Dice Bono que recitar la Carta Magna en voz alta crea alarma social. Y algo de eso debe haber. Sin ir más lejos, mi quiosquero, que es de la Esquerra, anda alarmadísimo. “Oiga, es intolerable. Esos espadones de Madrit, en lugar de organizar bullangas para arrancar las páginas de la Constitución una a una, van y la leen”. ¡Alarma, alarma!, grita Maragall, que también intuye graves amenazas para la normalidad democrática si se desempolvasen los códices del Índice Prohibido sin ánimo de befa y escarnio. ¡Alarma!, replica el eco, Piqué. Y tampoco son baladís sus temores: resulta que a otro bombero de “Farenheit 451” acaban de descubrirlo nada menos que husmeando en la letra impresa de la Ley de Leyes.
Porque caso bien distinto hubiese sido que el general Mena diera en glosar respetuosamente a los nietos putativos del coronel Macià. Que hubiera salvado el expediente de la Pascua con un: “Señores, el drama está servido y vamos a una guerra civil entre comillas en la que el Ejército mantendrá una posición de exquisita neutralidad e indiferencia, tal como aconseja el más elemental sentido del patriotismo social”. Pero, lejos de imitar la serena prudencia de esos trabucaires del Somatén barcelonés, Mena cayó en la intolerable provocación herética de enunciar el artículo ocho.
Y es que, aquí, estábamos todos tan tranquilos; felices con una Generalidad que incumple cotidianamente la Ley de Banderas; con el Valle de Arán declarándose nación soberana; con ese Pacto del Tinell que augura una “consulta” a la población catalana si el Parlamento cometiera la osadía de desobedecer a los ponentes del Estatuto; con la ETA ajetreada organizando su guateque en el polideportivo; y con un tipo que se tutea con Josu Ternera dictando la política general del Gobierno. Cómo se le podría ocurrir a nadie turbar tal sosiego entonando la letra muerta de la Constitución.