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José García Domínguez

Bono, ese calvinista

El español, de siempre dado a la desmesura, salta del amor desaforado al odio rifeño hacia sus líderes porque, en el fondo, no cree en sí mismo. Pretende que estos políticos son el problema porque espera de otros la solución a sus males.

Siempre presto a adular los instintos de la muchedumbre, el rey de los demagogos patrios, José Bono –sí, el hijo de Pepe el de la tienda– anda empeñado en que sus señorías realicen un striptease financiero integral antes de tomar posesión del escaño. Se suma así Pepe el del picadero a esa ola de calvinismo impostado que recorre la opinión publicada de un tiempo a esta parte. Pues igual reclaman los savonarolas de guardia que se extremen las incompatibilidades de los electos, mientras pugnan por desposeerlos de pensiones y demás regalías asociadas al empleo. Proclamas todas ellas con las que saben ganado del aplauso de la galería.

Al respecto, viene de advertir Duran Lleida que si ansiamos un Parlamento de "gente pobre", vamos por el buen camino. Y algo de razón no le falta. Lo cierto, sin embargo, es que ya disponemos de unas cámaras pobladas no de gente pobre, sino de pobre gente, que es asunto distinto. He ahí otra consecuencia, una más, de la genuina lacra española, a saber, la ausencia de una sociedad civil acreedora de tal nombre. Y es que, tanto en democracia como en dictadura, el Estado es quien ha dado forma a la comunidad, y no viceversa. Una hegemonía secular, la del orden burocrático, que se refleja en el tono monocorde la elite política.

Por eso, nadie busque entre la pobre gente empresarios, directivos o profesionales liberales de alguna solvencia. Es sabido de antiguo: solo la integran burócratas. Ora los incubados en la Administración, ora apparatchiks de los partidos, ora sus respectivos clones sindicales. Pero solo burócratas. Y si bien se mira, el leirepajinismo rampante no deja de constituir su estación término natural. A la vez, el repudio popular contra la política y los políticos es fruto de idéntica tara. El español, de siempre dado a la desmesura, salta del amor desaforado al odio rifeño hacia sus líderes porque, en el fondo, no cree en sí mismo. Pretende que estos políticos son el problema porque, con la fe del carbonero, espera de otros la solución a sus males. Desalojar a la pobre gente del vértice de la sociedad española. Ésa es la genuina transición que hoy, tres lustros después, aún resta pendiente.

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