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José Antonio Martínez-Abarca

Solidaridad con los topillos

Si Castilla y León va a amontonar los cuerpecillos laminados de setecientos millones de topillos, me meto a vegetariano.

Desde las matanzas de peluches de foca a garrotazos, dejando en los primeros años ochenta el Polo Norte como un granizado de frambuesa (y junto con el sing-along de Roberto Carlos contra la caza de ballenas en los setenta, aquello de yo quisiera ser sivilisado como los animales), es decir, desde las primeras tomas de conciencia ecologista de ayer que han desembocado en la casta inimputable de hoy uno no había visto una escena ecológicamente más espeluznante que la masacre de topillos a apisonadora y zapatazos en Villalar de los Comuneros (Castilla y León). Tenía más de ajuste de cuentas Tutsi que de brigada de desinfectación.

Más vale que los castellano-leoneses vayan pensando en hermanarse oficialmente con los setecientos millones subterráneos de topillos que alguien se ha dedicado a computar allí, porque no han podido hacer peor publicidad de su rabiosa causa, mandando llamar además a todos los medios para que retraten bien la sarracina. Hasta hace bien poco yo no conocía a los topillos de nada (me quedé en los topos ciegos, azuleantes y comedores de lombrices de toda la vida: esto parece que es otra cosa), pero ahora estoy por ir por ahí con un spray de pintura arruinando los abrigos de piel de topillo de las señoronas, en protesta por el trato brutal que se les está dando a estos bichos, llenándose además, como lamentaría un mafioso, las suelas de sangre.

Por muy malditos roedores que sean, no se puede vender en ningún sitio esa polvareda de parroquianos del interior despachurrando topillos a pies llenos. No se pudo ni explicar al mundo, en su año, la hecatombe de conejos que se declaró en Australia por motivos idénticos a los de la plaga de topillos, entre otras cosas porque algún listo como esos que ahora están maquinando soluciones brillantes en Castilla y León ideó una enfermedad de laboratorio que a punto estuvo de eliminar media pirámide alimenticia, de herbívoros para arriba, en todo el planeta. Se empieza haciendo que los topillos se pongan malitos a morir para salvar la cosecha de brécol o de judías verdes y se acaba haciendo que se extinga cualquier semoviente que mida más de un palmo.

Yo desde los años setenta no veo lagartijas en el blanco muro de España, cuando por entonces había más que topillos. Alguien habrá seguro metido mano en el asunto, con pesticidas, con fórmulas del doctor Bacterio o con lo que sea, y esta degradación es mucho más real que lo del cambio climático. Si Castilla y León va a amontonar los cuerpecillos laminados de setecientos millones de topillos, me meto a vegetariano.

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