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José Carlos Rodríguez

Bush, Hamilton, Jefferson

el resultado de las elecciones legislativas de 2006 servirá para saber qué dirección tendrá que tomar el GOP en 2008, la de Hamilton o la de Jefferson.

Hace más de un año el periodista David Brooks escribió un importante artículo en el New York Times, llamado Cómo reinventar el GOP, siglas estas últimas con las que se llama al partido Republicano. En él Brooks explicaba que en el conservadurismo han convivido, por utilizar trazos gruesos, dos tendencias. Una de ellas estaría representada por Thomas Jefferson, que toma a la libertad individual, el gobierno mínimo, los derechos de los Estados frente al gobierno federal y el aislacionismo como claves de su visión de la política. La otra la encarnaría su oponente, Alexander Hamilton, y por otras grandes figuras como Henry Clay, Abraham Lincoln (primer presidente del partido Republicano) o Teodoro Roosevelt. Quieren crear lo que se llama “sistema americano”, con un poder central poderoso con el que hacer amplias reformas, transformar el modelo económico y favorecer desde el Gobierno la prosperidad general. Jefferson, decía Brooks, ha fracasado y este es el momento de aferrarse al legado de Hamilton.
 
Se puede decir que George W. Bush ha elegido en parte el segundo camino. Está aumentando el gasto a un ritmo solo superado por el derrochador Lyndon B. Jonson y está introduciendo un sistema socializante en la educación y en la sanidad. Pero su política tiene elementos de signo contrario, como su modesta propuesta de reforma del sistema de pensiones o su inconstante pero decidida política a favor de la expansión del comercio mundial, frente al proteccionismo del “sistema americano”. También se puede considerar que su rebaja de impuestos va en el sentido opuesto. Pero la rebaja de tipos lleva generalmente a un aumento de la actividad económica y a un aumento, no a una disminución de los ingresos públicos, como está pasando en los Estados Unidos.
 
No obstante, la política de Bush está llevando a los republicanos a abandonar los principios de gobierno limitado que le habían caracterizado, frente a un partido Demócrata que se ha convertido en el campeón del gasto público, la regulación y el Estado Providencia. Esto resulta casi paradójico, porque si uno observa con cuidado las elecciones presidenciales y legislativas desde la primera victoria de Ronald Reagan, las victorias del partido republicano coinciden con grandes promesas de aferrarse a los principios de poco gasto y bajos impuestos y más autonomía para los ciudadanos. Las últimas elecciones, Bush logró una victoria espectacular. Pero con un discurso liberal, aunque su política se estuviera ya dirigiendo hacia un creciente gasto federal. A estas alturas los estadounidenses no se llaman a engaño. Y quienes apuestan por más Estado prefieren a los Demócratas, mientras que una parte del votante tradicional republicano puede verse traicionado o mal representado. Esta es una de las causas detrás de la caída en la valoración del presidente Bush.
 
Pero en Estados Unidos, mucho más que en Europa, los partidos están constituidos por corrientes internas. Allí, los partidos son plataformas electorales que congregan a grupos distintos con unas pocas ideas en común. Y hay toda una corriente dentro de los republicanos que no está nada conforme con la dirección a que está llevando George W. Bush a su partido. Y esto es cierto especialmente entre los más jóvenes, más preocupados por luchar contra la mano muerta del Estado Providencia y de la socialización de los servicios. Es muy difícil que el partido Republicano, dirigido por el poderoso Bush, cambie radicalmente. Pero el resultado de las elecciones legislativas de 2006 servirá para saber qué dirección tendrá que tomar el GOP en 2008, la de Hamilton o la de Jefferson.

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