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José Enrique Rosendo

El superávit y el Gobierno mínimo

Disponer de superávit en las cuentas públicas es en sí mismo una perversión del sistema, y no precisamente porque los gobiernos deban consumir todo lo que recaudan, sino porque el Estado sólo debiera detraer de la sociedad el dinero imprescindible

La vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, ha dado a conocer que las cuentas públicas del pasado año se cerraron con un superávit histórico del 2,3% del Producto Interior Bruto. No lo ha anunciado Solbes, sino la vicevogue. Y no lo ha dicho un día cualquiera, sino el mismo en que supimos que en España el paro ha crecido nada más y nada menos que en ciento diez mil trabajadores el pasado ejercicio.

Quiere esto decir dos cosas. La primera, que Solbes no ha querido hablar del superávit público quizá para no ser asaetado con mil preguntas económicas ahora que llueven chuzos. Y segundo, que Fernández de la Vega considera positivo, y por tanto publicitario electoralmente, que nuestras cuentas públicas se cierren con superávit.

Sobre lo de Solbes no hay sorpresas ni tampoco palabras. Nuestro vicepresidente económico ha sido un magistral especialista en esconderse cada vez que las cartas han venido mal dadas: opas de Endesa, negociación presupuestaria, financiación autonómica, turbulencias financieras de agosto, etc. Nada nuevo bajo el sol en relación a la actitud de ese "buen contable", Pizarro dixit, y pésimo político.

En cambio, sobre lo del superávit sí que conviene extendernos en nuestro comentario. Debemos partir de la base de que en principio es mejor tener un superávit que un déficit público (término este acuñado a partir de la crisis del petróleo de 1973), aunque la historia nos ha demostrado que algunas políticas económicas con déficits, como la norteamericana de Rodald Reagan de los años ochenta, también han funcionado adecuadamente a la hora de resolver ciertos periodos de crisis.

El superávit público ofrece la ventaja de que permite a nuestros gobernantes disponer de un margen de maniobra para hacer frente a la crisis que no tendrían si nuestras cuentas se cerrasen en números rojos. Eso es cierto. Sin embargo, la cuestión es qué hacer con ese superávit, ya que sólo de este modo podremos saber si el mismo es positivo o no para resolver la crisis.

Un Gobierno que con ese superávit público bajara los impuestos, contribuiría a mi juicio a solventar la actual coyuntura económica, porque inyectaría en el bolsillo de los ciudadanos más dinero para invertir o consumir. Especialmente benéfica sería una drástica reducción del Impuesto de Sociedades, puesto que, ayudado de otras políticas complementarias, permitiríamos un aumento de nuestros niveles de competitividad, reduciríamos el endeudamiento de muchas compañías y al mismo tiempo alentaríamos nuevas inversiones e incluso la localización de empresas internacionales en nuestro país, con el consiguiente aumento del empleo y por tanto del consumo.

En cambio, un incremento del gasto social supondría a mi juicio ralentizar extraordinariamente la capacidad de reacción de nuestra economía ante la crisis actual, porque aunque en principio se incentivaría el consumo, no atajaríamos sino que empeoraríamos nuestro ratio de competitividad y extenderíamos el sector público como sedante de la iniciativa individual, que es el motor que dinamiza un país, con el consiguiente incremento del desempleo.

Y es que disponer de superávit en las cuentas públicas es en sí mismo una perversión del sistema, y no precisamente porque los gobiernos deban consumir todo lo que recaudan, sino porque el Estado sólo debiera detraer de la sociedad el dinero imprescindible (y si me apuran incluso algo menos). Un gobernante que recauda más de lo que necesita puede caer en la tentación irresponsable de expandir el gasto, lo que equivale la inmensa mayoría de las veces a reducir la eficiencia de cada euro que administra. Es decir, a dilapidar en pólvora de salvas con cargo al dinero que usted gana con su propio esfuerzo.

En cambio, si mantenemos el principio de estabilidad presupuestaria y al mismo tiempo nos dotamos de una norma que devuelva directamente a los contribuyentes el superávit de las cuentas públicas mediante la reducción de la presión fiscal, igual que sucede con la revalorización automática de las pensiones, por ejemplo, estaríamos imponiendo una mecánica adecuada con la que optimizar los recursos públicos y, de paso, tender a dotarnos de un Gobierno mínimo que nos permita mayores dosis de libertad.

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