Que el infierno se trata de un lugar empedrado de buenas intenciones se entrevé cuando uno llega a esa edad en la que ya empieza a ser el culpable de su propia cara. Con la economía ocurre algo parecido. Porque para inferir que es imposible reescribir sus leyes en el BOE, antes se impone dedicar dos mil tardes a estudiar. Y no todo el mundo posee un talante capaz de asumir tal esfuerzo intelectual. De ahí que el razonamiento lógico suela ser eclipsado por argumentos testiculares cuando un demagogo debe tomar decisiones sobre materias complejas que lo desbordan, como ésa.
Rodríguez acaba de prometer que el futuro de los astilleros de Este País lo garantiza él personalmente. Más vale barcos sin clientes a los que vendérselos que honra sin otro semillero de votos cautivos, ha venido a razonar. Así, ha ofrecido su palabrita del niño Jesús al sector naval, pero igualmente la hubiera comprometido si se tratase de la industria del arado romano, la de construcción de diligencias o la auxiliar de ruedas de molino manchego. A fin de cuentas, bastará con que los trabajadores de Este País regalen algo más de siete millones de pesetas anuales a cada uno de los once mil empleados de los astilleros en quiebra, y asunto resuelto.
Ahora mismo, Zetapé reúne las condiciones para asegurar la viabilidad y la Luna a cualquier asignador ineficiente de recursos económicos que se arrime por su despacho. Lo habilita para ello el master de bolsillo que le impartiera Jordi Sevilla. Desde su graduación, el presidente está en el secreto: ha accedido a los arcanos macroeconómicos de la magia Borrás. Sólo los iniciados –y él ya lo es– dominan la ancestral alquimia que transmuta los libros de contabilidad en terrones de azúcar. En aquellas cuarenta y ocho horas aprehendió el misterio de ese milagro que se consuma a voluntad con sólo lanzar un poco de arena a los ojos de los contribuyentes.