Tal vez, el rasgo más desconcertante de la Cataluña contemporánea sea la inclinación colectiva a dejar la cosa pública en manos de auténticos orates. De hecho, Prat de la Riba, el presidente de la Mancomunitat, fue el último catalán normal que administró la región. Era aquél un tipo que entretenía el tedio de la vida con esas vulgaridades administrativas que aquí se consideran propias de mediocres incurables. Así, andaba siempre enredado con el calado de los puertos de la Costa Brava, con poner ambulatorios en las capitales de comarca, y en naderías por el estilo. De continuar vivo, hoy, a buen seguro amasaría una enorme fortuna, divirtiendo con sus excentricidades a los ociosos que recorren Las Ramblas al acecho de la cofradía de chiflados que allí se reúne en asamblea. Eso, si el Ayuntamiento no lo forzara a ocupar la jaula del llorado Copito de Nieve como atracción turística incluida en la Ruta Dalí.
Muerto Prat, su sucesor, el coronel Macià, ya se revelaría como un desequilibrado genuino desde el mismo instante de tomar posesión del cargo. No obstante, la suya fue una patología que no haría más que aumentar su popularidad, hasta el delirio propio y ajeno. Al final, en el clímax, acabaría ordenando a todos que lo llamaran “El Abuelo”, mientras no perdía ocasión de golpearse el pecho con el puño cerrado, como señal suprema de amor a la patria. Sólo el estado embrionario de la ciencia psiquiátrica de la época impidió que hubiera de instalar su despacho de gobierno en algún centro de día. Y qué decir de Companys, un carácter tan voluble como para proclamar la Independencia desde la Plaza de Sant Jaume, únicamente por el qué dirán. Luego, tras el brevísimo paréntesis de extraña sensatez que aportaría el president Tarradellas, habría de aparecérsenos Jordi Pujol. Veintitrés años seguidos perorando sin interrupción sobre Vifredo el Belloso. Todos los días. Todos, desde el primero hasta el último. Y sin vaselina, a palo seco.