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José Carlos Rodríguez

Once de septiembre

Hace cinco años aceptamos una guerra que no conocerá fin hasta que el Islam no abandone el medievo como ideal y acepte en su abrumadora mayoría la limitación de sus creencias por las necesidades de una sociedad abierta y libre. Y necesitarán siglos.

Este lunes se cumplen cinco años desde que millones de personas de bien se sintieran profundamente heridas por los atentados que echaron abajo las torres gemelas de Nueva York. Un dolor resonante y sin mácula de satisfacción que no fue compartido por otros millones de personas; incluso de nuestra misma civilización, excelsa por tantos motivos, pero no exenta de miserables. Son los mismos que culpan a la víctima del crimen; los que comparten con los asesinos una misma pasión, un mismo odio.

Cinco años, y todos tenemos la sensación vivir un cambio histórico. Hemos despertado de un sueño que comenzó con el derrumbe histórico del socialismo y que dibujaba una humanidad entrelazada por el comercio, liberada de promesas totalitarias y del enfrentamiento de bloques. Resulta que las culturas tienen consecuencias, y que el Islam, con sus enseñanzas de expansión y subyugación del infiel por medio de la violencia, da en sus líderes más conscientes y más pulcros en sus convicciones islámicas a auténticos criminales. En 1998 Ben Laden lanzó su "Declaración de un Frente Islámico para la Yihad contra los judíos y los cruzados", compartida por muchos otros con distintos términos. Tres años después llevó la declaración a su mayor éxito.

Estados Unidos, que todavía no está aquejado como la enferma Europa, de la corrupción de su orgullo, ha respondido. Ha lanzado dos guerras, una en Afganistán, otra en Irak. Su éxito ha sido no más que relativo, al menos en esta última, pese a haber derrocado al dictador. No ha logrado una paz duradera, mantenida por los propios iraquíes.

Si por algo merece la pena luchar es por la libertad; ninguna causa como esa. Y el terrorismo tiene en la que aún mantenemos su fuente permanente de odio: su causa, que es también la nuestra. El problema está en que el Estado no conoce libertad que no desee invadir, y la lucha contra un enemigo externo es el argumento más inmediato y más convincente para satisfacerse. En Estados Unidos, en Gran Bretaña, en otros países, hemos visto cómo se introducen medidas represoras, controladoras, fiscalizadoras de los ciudadanos. Quizá no demasiado importantes, pero siempre yendo un paso más allá, para jamás rectificar. Porque, como el terrorismo es un enemigo permanente, la excusa también lo es. Hace cinco años aceptamos una guerra que no conocerá fin hasta que el Islam no abandone el medievo como ideal y acepte en su abrumadora mayoría la limitación de sus creencias por las necesidades de una sociedad abierta y libre. Y necesitarán siglos.

Pero mientras no podemos responder permitiendo que nuestros políticos actúen como si fueran agentes del terrorismo, limitando nuestras libertades en nombre de ellas mismas. ¿Por qué no confiar en el poder y la capacidad de adaptación y respuesta de la sociedad sin tutelas?

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