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José García Domínguez

Contra la convivencia

Su Excelencia podría haber añadido que la prohibición del español en nuestras aulas representa, además, un cimiento estable de armonía espiritual, un arquitrabe firme de serenidad zen y un contrafuerte robusto de energía cósmica, por ejemplo.

Leo por ahí que la ministra cabrera se ha dejado caer en Barcelona con tal de explicarnos que la inmersión lingüística constituye un “pilar sólido de convivencia”. Su Excelencia podría haber añadido que la prohibición del español en nuestras aulas representa, además, un cimiento estable de armonía espiritual, un arquitrabe firme de serenidad zen y un contrafuerte robusto de energía cósmica, por ejemplo. Aunque, vaya usted a saber por qué, ha preferido gastar un par de billetes del puente aéreo sólo para aleccionarnos con la buena nueva de la convivencia solidamente apilada en los colegios.

Debe ser que la pobre cabrera barrunta que los catalanes andamos todo el día a pedradas por las calles a causa de nuestras lenguas gemelas. Y que cuando las dos gramáticas propias se cruzan por casualidad en los comercios, en las barras de los bares o incluso en la cama, tiran de arma blanca hasta que las separa una patrulla de los Mossos d´Esquadra. Pero si tal es la idea que anida en esa cabecita de chorlito, lo lógico sería prohibir el castellano también en la sociedad, y no limitar los balsámicos efectos civiles del monolingüismo obligatorio a los pupitres escolares. ¿O no, Excelencia? 

Por lo demás, y dejando al margen la anécdota de que la inmersión viola flagrantemente las sentencias del Constitucional, existe un pequeño problemilla. A saber, que los catalanes no enviamos a los niños al colegio para que aprendan a convivir, sino a que aprendan matemáticas, química, física, gramática y geografía. Ya ve, cabrera, por aquí somos así de raros. Sin embargo, resulta que hay un grupo que aprende poco, muy poco; casi nada en realidad. Un grupo en modo alguno despreciable aunque sí muy despreciado, entre otros miserables, por usted. Son los que estarán condenados el resto de sus vidas a convivir atados al sólido pilar de los empleos subalternos, los bajos salarios y la precariedad indefinida. ¿Hace falta que le diga ahora quiénes y cuántos son esos niños o de sobras lo sabe la señora ministra?

Porque, sin duda, usted no ignora que en Cataluña convivimos plácidamente con una tasa de fracaso escolar que ronda el cuarenta por ciento en la red de los centros públicos. Ni que semejantes datos nos colocan en la cola de España, sólo por delante de la demencial Andalucía en vías de subdesarrollo crónico del compañero Chaves y sus cuates. Ni que, en el caso de los alumnos castellanoparlantes, esa vergüenza colectiva se concreta en un 42,62 por ciento del total, frente a un porcentaje de apenas el 18,58 por ciento en el segmento de sus iguales catalanohablantes. Es decir, que bajo la muy negra sombra del solidísimo pilar de la ignominia que usted ha venido a cantarnos, existen nada menos que veinticuatro puntos de diferencia entre las derrotas académicas de unos y otros.

Entonemos, pues, el aleluya, feliz cabrera.

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