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José Carlos Rodríguez

La batalla del Tribunal Supremo

responsabilidad del presidente es, en este caso, elegir un miembro del Supremo que, a diferencia de tantos que le hayan precedido, se limite a interpretar la Constitución y no a inventársela o a desoírla claramente.

Ha comenzado una de las batallas políticas más apasionantes y con mayor calado de los Estados Unidos. La del Tribunal Supremo. La Institución era un tribunal de última instancia, pero en los apasionantes comienzos de la historia de los Estados Unidos, en los que las instituciones luchaban por aumentar su poder y afianzarse, el Tribunal Supremo no se quedó atrás y bajo la presidencia del juez Marshall se otorgó el poder de resolver cuestiones constitucionales. Curiosamente, se trata de un poder que debería haberse a sí mismo, ya que no lo contempla la propia Constitución.
 
Pero desde Marshall no se puede entender la historia de los Estados Unidos sin el Tribunal Supremo, y las circunstancias colocan a George W. Bush en la posición de elegir cuando menos a dos de los nueve preciados asientos, aunque probablemente acabe escogiendo uno o dos más. La primera vacante ha sido una relativa sorpresa. La ha dejado Sandra Day O'Connor, que no ha querido esperar a que la naturaleza le retire de un puesto vitalicio y se ha retirado voluntariamente. El Presidente tiene la potestad de elegir a su sustituto, pero necesita del visto bueno del Senado. Los demócratas paralizarán la elección de cualquier candidato que sea medianamente conservador y que, en consecuencia, esté a favor de la estricta observación de la Constitución y sea contrario a un activismo judicial progresista.
 
Por ese motivo los republicanos están planteándose lo que llaman la “opción nuclear”, que permitiría detener una acción de paralización de la elección de un candidato (lo que se denomina filibusterismo) con una mayoría simple. Ahora es necesario una mayoría cualificada de 60 de los 100 senadores. Los demócratas han demostrado en cuanto han tenido ocasión que no quieren ningún consenso en este asunto, pues necesitan de jueces partidarios de hacer avanzar en los juzgados las propuestas que no logran sacar adelante con votos. El viejo senador Edward Kennedy, sin el natural freno de un sentido de la vergüenza que ha perdido hace décadas, ya ha dicho que le parece “un abuso de poder” que el presidente, con el Senado, elijan a un candidato que, básicamente, no le plazca al líder demócrata.
 
De hecho, pese a que siete de los jueces han sido propuestos por presidentes republicanos, los netamente conservadores son franca minoría. Ello ha quedado de manifiesto en la espectacularmente impropia sentencia Kelo v. New London, recientemente fallada, en la que cinco miembros del Tribunal Supremo prefirieron ignorar la quinta enmienda, que impone serias restricciones al uso de la expropiación forzosa.
 
Son varios los nombres entre los que puede elegir. Si el partido republicano no opta por “la opción nuclear”, no valdrá ninguno. Pero la responsabilidad del presidente es, en este caso, elegir un miembro del Supremo que, a diferencia de tantos que le hayan precedido, se limite a interpretar la Constitución y no a inventársela o a desoírla claramente. En demasiadas ocasiones los jueces del Supremo, como los de otros tribunales, han jugado a sociólogos más que a intérpretes de la ley. Es el caso de quien acaba de abandonar el tribunal, Sandra Day O'Connor, pero no el de William Rehnquist, que probablemente renuncie a su cargo en breve.
 
Está en juego no ya los límites a la investigación con células madre, o los de la práctica del aborto, sino los límites de la acción del Estado en la persecución del terrorismo. Como explica Robert Higgs en su libroCrisis & Leviathan, el Estado central (federal) ha crecido aprovechando crisis que básicamente han coincidido con guerras, asumiendo poderes especiales que luego no solo se ha negado a soltar, sino que ha extendido más allá de lo previsto. El Tribunal Supremo, aunque en ocasiones ha podido resistirse, por lo general ha dado la espalda a la Constitución para inclinarse de forma más perfecta ante el poder. Debe abandonar esa senda acomodaticia y recuperar el impropio papel que se otorgó a sí mismo en 1803: el de intérprete y defensor de la Constitución. La amenaza del terrorismo es muy seria. Pero no lo es menos la de un Estado dispuesto a arrogarse cualquier poder con el terrorismo como excusa. La posición que tome en las décadas por venir al respecto puede llegar a ser decisiva.

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