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José Enrique Rosendo

¿Sabe Feijoo qué es la soberanía nacional?

Algo se está moviendo en el PP porque, para ser más simpático a los ojos de quienes nunca le votarán, están destruyendo los mimbres que conformaban un cesto con diez millones de votos.

El PP está representando estas semanas un género chico de la gran política, a modo de los viejos entremeses. Como en todo sainete, hay sorpresas, deserciones, carcajadas y estornudos, y por supuesto un protagonista tragicómico, Mariano Rajoy, instalado en un torbellino de situaciones ridículas que parecen superarle sobradamente.

Esta desagradable situación de partida se complica porque los nervios y la tensión de un equívoco inicial conducen, inexorablemente, a cometer nuevos errores que a su vez arraciman una sucesión de catástrofes y contrasentidos sin un aparente final.

Es tanto el ruido del escenario que ya incluso pasan desapercibidas novedades que, en un ambiente más calmado, habrían sido noticiones de portada de los periódicos. Les voy a poner un ejemplo de grueso calibre: el PP pretende reformar sus estatutos para que los inmigrantes legales puedan ser militantes del partido, incluso sin tener la nacionalidad española.

Ustedes podrán decir que no hay nada malo en ello. Más bien todo lo contrario, porque lo lógico es que los partidos políticos adapten sus estructuras al drástico cambio demográfico que ha supuesto para nuestro país la inmigración. Después de todo, muchos de ellos, con el tiempo y previa nacionalización, terminarán ejerciendo el voto y por tanto conviene no tenerlos en frente.

Tras las famosas declaraciones de Arias Cañete y sus camareros, durante la reciente campaña electoral, los centristas del PP han debido pensar que el partido tiene una imagen amarga y antipática ante los inmigrantes, que conviene limpiar con zotal, en consonancia con el nuevo arquetipo del partido, suave, tan blando por dentro que se diría todo de algodón, que no lleva huesos, como el Platero de Juan Ramón Jiménez.

Sin embargo, y por mucho que se empeñe Núñez Feijoo, que es quien ha coordinado la ponencia de reforma de estatutos, lo cierto es que se echa en falta la presencia de Federico Trillo o de cualquier otro jurista de porte. Lo que el PP pretende hacer para agradar ahora a los inmigrantes constituye, sin duda, una barbaridad jurídica. Una precipitación hacia el acantilado de quienes quieren convertir nuestra Constitución en un simple papel mojado y ajado, a partir de cuyas cenizas refundar las Españas en un no sé qué ni hacia dónde.

Una de las características básicas e indispensables del concepto de nacionalidad es el ejercicio excluyente de los derechos políticos, algo indiscutido en la ciencia política desde el siglo XVIII. En efecto, la participación política de los ciudadanos es la concreción básica de la soberanía nacional (K. Loewenstein). Conforme a nuestra Constitución, la soberanía nacional descansa en el pueblo español (art. 1.2), es decir, en los españoles (art.11), y la participación política de los ciudadanos se articula por medio de los partidos políticos (art. 6).

Es imposible disociar, por tanto, nacionalidad de participación política. Pero no conviene confundir, como hace el PP en la ponencia de sus estatutos, la nacionalidad con la residencia legal, la vecindad con la ciudadanía. Por dos razones: la primera de carácter fundamental: porque entonces estaríamos viciando el concepto mismo de soberanía nacional; y la segunda, táctica: porque el PP estaría justificando al PSOE un proceso de concesión generalizada del voto a los inmigrantes, lo que sin duda le alejaría de ganar las elecciones.

Jugar, en estos tiempos, con el contenido y el continente del concepto "soberanía nacional" me parece una grave irresponsabilidad. Con un sistema político en el que los partidos nacionalistas, ya claramente soberanistas, cuestionan los pilares básicos de nuestra Constitución, añadir más incertidumbre sobre ese concepto jurídico vital de la convivencia de un país es un error de bulto que el PP no debiera cometer, y que viene a darle, en cierta medida, la razón a quienes como María San Gil piensan que el partido está dando un viraje extraño en relación con su concepto de nación.

Pero además, promover una serie de reformas que justificarán otras de mayor calado que seguro propondrá la izquierda a continuación, porque sería la beneficiaria lógica del reconocimiento del derecho a voto de los inmigrantes no nacionalizados, es un error táctico de no menos trascendencia para los intereses del centro-derecha.

El PP, en la pasada legislatura, se irguió como la fuerza política que defendía nítidamente la vigencia y el vigor de nuestra Constitución de 1978. Pero, como sucede con el cuento, ahora resulta que le vemos la patita al lobo por medio de una rendija aparentemente de menor trascendencia, como es la reforma de los estatutos del PP, que con claridad contravienen el espíritu y la letra de nuestra Carta Magna.

A la luz de este análisis, habrá que darles la razón a Mayor Oreja y a María San Gil. Algo se está moviendo en el PP porque, para ser más simpático a los ojos de quienes nunca le votarán, están destruyendo los mimbres que conformaban un cesto con diez millones de votos. Sí, un sainete. Pero maldita la gracia.

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