborrea. ¿No salían los indignados en los reportajes de la prensa entusiasta barriendo la calle por turnos, para que no les pusiéramos fama de espesos? En realidad estaban haciendo como las chachas sin escrúpulos: colocando el polvo donde no se veía, poniendo la putrefacción en perfecto estado de revista de diseño. Hasta que se ha descubierto lo que ya se sabía: que la "M" de "15-M" no significa precisamente "mayo" y que bajo las mantas andinas y los manifiestos de presunta modernidad se escondían todos los remanentes de revoluciones revenidas, hasta el último sarro de Mao Zedong, "el de los dientes verdes".  Los indignados han quedado como lo que son, esos niñatos de todas las edades, normalmente avanzadas, enfurruñados porque mamá pretende frotarles detrás de las orejas.

El conocido por "síndrome de Diógenes el Cínico", un trastorno a causa del cual sus afectados guardan todos los desechos bajo la almohada, va a tener que cambiar de nombre, sustituido por el mucho más propio de "síndrome del indignado". Eso sí, a cinismo andan más o menos empatados. Los basurientos del "síndrome del indignado" hasta contestaron a las brigadas de limpieza lo mismo que Diógenes a Alejandro Magno, cuando éste le preguntó solícito si deseaba algo: "apártate que me tapas Sol" (la plaza). Por una vez se han tenido que apartar ellos.

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