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José Carlos Rodríguez

La victoria del pueblo iraquí

El terrorista Al-Zarqawi prometió tintar las calles de Irak de rojo con la sangre de quienes acudieran a las urnas. Pero el color que ha vencido es el púrpura con que se marcaba a quienes habían hecho uso de su derecho al voto. Un derecho perdido durante medio siglo, y que ha sido recuperado gracias a la intervención aliada y a la determinación del propio pueblo de Irak. El éxito ha sido enorme. Más del 60% de quienes estaban llamados a las urnas han desafiado las amenazas de los terroristas y las pobres comunicaciones para manifestar su deseo de recuperar sus libertades. El primer debate electoral televisado de la historia del país es solo un ejemplo de lo mucho ganado en estos meses tras la caída de Sadam Huseín. El voto no es la democracia, ya que para llegar a serlo necesita acompañarse de la instauración de un Estado de Derecho. Pero es un primer paso, cuyo éxito permite ser moderadamente optimistas.
 
La reinstauración de la democracia en Irak no ha hecho más que empezar, ya que ahora queda la redacción de una constitución de carácter permanente que sustituya a la actual y la celebración de unas elecciones complementarias. Los suníes, que se habían mostrado contrarios al proceso político, y ante la evidencia del éxito en la participación democrática, con el miedo de quedarse al margen, se incorporan a él. El sistema democrático, si está medianamente bien concebido, permite repartir el poder entre distintos grupos sociales y al mismo tiempo salvaguardar al menos los derechos más básicos de todos. Por tanto la democracia tiene un carácter integrador que en el caso de Irak se verá favorecido por la existencia de varias denominaciones religiosas, y no solo islámicas. Desde la caída del tirano iraquí se han recuperado varias libertades, como la de expresión, educación o la de movilidad por el país. La libertad multiplica las relaciones humanas y permite que se basen en relaciones de cooperación voluntaria, lo que hace a las sociedades más prósperas y complejas.
 
Pero el futuro no está ganado. La libertad, el más excelso de los valores del hombre, estará siempre amenazada; especialmente en el caso de Irak, que ha dejado de ser un régimen tiránico con su propia población y con las vecinas, una fuente de conflicto y un sitio seguro para determinados grupos terroristas. Ese es el motivo por el que se ha multiplicado la violencia terrorista en ese suelo. Los terroristas han perdido un aliado y saben que con la victoria de la democracia tras la intervención internacional la posición de los regímenes que les amparan no será ya nunca segura. Especialmente después del discurso de investidura de George W. Bush, en el que hizo una rotunda defensa del papel de Estados Unidos como garante de la libertad y la democracia en el mundo, y con ellas de la seguridad en el propio país. Una renovación de la doctrina Monroe menos ingenua pero no menos idealista.
 
A la espera de conocer los resultados lo que sí hemos constatado es que han triunfado los millones de iraquíes de los que no nos hablaban los medios de comunicación. Mientras ellos se llenaban con las acciones de los resistentes, el sufrido pueblo de Irak sólo deseaba recuperar su libertad, la misma que han querido robarle los llamados resitentes y que en un lenguaje desinfectado de partidismo antidemocrático se llamarían, simplemente, terroristas. El feroz, descarnado antiamericanismo de muchos les ha hecho situarse en contra de los anhelos y de los derechos del pueblo iraquí. Muchos han ido más allá de la legítima, e incluso razonable crítica a la necesidad y la conveniencia de la guerra. Por ejemplo, haciendo de escudos humanos del genocida iraquí, o simpatizando con éstos. Quienes nunca han salido a la calle en defensa de las libertades de los iraquíes cuando éstas estaban siendo atacadas sistemáticamente por el anterior régimen, han ocupado el pavimento de las ciudades con indignados gritos contra la intervención aliada en ese país. A todos ellos los iraquíes les han dado toda una lección.

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